Prólogo
La esperanza es una moneda que llevo conmigo; un centavo que me dio hace tiempo un hombre al que llegué a querer. Hubo momentos en mi viaje en que sentí que ese centavo y la esperanza que representaba eran lo único que me empujaba a seguir adelante.
Vine al oeste en busca de una vida mejor, pero mi sueño americano se convirtió en pesadilla por efecto de la pobreza, la adversidad y la avaricia. Estos últimos años han sido una sucesión de pérdidas: Trabajos. Hogares. Comida.
La tierra que amábamos se volvió contra nosotros, incluso contra esos viejos tozudos a los que les gustaba hablar del tiempo y se felicitaban los unos a los otros por lo abundante de la cosecha de trigo. «Un hombre tiene que pelear por su sustento», decían.
Un hombre.
Siempre los hombres. Parecían pensar que cocinar, limpiar, parir hijos y cuidar un huerto no significaba nada. Pero las mujeres de las Grandes Llanuras también trabajábamos de sol a sol, faenábamos en los campos de trigo hasta terminar tan secas y abrasadas como la tierra que amábamos.
A veces, cuando cierro los ojos, juraría que aún noto el sabor del polvo…
1921
«Dañar la tierra es dañar a tus hijos».
WENDELL BERRY, GRANJERO Y POETA
1
Elsa Wolcott había vivido durante años en soledad forzosa, leyendo novelas de aventuras e imaginando otras vidas. En su cuarto solitario, rodeada de los libros que se habían convertido en sus amigos, en ocasiones, no demasiadas, se atrevía a soñar con una aventura propia. Su familia no dejaba de repetirle que la enfermedad a la que había sobrevivido en la infancia le había cambiado la vida para siempre, volviéndola frágil y solitaria. En los días buenos, Elsa les creía.
En los días malos, como aquel, sabía que siempre había sido un bicho raro para su familia. Todos habían percibido sus limitaciones desde muy pronto. Habían sabido que no encajaba.
Su desaprobación constante causaba dolor a Elsa; la sensación de haberse perdido algo no nombrado, desconocido. Elsa había sobrevivido a ese dolor siendo callada, sin exigir ni buscar la atención de los demás. Aceptando que era querida, pero no valorada. El dolor se había convertido en algo tan familiar que apenas reparaba en él. Sabía que no tenía nada que ver con esa enfermedad a la que por lo general se achacaba el rechazo de que era objeto.
Pero en ese momento, sentada en la salita, en su butaca preferida, cerró el libro que tenía en el regazo y pensó en ello. La edad de la inocencia había despertado algo en su interior. Le había recordado de manera poderosa la fugacidad de la vida.
Al día siguiente era su cumpleaños.
Cumplía veinticinco.
Joven, en muchos sentidos. Una edad en la que los hombres bebían ginebra casera, conducían como locos, oían ragtime y bailaban con mujeres con bandas en el pelo y vestidos de flecos.
Para las mujeres era distinto.
Las esperanzas de una mujer comenzaban a desvanecerse cuando cumplía veinte años. A los veintidós empezaban los cuchicheos en el pueblo y en la iglesia, las largas miradas de compasión. A los veinticinco, la suerte estaba echada. Una mujer que no se había casado era una solterona. «Se le ha pasado el arroz», decían de ella, meneando la cabeza y chasqueando la lengua por las ocasiones perdidas. Por lo general se preguntaban ¿por qué?, ¿qué convertía a una mujer perfectamente normal y de buena familia en una solterona? Pero, en el caso de Elsa, todos conocían la respuesta. Debían de pensar que era sorda, a juzgar por cómo hablaban de ella en su presencia. «Pobrecita. Flaca como el palo de un rastrillo. Sin la belleza de sus hermanas».
Belleza. Elsa sabía que ese era el quid de la cuestión. No era una mujer atractiva. En sus mejores días, con su mejor vestido, un recién llegado podría pensar que era bien parecida, pero nada más. Era «demasiado» todo: demasiado alta, demasiado delgada, demasiado pálida, demasiado insegura.
Elsa había visto casarse a sus dos hermanas. A ella nadie había querido llevarla al altar, y lo entendía. Con su más de metro ochenta de estatura, era más alta que cualquier posible novio; habría echado a perder las fotografías y, para los Wolcott, la imagen lo era todo. La valoraban por encima de todas las cosas.
No hacía falta ser un genio para adivinar lo que deparaba a Elsa el futuro. Seguiría allí, en la casa de sus padres, en Rock Road, al cuidado de María, la doncella de toda la vida. Algún día, cuando María se jubilara, Elsa tendría que cuidar de sus padres y luego, cuando estos no estuvieran, se quedaría sola.
¿Y qué habría conseguido en la vida? ¿Qué es lo que quedaría de su paso por el mundo? ¿Quién la recordaría y por qué?
Cerró los ojos y dejó que un largamente albergado sueño se colara en sus pensamientos: se imaginó viviendo en otra parte. En su propio hogar. Con risas infantiles de fondo. Risas de sus hijos.
Una vida y no una mera existencia. Ese era su sueño; un mundo en el que su vida y sus elecciones no estuvieran definidas por las fiebres reumáticas que había contraído a los catorce años, una vida en la que descubría fortalezas hasta entonces desconocidas, donde la juzgaban por algo más que por su físico.
La puerta delantera se abrió de golpe y entró su familia en tropel. Se movían como siempre, en un corro apretado de risas, su corpulento padre al mando, con la cara roja por la bebida, las dos bonitas hermanas menores, Charlotte y Suzanna, desplegadas como alas de cisne a ambos lados de él y la elegante madre cerrando la comitiva mientras hablaba con sus apuestos yernos.
El padre se detuvo.
—Elsa —dijo—, ¿todavía levantada?
—Quería hablar contigo…
—¿A estas horas? —preguntó la madre—. Te veo un poco colorada. ¿Tienes fiebre?
—Hace años que no tengo fiebre, mamá. Ya lo sabes. —Elsa se puso de pie, se retorció las manos y miró a su familia.
«Ahora», pensó. Tenía que hacerlo. No podía acobardarse de nuevo.
—Papá. —La primera vez la voz le salió en un susurro, así que volvió a intentarlo y casi gritó—: Papá.
Este la miró.
—Mañana cumplo veinticinco años —dijo Elsa.
Su madre pareció molesta por el recordatorio.
—Eso ya lo sabemos, Elsa.
—Sí, claro. Solo quería decir que he tomado una decisión.
Ante aquello, la familia guardó silencio.
—Me… Hay un colegio en Chicago donde enseñan literatura y admiten a mujeres. Me gustaría estudiar…
—Elsinore —dijo el padre—, ¿para qué necesitas tú una educación? ¡Si ni pudiste terminar la escuela por estar demasiado enferma! Es una idea ridícula.
Era difícil estar allí delante de ellos, ver sus limitaciones reflejadas en tantos ojos. «Lucha por lo que quieres. Sé valiente».
—Pero, papá, soy una mujer adulta. No he estado enferma desde los catorce años. Creo que el diagnóstico del doctor fue… apresurado. Ahora estoy perfectamente. De verdad. Podría hacerme profesora. O escritora…
—¡Escritora! —exclamó el padre—. ¿Acaso tienes algún talento oculto que desconocemos?
La mirada de su padre humilló a Elsa.
—Puede ser —contestó en un hilo de voz.
El padre se volvió hacia la madre.
—Señora Wolcott, dale a tu hija algo para los nervios.
—No estoy histérica, papá.
Elsa supo que no había nada que hacer. Era una batalla perdida. Tenía que quedarse callada y fuera de la vista, no salir al mundo.
—Estoy bien. Me subo.
Dio la espalda a los miembros de su familia, ninguno de los cuales la miraba, ahora que el momento había pasado. Era como si se hubiera evaporado con esa manera que tenía ella de volverse invisible.
Deseó no haber leído La edad de la inocencia. Nada bueno podía salir de tanto anhelo reprimido. Nunca se enamoraría, nunca tendría un hijo.
Mientras subía las escaleras oyó música. Habían puesto el gramófono nuevo.
Se detuvo.
«Baja y coge una silla».
Se encerró en su cuarto de un portazo para aislarse de los sonidos de abajo. No sería bien recibida.
Se miró reflejada en el espejo sobre el palanganero. La cara pálida daba impresión de haber sido estirada por dos manos antipáticas hasta formar un mentón afilado. La larga melena platino era lacia y fina en un momento en que las ondas eran el último grito. Su madre no le había permitido cortársela a la moda con el argumento de que corta le quedaría aún peor. Todo en Elsa era incoloro, desvaído, a excepción de los ojos azules.
Encendió la lámpara de la mesita de noche y sacó una de sus novelas favoritas.
Fanny Hill. Memorias de una mujer galante.
Se metió en la cama y se perdió en la escandalosa historia, sintió un impulso aterrador y pecaminoso de tocarse y estuvo a punto de ceder a él; el ansia que le causaban las palabras era casi insoportable; un doloroso anhelo.
Cerró el libro sintiéndose más aislada aún que cuando empezó. Desazonada. Insatisfecha.
Si no hacía algo pronto, algo drástico, su futuro no se diferenciaría gran cosa de su presente. Seguiría en aquella casa toda la vida, definida por una enfermedad sufrida una década atrás y una fealdad que no tenía solución. No conocería nunca la emoción del tacto de un hombre o el consuelo de compartir un lecho. Nunca cogería en brazos a un hijo suyo. Nunca tendría un hogar propio.
Elsa pasó toda la noche consumida por la insatisfacción. A la mañana siguiente supo que tenía que hacer algo para cambiar su vida.
Pero ¿qué?
No todas las mujeres eran bellas, ni siquiera bonitas. Otras habían tenido fiebres en la infancia sin que ello les impidiera llevar una vida plena. Su dolencia cardiaca era, en opinión de Elsa, solo una hipótesis médica. Su corazón nunca había dejado de latir ni le había dado motivo real de alarma. Necesitaba creer que había coraje en ella, aunque nunca hubiera sido puesto a prueba. ¿Cómo podía estar segura de que no era así? Nunca le habían permitido correr, jugar ni bailar. La habían obligado a abandonar los estudios a los catorce años, de modo que nunca había tenido un pretendiente. Se había pasado casi toda su vida en su cuarto, leyendo novelas, inventando historias, cultivándose por su cuenta.
Tenía que haber oportunidades para ella ahí fuera, pero ¿dónde podría encontrarlas?
«En la biblioteca». Los libros tenían la respuesta a todas las preguntas.
Se hizo la cama y fue hasta el palanganero, se peinó la melena hasta la cintura con una raya al lado bien definida y se la trenzó. A continuación se puso un sencillo vestido de crepé azul marino, medias de seda y zapatos negros de tacón. Un sombrero cloche, guantes de cabritilla y un bolso completaban su atuendo.
Bajó las escaleras agradecida de que su madre durmiera aún. A mamá no le gustaba que Elsa hiciera esfuerzos excepto para ir a misa dominical, momento que aprovechaba para pedir a la congregación que rezara por su salud. Elsa se bebió una taza de café y salió al sol matutino de mediados de mayo.
El pueblo de Dalhart, en el Mango de Sartén de Texas[1], se extendía ante ella, desperezándose bajo un sol radiante. En las aceras de madera se abrían puertas y se colgaban letreros de ABIERTO. En el límite de la población, bajo un cielo azul inmenso, las Grandes Llanuras se extendían hasta el infinito, un mar de prósperas tierras de labor.
Dalhart era la sede del condado y corrían tiempos de auge económico. Desde que el ferrocarril pasaba por allí en su ruta desde Kansas a Nuevo México, Dalhart se había expandido. Un depósito de agua recién construido dominaba el horizonte. La Gran Guerra había convertido aquellas hectáreas en una mina de oro de trigo y maíz. «¡El trigo ganará la guerra!» era la frase que aún llenaba de orgullo a los granjeros. Habían hecho su parte.
El tractor había llegado para hacer la vida más fácil y los años de buena cosecha —años de lluvias y de precios altos— habían permitido a los granjeros arar más tierra y cultivar más trigo. La sequía de 1908, sobre la que tanto gustaba hablar a los más veteranos, había quedado atrás. Llevaba años lloviendo con regularidad y todos los habitantes del pueblo se habían enriquecido, entre ellos el padre de Elsa, quien vendía maquinaria agrícola a cambio de efectivo y también de pagarés.
Por las mañanas, los granjeros se reunían a la puerta de la cafetería para hablar de los precios del grano y las mujeres llevaban a los hijos a la escuela. Solo unos años atrás circulaban coches de caballos por las calles; ahora los automóviles traqueteaban de camino a un futuro dorado y resplandeciente mientras hacían sonar el claxon y escupían humo. Dalhart era un pueblo —camino ya de convertirse en ciudad— de rifas benéficas, bailes de cuadrilla y misa dominical. Trabajo duro y gentes afines que se ganaban la vida cultivando la tierra.
Elsa subió al entablado que recorría toda la Calle Mayor. Los tablones del suelo cedían un poco a cada paso que daba y tenía una ligera sensación de ir saltando. De los aleros de los comercios colgaban macetas de flores que aportaban unas muy necesarias pinceladas multicolores. El comité de ornato de Dalhart las cuidaba con esmero. Dejó atrás el banco de ahorros y empréstitos y el nuevo concesionario de Ford. No cesaba de asombrarla que alguien pudiera entrar en una tienda, elegir un automóvil y conducirlo de vuelta a su casa, todo en un mismo día.
A su lado, el almacén abría sus puertas y el propietario, el señor Hurst, salió con una escoba. Llevaba las mangas de la camisa enrolladas dejando ver unos antebrazos rollizos. Una nariz como una boca de riego, achaparrada y redonda, dominaba su cara rojiza. Era uno de los hombres más ricos del pueblo. Era dueño del almacén, la cafetería, la heladería y la botica. Solo los Wolcott llevaban más tiempo que él en el pueblo. También ellos eran texanos de tercera generación y se enorgullecían de ello. El muy querido abuelo de Elsa, Walter, se consideró agente de la policía montada de Texas hasta el día de su muerte.
—Hola, señorita Wolcott —dijo el dueño del almacén mientras se retiraba los pocos mechones de pelo que conservaba del rostro rubicundo—. Parece que va a hacer un hermoso día. ¿Va usted a la biblioteca?
—Claro —contestó Elsa—. ¿Dónde si no?
—Me han traído una pieza de seda roja. Dígaselo a sus hermanas. Dará para un bonito vestido.
Elsa se detuvo.
Seda roja.
Nunca había llevado nada de seda roja.
—Enséñemela, por favor.
—¡Ah! Por supuesto. Les daría una grata sorpresa.
El señor Hurst hizo entrar a Elsa con gran aspaviento. Dentro había color por todas partes: cajas repletas de guisantes y de fresas, pastillas de jabón de lavanda envueltas en papel de seda, paquetes de harina y azúcar, frascos de encurtidos.
El señor Hurst guio a Elsa por entre vajillas de porcelana, cuberterías, manteles y delantales multicolores doblados hasta llegar a una pila de rollos de tela. Rebuscó y entresacó una pieza de seda color rubí.
Elsa se quitó los guantes de cabritilla, los dejó en el mostrador y acarició el tejido. Nunca había tocado algo tan suave. Y aquel día era su cumpleaños…
—Con la tez de su hermana Charlotte…
—Me la quedo —dijo Elsa.
¿Había puesto un ligero énfasis en el «me»? Sí. Sin duda. Porque el señor Hurst la miraba con extrañeza.
Luego le envolvió la tela en papel marrón, la ató con cordel y se la dio.
Elsa se disponía a salir cuando vio una rutilante banda para el pelo plateada decorada con cuentas. Era exactamente la clase de adorno que podría usar la condesa Olenska en La edad de la inocencia.
Elsa volvió a casa desde la biblioteca con la seda roja envuelta en papel de estraza y pegada al pecho.
Abrió la ornada cancela de forja negra y entró en el mundo de su madre: un jardín podado y domesticado que olía a jazmín y a rosas. Al final de un sendero bordeado de setos estaba la residencia Wolcott, construida nada más terminar la guerra de Secesión por el abuelo de Elsa para la mujer que amaba.
No pasaba un día sin que Elsa echara de menos a su abuelo. Había sido un hombre tempestuoso, dado a la bebida y a las discusiones, pero, cuando amaba algo, lo amaba con total entrega. Había llorado la muerte de su esposa durante años. También había sido el único Wolcott, aparte de Elsa, al que le gustaba leer y a menudo había tomado partido por su nieta en desacuerdos familiares. «No te preocupes de la muerte, Elsa. Preocúpate de vivir. Sé valiente».
Nadie le había dicho a Elsa nada semejante desde su muerte y no pasaba un día sin que añorara a su abuelo. Las andanzas de sus primeros años en una Texas sin ley, en Laredo, Dallas y Austin y también las Grandes Llanuras, eran los recuerdos preferidos de Elsa.
Sin duda le habría dicho que comprara la seda roja.
La madre levantó la vista de las rosas y se retiró el sombrero que le protegía la cara del sol.
—Elsa, ¿de dónde vienes?
—De la biblioteca.
—Deberías haberle dicho a papá que te llevara. Es una caminata demasiado larga para ti.
—Estoy perfectamente, mamá.
En serio, a veces daba la impresión de que querían verla enferma.
Elsa sujetó mejor la seda envuelta.
—Ve a echarte. Va a empezar a hacer calor. Pídele a María que te prepare un poco de limonada.
La madre siguió cortando flores y depositándolas en una cesta de mimbre.
Elsa entró por la puerta delantera en la casa en penumbra. En cuanto los días amenazaban con ser calurosos, se echaban todas las cortinas. En aquella parte de Texas eso significaba muchos días en penumbra. Cuando cerró la puerta, oyó a María cantar en español en la cocina.
Elsa cruzó la casa a hurtadillas y subió a su dormitorio. Una vez allí abrió el papel marrón y miró la vibrante seda color rubí. No pudo evitar tocarla. Por alguna razón su suavidad la calmaba, le recordaba a una cinta de la que no se separaba cuando era niña y todavía se chupaba el pulgar.
¿Se atrevería a hacer esa locura que se le acababa de ocurrir?
«Sé valiente».
Cogió un mechón de su larga melena y lo cortó a la altura de la barbilla. Su audacia la asustó un poco, pero siguió cortando hasta que el suelo alrededor de sus pies se cubrió de largos mechones de pelo rubísimo.
Alguien llamó a la puerta y Elsa dio tal respingo que se le cayeron las tijeras, que repiquetearon contra la cómoda.
Se abrió la puerta. La madre entró en la habitación, vio el pelo mutilado de Elsa y se detuvo en seco.
—¿Se puede saber qué has hecho?
—Quería…
—No vas a poder salir de casa hasta que te crezca. ¿Qué diría la gente?
—Las mujeres jóvenes llevan ahora melena corta, mamá.
—No las decentes, Elsinore. Te voy a traer un sombrero.
—Solo quería estar bonita —dijo Elsa.
La lástima en los ojos de su madre la hirió en lo más profundo.
2
Elsa estuvo días escondida en su cuarto con la excusa de que se encontraba mal. Lo cierto era que le daba miedo mostrarse ante su padre con el pelo lleno de trasquilones y la desesperación que dejaba traslucir. Al principio intentó leer. Los libros siempre habían sido su consuelo; las novelas le daban espacio para ser audaz, valiente y hermosa, aunque fuera solo en su imaginación.
Pero la seda roja le susurraba, la llamaba, hasta que Elsa terminó por guardar los libros y se puso a cortar un patrón de vestido en papel de periódico. Una vez hecho esto, parecía una tontería no continuar, de manera que cortó la tela y empezó a coser, solo por entretenerse.
Mientras cosía comenzó a experimentar una extraordinaria sensación: esperanza.
Por fin, un sábado por la noche tuvo el vestido terminado. Era el epítome de la moda de la gran ciudad, con un corpiño con escote en forma de uve, talle bajo y dobladillo estilo pañuelo. Era completa y audazmente moderno, el vestido de una mujer que pasa las noches bailando y no tiene preocupaciones. Flappers, las llamaban. Mujeres jóvenes que presumían de independientes, que bebían alcohol, fumaban cigarrillos y bailaban el charlestón con vestidos que dejaban las piernas al descubierto.
Tenía que probárselo, incluso aunque no se lo pusiera nunca fuera de aquellas cuatro paredes.
Se dio un baño, se afeitó las piernas y se enfundó unas medias de seda. Se puso bigudíes en el pelo húmedo y rezó por que se lo ondularan al menos un poco. Mientras se le secaba, entró a hurtadillas en la habitación de su madre y cogió algunos cosméticos de su tocador. Del piso de abajo llegaba música de gramófono.
Por fin, se cepilló el pelo ligeramente ondulado y se encajó la glamurosa banda plateada en la frente. A continuación se puso el vestido, que flotó hasta ajustarse a su cuerpo, vaporoso como una nube. El dobladillo estilo pañuelo le resaltaba las largas piernas.
En el espejo, delineó sus ojos azules con kohl negro y dio un toque de rosa pálido a sus marcados pómulos. El carmín rojo hacía parecer más carnosos sus labios, tal y como prometían siempre las revistas.
Se miró en el espejo y pensó: «Ay, Dios mío, si casi hasta parezco bonita».
—Puedes hacerlo —dijo en voz alta. «Sé valiente».
Al salir de la habitación y mientras bajaba las escaleras sintió un aplomo inesperado. Durante toda su vida le habían dicho que no era atractiva. Pero ahora no…
Su madre fue la primera en alzar la vista. Le dio una palmada al padre lo bastante fuerte para hacerle apartar los ojos de su Almanaque del granjero.
El padre arrugó mucho la cara.
—¿Qué llevas puesto?
—Me… lo he hecho yo —respondió Elsa juntando las manos con nerviosismo.
El padre cerró el almanaque de golpe.
—El pelo. Dios bendito. Y ese vestido de ramera. Vuelve a tu cuarto y no nos avergüences más.
Elsa se volvió a su madre en busca de apoyo.
—Es la última moda…
—No para mujeres decentes, Elsinore. ¡Si se te ven las rodillas! Esto no es Nueva York.
—Sube a cambiarte —dijo el padre—. ¡Ahora!
Elsa hizo ademán de acatar la orden. Luego pensó en lo que significaba obedecer y se detuvo. El abuelo Walt le habría dicho que siguiera adelante.
Sacó la barbilla.
—Esta noche voy a ir al bar a oír música.
—De eso nada. —El padre se puso de pie—. Hablo muy en serio.
Elsa corrió a la puerta temiendo que, si aflojaba el paso, no tendría valor para seguir. Salió y continuó corriendo, haciendo caso omiso de las voces que la llamaban. No se detuvo hasta que se quedó sin aliento.
El bar clandestino del pueblo estaba encajonado entre unos establos, ahora obsoletos en la era del automóvil, y una confitería. En el año transcurrido desde la aprobación de la decimoctava enmienda y el comienzo de la Prohibición, Elsa había visto desaparecer a hombres y mujeres detrás de aquella puerta de madera. Y, en contra de la opinión de su madre, muchas de las jóvenes iban vestidas como ella ahora.
Bajó los peldaños de madera hasta la puerta cerrada y llamó. Se abrió un ventanillo en el que no había reparado hasta entonces. Por la abertura se colaron una melodía ragtime interpretada al piano y humo de cigarro.
—Contraseña —dijo una voz que le resultó familiar a Elsa.
—¿Contraseña?
—Señorita Wolcott, ¿se ha perdido?
—No, Frank. Tengo muchas ganas de oír música —contestó Elsa, orgullosa de que no le temblara la voz.
—Su señor padre me daría una buena tunda si la dejara entrar. Váyase a casa. Una muchacha como usted no debe ir por la calle vestida así. Solo le traerá problemas.
El ventanillo se cerró. La música seguía sonando detrás de la puerta cerrada. Ain’t we got fun. El olor a cigarro seguía en el aire.
Elsa tardó en reaccionar. ¿Ni siquiera la dejaban entrar? ¿Por qué no? De acuerdo, la Ley Seca prohibía beber alcohol, pero en el pueblo todos empinaban el codo en locales como aquel y las fuerzas del orden hacían la vista gorda.
Deambuló por la calle en dirección al juzgado.
Fue entonces cuando vio a un hombre dirigirse hacia ella.
Era alto y desgarbado, con abundante pelo negro parcialmente domado por una pomada reluciente. Vestía pantalones negros polvorientos que se sujetaban a sus estrechas caderas, camisa blanca abotonada hasta el cuello debajo de un jersey de punto beis y una corbata de cuadros de la que solo asomaba el nudo. En la cabeza, una gorra de cuero ladeada con desenfado.
Cuando lo tuvo cerca, Elsa vio lo joven que era: no tendría más de dieciocho años, con piel bronceada y ojos castaños (de mirada seductora, como decían las novelas románticas).
—Buenas noches, señora.
El joven se detuvo, sonrió y se quitó la gorra.
—¿Es a m-mí?
—No veo a nadie más. Soy Raffaello Martinelli. ¿Vive usted en Dalhart?
Italiano. Dios bendito. Su padre no querría ni que mirara a aquel muchacho, y mucho menos que le dirigiera la palabra.
—Sí.
—Yo no. Vengo de la bulliciosa metrópolis de Lonesome Tree, casi en la frontera con Oklahoma. Creo que ni sale en los mapas. ¿Cómo se llama usted?
—Elsa Wolcott.
—¿Como los tractores? Ah, pues conozco a su padre. —Sonrió—. ¿Qué hace a estas horas por la calle sola y con ese vestido tan bonito, Elsa Wolcott?
«Ser Fanny Hill. Ser aventurera». Aquella podía ser su única oportunidad. Cuando llegara a casa, lo más probable era que su padre la encerrara con llave.
—Pues… supongo que me sentía sola.
Raffaello abrió mucho sus ojos oscuros. Su nuez subió y bajó cuando tragó saliva.
Elsa esperó una eternidad a que dijera algo.
—Yo también me siento solo.
Le cogió la mano.
Elsa estuvo a punto de retirarla, tan perpleja estaba.
¿Cuándo la habían tocado por última vez?
«Solo te ha cogido la mano, Elsa. No seas ñoña».
Era tan guapo que se sintió un poco mareada. ¿Sería como esos chicos que se burlaban de ella y la acosaban en la escuela, que la llamaban «El sapito» a sus espaldas jugando con su nombre? La luz de la luna y las sombras le esculpían el rostro: pómulos marcados, frente ancha y lisa, nariz recta y afilada y labios tan carnosos que Elsa no pudo evitar acordarse de las novelas pecaminosas que acostumbraba a leer.
—Ven conmigo, Els.
Y así, como quien no quiere la cosa, le había cambiado el nombre y la había convertido en otra mujer. La sensación de intimidad le produjo un escalofrío.
La condujo por un callejón vacío y en sombras y luego cruzaron la calle sin iluminar. Por las ventanas abiertas del bar se escapaba una melodía. Toot, toot, Tootsie! Goodbye.
Dejaron atrás la nueva estación de tren hasta una camioneta Ford modelo T nueva con una amplia plataforma de madera aparcada fuera del pueblo.
—Bonita camioneta —dijo Elsa.
—Este año el trigo se ha dado bien. ¿Te gusta ir en automóvil de noche?
—Claro.
Elsa subió al asiento del pasajero y el joven arrancó. Se dirigieron traqueteando hacia el norte.
Cuando llevaban recorrido poco más de un kilómetro, con Dalhart ya en el espejo retrovisor, no había nada que ver. Ni colinas, ni valles ni árboles ni ríos. Solo un cielo estrellado tan inmenso que parecía haberse tragado el mundo.
El muchacho condujo por un camino lleno de baches hasta la antigua granja Steward. Famosa antaño en todo el condado por el tamaño de su granero, el lugar había sido abandonado en la última sequía, y la pequeña casa tras el granero llevaba años cerrada con tablas.
Paró delante del granero vacío y apagó el motor, luego estuvo unos minutos mirando al frente. Solo la respiración de ambos y los chasquidos del motor al apagarse rompían el silencio.
Él apagó los faros y abrió su portezuela. Luego bajó y fue a abrir la de ella.
Elsa lo miró, vio cómo la cogía de la mano y la ayudaba a bajar.
El chico podía haber dado un paso atrás, pero no fue así, de manera que Elsa olió el whisky en su aliento y la lavanda que su madre debía de usar al plancharle o lavarle la camisa.
Él sonrió y Elsa le devolvió la sonrisa, sintiéndose esperanzada.
El joven extendió un par de colchas en la plataforma de madera de la camioneta y ambos subieron.
Se tumbaron uno al lado del otro y miraron el inmenso cielo salpicado de estrellas.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Elsa.
—Dieciocho, pero mi madre me trata como si fuera un crío. He tenido que escaparme esta noche. Le preocupa demasiado lo que digan los demás. Tú tienes suerte.
—¿Que tengo suerte?
—Puedes salir de noche vestida así y sin carabina.
—Te aseguro que a mi padre no le hace ninguna gracia.
—Pero aun así lo has hecho. Te has rebelado. ¿No piensas alguna vez en que la vida debe ser algo más que lo que vemos aquí, Els?
—Sí —contestó Elsa.
—Lo que quiero decir es que en algún sitio debe de haber gente de nuestra edad bebiendo licor casero y bailando jazz. Mujeres que fuman en público. —Suspiró—. Y nosotros aquí.
—Me he cortado el pelo —comentó Elsa—. Pero, por la reacción de mi padre, se diría que he matado a alguien.
—Se han quedado anticuados. Mis padres llegaron aquí desde Sicilia con unos pocos dólares en el bolsillo. No dejan de repetirme la historia y de enseñarme su centavo de la suerte. Como si terminar aquí pudiera considerarse suerte.
—Pero tú eres hombre, Raffaello. Puedes hacer lo que quieras, ir donde quieras.
—Llámame Rafe. Dice mi madre que suena más americano. Pero, si tuvieran tanto interés por parecer americanos, deberían haberme llamado George. O Lincoln. —Suspiró—. Qué bien sienta poder decir estas cosas en voz alta. Se te da muy bien escuchar, Els.
—Gracias…, Rafe.
Él se puso de costado. Elsa notó su mirada en la cara y trató de respirar con normalidad.
—¿Puedo besarte, Elsa?
Esta apenas acertó a decir sí con la cabeza.
Él se acercó y la besó en la mejilla. Sus labios rozaron su piel con suavidad y Elsa se sintió viva.
A continuación él le cubrió de besos la garganta y Elsa sintió deseos de tocarle, pero no se atrevió. Las mujeres decentes no hacían esas cosas.
—¿Puedo…, puedo hacerte más, Elsa?
—¿A qué te refieres?
—¿Puedo hacerte el amor?
Elsa había soñado con un momento así, había rezado por él, lo había imaginado a partir de fragmentos de los libros que leía, pero ahora había llegado. Era real. Un hombre quería hacerle el amor.
—Sí —susurró.
—¿Estás segura?
Asintió con la cabeza.
Él se apartó, manipuló a tientas su cinturón, lo soltó y se lo quitó. La hebilla chasqueó contra el lateral de la camioneta cuando se sacó los pantalones.
Luego le subió a Elsa el vestido rojo, que se le deslizó por el cuerpo, haciéndole cosquillas, excitándola. Se miró las piernas desnudas a la luz de la luna mientras Rafe le bajaba los pololos. El cálido aire de la noche la rozó y la hizo estremecer. Mantuvo juntas las piernas hasta que él se las separó y se colocó encima de ella.
«Dios bendito».
Elsa cerró los ojos y él la penetró. Le dolió tanto que tuvo que gritar.
Se obligó a cerrar la boca para no hacer ruido.
Él gimió, se estremeció y a continuación relajó todo el cuerpo. Elsa notó su respiración jadeante en el cuello.
Él se tumbó de costado, pero sin separarse de Elsa.
—Caray —dijo.
Su voz sonaba a satisfacción, ¿cómo podía ser? Elsa tenía que haber hecho algo mal. Aquello no podía ser todo.
—Eres una chica muy especial, Elsa —añadió Rafe.
—¿Ha…, ha estado bien? —se atrevió a preguntar ella.
—Ha sido bárbaro —respondió él.
Elsa quería tumbarse de lado y estudiar su cara. Besarlo. Aquellas estrellas las había visto ya un millón de veces. Él en cambio era algo nuevo: la había deseado. Esa constatación asombrosa ponía su mundo patas arriba. Era una oportunidad que nunca había llegado a imaginar. «¿Puedo hacerte el amor?», le había preguntado. Quizá ahora se quedarían dormidos juntos y…
—Bueno, pues será mejor que te lleve a casa, Els. Mi padre me dará una buena zurra si no salgo con el tractor en cuanto amanezca. Mañana tenemos que arar otras cincuenta hectáreas para plantar trigo.
—Ah —dijo Elsa—. Claro, muy bien.
Elsa cerró la portezuela de la camioneta y miró por la ventanilla abierta a Rafe, quien sonrió, saludó despacio con la mano y arrancó.
¿Qué clase de despedida era aquella? ¿Querría volver a verla?
«Pero ¿tú lo has visto bien? Pues claro que no querrá».
Además, vivía en Lonesome Tree. Eso estaba a cincuenta kilómetros. Y si se lo encontraba en Dalhart, daría igual.
Era italiano. Católico. Más joven que ella. Inaceptable en todos los sentidos para su familia.
Elsa abrió la cancela de su casa y entró en el mundo fragante de su madre. A partir de aquel momento el perfume nocturno de la flor de jazmín le recordaría a Rafe…
Abrió la puerta principal y entró en el vestíbulo en penumbra.
Cuando cerraba, oyó un crujido y se detuvo. La luz de luna entraba a raudales por la ventana. Vio a su padre junto al gramófono.
—¿Quién eres? —preguntó el padre acercándose a ella.
La banda plateada de Elsa se le resbaló de la frente y tuvo que ajustársela.
—S-soy tu hija.
—Exactamente. Mi padre combatió por que Texas fuera parte de Estados Unidos. Se unió a los rangers y luchó en Laredo, cayó herido y estuvo a punto de morir. Hay sangre nuestra en este suelo.
—S-sí, lo sé, pero…
Elsa no vio la mano de su padre hasta que fue demasiado tarde para esquivarla. La golpeó tan fuerte en la mandíbula que perdió el equilibrio y cayó al suelo.
Gateó hasta un rincón para escapar.
—Papá…
—Eres una vergüenza para esta familia. Quítate de mi vista.
Elsa se puso de pie, corrió escaleras arriba y se encerró en su dormitorio con un portazo.
Con mano temblorosa encendió la lámpara junto a su cama y se desvistió.
Tenía una marca roja encima del pecho (¿Se la habría hecho Rafe?). Una magulladura se le extendía por el mentón y también tenía el pelo alborotado de hacer el amor, si es que podía llamarse así a lo que había hecho.
Con todo y con eso, volvería a hacerlo si pudiera. Dejaría que su padre le pegara, le gritara, la calumniara o la desheredara.
Ahora Elsa sabía algo que antes desconocía, algo que ni había sospechado: que haría cualquier cosa, soportaría lo que fuera, por ser amada, aunque fuera solo una noche.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, el sol entraba por la ventana abierta. El vestido rojo estaba colgado de la puerta del armario. El dolor en el mentón le recordó la noche anterior, lo mismo que el escozor que aún conservaba del encuentro amoroso con Rafe. Lo primero quiso olvidarlo; lo segundo, recordarlo.
La cama de hierro estaba cubierta de colchas que ella misma había cosido, a menudo a la luz de las velas, durante los fríos meses de invierno. A los pies de la cama estaba el arcón de su ajuar, amorosamente lleno de sábanas bordadas, un delicado camisón blanco de batista y una colcha nupcial que Elsa había empezado a los doce años, antes de que su falta de atractivo demostrara ser no una simple fase, sino algo permanente. Para cuando le llegó el periodo, su madre había dejado discretamente de hablar de la boda de Elsa y de coser cuentas en paños de encaje de Alençon. Había tela suficiente para medio vestido doblada entre trozos de papel de seda.
Llamaron a la puerta.
Elsa se incorporó.
—Adelante.
La madre entró en la habitación. Sus zapatos de día a la última moda no hacían ruido alguno en la alfombra que cubría casi la totalidad del suelo de madera. Era una mujer alta, con anchos hombros y maneras desenvueltas de persona que no se anda con tonterías; llevaba una existencia irreprochable, presidía consejos parroquiales, dirigía el comité de ornato y no levantaba la voz ni siquiera cuando estaba enfadada. Nada ni nadie podían alterar a Minerva Wolcott. Afirmaba que se trataba de un rasgo familiar, heredado de antepasados que habían llegado a Texas cuando no había allí otro rostro pálido a menos de seis días a caballo.
La madre se sentó en el borde de la cama. Llevaba el pelo, que se teñía de negro, recogido en un moño que acentuaba la severidad de sus angulosas facciones. Tocó el mentón magullado de Elsa.
—Mi padre me habría dejado mucho peor.
—Pero…
—Nada de peros, Elsinore. —La madre se inclinó hacia delante y le sujetó a Elsa un trasquilón rubio detrás de la oreja—. Supongo que hoy en el pueblo me llegarán toda clase de chismes. ¡Chismes! ¡Sobre una de mis hijas nada menos! —Suspiró de manera exagerada—. ¿No te habrás metido en algún lío?
—No, mamá.
—Entonces, ¿sigues siendo una mujer decente?
Elsa asintió con la cabeza, incapaz de mentir en voz alta.
La madre puso el dedo índice en la barbilla de Elsa y le levantó la cara. Estudió a su hija despacio, escrutando y evaluando con el ceño fruncido.
—Pues claro que sí. Un vestido bonito no hace milagros, hija mía.
—Yo solo quería…
—No vamos a hablar de ello y no volverá a ocurrir nada parecido.
La madre se levantó y se alisó la falda de crepé color lavanda, aunque ni estaba arrugada ni habría osado estarlo. La distancia se instaló entre su hija y ella, sólida como una valla.
—Nunca te vas a casar, Elsa. Por mucho dinero y posición social que tengamos. Ningún hombre digno de mención quiere una mujer fea al lado. Y si apareciera un hombre dispuesto a pasar por alto tus carencias, desde luego no transigiría con una reputación mancillada. Aprende a ser feliz en la vida real. Deshazte de esas novelas románticas.
La madre se llevó el vestido de seda roja con ella al salir.
3
En los años que siguieron a la Gran Guerra el patriotismo floreció en Dalhart. Aquello, unido a las lluvias y a los precios en ascenso del trigo, daba motivos a todos para celebrar el Cuatro de Julio. Los escaparates de las tiendas del pueblo anunciaban rebajas del Día de la Independencia y las campanillas de las puertas tintineaban alegres cada vez que entraban o salían clientes que hacían acopio de comida y bebida para las festividades.
Por lo general, a Elsa le ilusionaba la fiesta, pero las últimas semanas habían sido difíciles. Desde su noche con Rafe, Elsa se había sentido enjaulada. Impaciente. Desgraciada.
Claro que nadie en su familia se fijaba lo bastante en ella para advertir el cambio. En lugar de manifestar su infelicidad, Elsa se la tragó y siguió como si nada. Era lo único que sabía hacer.
Agachó la cabeza y simuló que nada había cambiado. Pasaba todo el tiempo que podía en su habitación, incluso cuando apretaba el calor estival. Encargaba libros de la biblioteca, libros «apropiados», y los leía de principio a fin. Bordaba paños y fundas de cojín. Durante la cena escuchaba la conversación de sus padres y asentía cuando era necesario. En la iglesia se tapaba el escandaloso corte de pelo con un sombrero cloche. Se excusaba diciendo que se sentía indispuesta y la dejaban en paz.
En las raras ocasiones en que se atrevía a levantar la vista de uno de sus queridos libros y a mirar por la ventana, veía el vacío de su futuro de solterona que se extendía hasta el horizonte y más allá.
«Aceptar».
La magulladura del mentón había desaparecido. Nadie, ni siquiera sus hermanas, había hecho comentario alguno al respecto. La normalidad había regresado a la residencia de los Wolcott.
Elsa pensaba en sí misma como en la dama de Shalott de la leyenda medieval, una mujer atrapada en una torre, víctima de un hechizo, incapaz de salir de sus aposentos, destinada para siempre a ser una simple espectadora de la vida. Si alguien de su familia reparaba en su repentina circunspección, no hacía comentario alguno ni preguntaba la causa. Lo cierto era que no se había producido un gran cambio. Hacía mucho tiempo que había aprendido a desaparecer sin moverse del sitio. Elsa era como una de esas criaturas cuyo mecanismo de defensa es mimetizarse con el paisaje y volverse invisible. Era su forma de enfrentarse al rechazo: callar y desaparecer. Nunca luchar. Si se mantenía lo bastante callada, los demás terminaban por olvidar su presencia y la dejaban tranquila.
—¡Elsa! —gritó su padre desde el pie de las escaleras—. Es hora de irse. No nos hagas llegar tarde.
Elsa se puso los guantes de cabritilla, ineludibles incluso con aquel calor espantoso, y se sujetó el sombrero de paja con un alfiler. Luego bajó.
Entonces se detuvo en mitad de las escaleras, incapaz de seguir. ¿Y si estaba Rafe en la fiesta?
El Cuatro de Julio era uno de esos raros acontecimientos en que el condado entero se daba cita. Por lo general cada pueblo hacía sus propias celebraciones, pero para esta fiesta acudían a Dalhart gentes de varios kilómetros a la redonda.
—Vámonos —dijo el padre—. Tu madre detesta llegar tarde.
Elsa siguió a sus padres al flamante Ford Modelo T biplaza descapotable color verde botella. Se apretaron todos en el asiento de gruesa tapicería de cuero. Aunque vivían en el pueblo y el Grange[2] estaba cerca, había mucha comida que transportar y, además, la madre prefería estar muerta antes que llegar a pie a una fiesta.
El Grange de Dalhart estaba decorado con banderitas rojas, blancas y azules. A la puerta había aparcados cerca de una docena de automóviles. La mayoría pertenecían a granjeros que habían prosperado en los últimos años y a los banqueros que habían financiado esa abundancia. Las mujeres del comité de ornato se habían esmerado y el césped de la entrada estaba verde brillante. Las flores crecían en alegre profusión a ambos lados de los peldaños que conducían a la entrada principal. Por todas partes había niños jugando, riendo, corriendo. Elsa no vio jóvenes, pero estarían en alguna parte, probablemente besándose a hurtadillas en algún rincón mal iluminado.
El padre aparcó en la calle y apagó el motor.
Elsa oyó música. El ruido de la fiesta se colaba por las puertas abiertas: cháchara, toses, risas. Dos violines acompañaban un banjo y una guitarra: Second Hand Rose era la canción.
El padre abrió el maletero, donde estaba toda la comida que María había tardado días en preparar. Comida cuyo mérito se atribuiría después la madre. Recetas que afirmaría haber heredado de sus antepasados, pioneros tejanos: tortas de melaza, pan de jengibre y especias de la tía Bertha, tarta de melocotón invertida y el jamón preferido del abuelo Walt con salsa de ojos rojos y sémola de maíz, todas elegidas cuidadosamente para señalar la importancia de los Wolcott en la historia de Texas.
Elsa siguió a sus padres llevando una cacerola de hierro todavía caliente y entraron en el granero.
En el interior se habían usado colchas de colores para todo: desde motivos de decoración a manteles. En la pared del fondo había varias mesas alargadas cubiertas de comida: jamones asados, estofados espesos y concentrados y bandejas de judías verdes fritas en grasa de tocino. Sin duda habría también ensalada de pollo, de patata, bocadillos de carne, panes, tortas de maíz, tartas y pasteles de todas clases. No había un habitante del condado a quien no le gustaran las fiestas y las mujeres se esforzaban por impresionar a las demás. Habría jamón ahumado, fiambre de conejo, rebanadas de pan con mantequilla recién hecha, huevos duros, pastelitos de frutas y fuentes de perritos calientes y galletas saladas. La madre los guio hasta una mesa de la esquina, donde varias mujeres del comité de ornato se afanaban organizando los platos de comida.
Las hermanas de Elsa estaban con ellas. La blusa de Suzanna estaba hecha con la seda roja de Elsa. Charlotte llevaba un pañuelo de seda color rubí alrededor del cuello.
Elsa se detuvo; la visión de sus hermanas con la seda roja la llenó de tristeza.
El padre se unió al corro de hombres que hablaba a voces junto al escenario.
Aunque el alcohol era ilegal debido a la Prohibición, lo había en abundancia para los hombres, inmigrantes robustos procedentes de Rusia, Alemania, Italia e Irlanda. Habían llegado allí con una mano delante y otra detrás y no estaban dispuestos a que nadie les dijera cómo debían vivir, ni los demás ni un gobierno federal que apenas se daba por enterado de la existencia de las Grandes Llanuras. Aunque su aspecto era un tanto raído, lo cierto es que muchos tenían bastante dinero en el banco. Cuando la fanega de trigo se vendía a un dólar y treinta centavos y cultivarlo costaba cuarenta centavos, todos en el pueblo eran felices. Un hombre podía hacerse rico si poseía tierras suficientes.
—Dalhart prospera —dijo el padre de Elsa haciéndose oír por encima de la música—. El año que viene pienso construir un teatro de la ópera, qué demonios. ¿Por qué tenemos que ir hasta Amarillo cuando queremos cultivarnos un poco?
—Lo que necesita este pueblo es electricidad —añadió el señor Hurst.
La madre continuó disponiendo los platos de comida, algo que, de acuerdo con sus exigencias, nunca estaba bien hecho en su ausencia. Charlotte y Suzanna reían con sus bonitas y bien vestidas amigas, la mayoría de las cuales eran madres jóvenes.
Elsa vio a Rafe con las familias italianas, en una esquina, junto a una mesa con comida. Su pelo oscuro, largo en la coronilla y corto alrededor de las orejas, necesitaba un buen repaso. La pomada lo hacía brillar, pero no lo domesticaba. Vestía una camisa sencilla, con los codos desgastados, pantalón marrón, tirantes de cuero marrón y pajarita de cuadros. De su brazo iba una bonita muchacha de pelo oscuro.
En las seis semanas transcurridas desde su encuentro, el rostro de Rafe se había bronceado aún más por las horas de faena en los campos.
«Mírame», pensó Elsa, y a continuación: «No me mires».
Simularía no conocerla. O, peor aún, simularía no verla.
Elsa se obligó a caminar y sus tacones repiquetearon en el suelo de madera.
Dejó la cacerola en la mesa de mantel blanco.
—Por Dios, Elsa, has puesto el jamón en la mesa de los postres. ¿Se puede saber dónde tienes la cabeza?
Elsa cogió la cacerola y la llevó a la mesa contigua. A cada paso que daba, se acercaba más a Rafe.
Apoyó la cacerola con el menor ruido posible.
Rafe volvió la cabeza y la vio. No solo no sonrió, sino que dirigió una mirada de preocupación a la joven que iba de su brazo.
Elsa apartó enseguida los ojos. No podía quedarse allí con ese anhelo que no la dejaba respirar. Y lo último que quería era pasar toda la velada sufriendo la indiferencia de Rafe.
—Mamá —dijo mientras se colocaba junto a su madre—. Mamá.
—¿No ves que estoy hablando con la señora Tolliver?
—Sí, perdón. Es que… —«No lo mires»—. Estoy indispuesta.
—Demasiado alboroto, supongo —repuso la madre mirando a su amiga.
—Creo que debería irme a casa —dijo Elsa.
La madre asintió con la cabeza.
—Por supuesto.
Elsa puso buen cuidado en no mirar a Rafe mientras se dirigía hacia la salida. Las parejas giraban en la pista de baile.
Abrió la puerta y salió a la tarde cálida y dorada. La puerta se cerró con un golpe a su espalda y amortiguó la música de violín y el ruido de pies bailando.
Se abrió paso entre los coches aparcados y dejó atrás los carros de caballos con que los granjeros menos prósperos acudían al pueblo para ese tipo de eventos.
La Calle Mayor estaba en silencio y bañada de un resplandor color mantequilla que pronto daría paso a la noche. Elsa subió al entablado.
—¡Els!
Se detuvo y se giró despacio.
—Perdóname, Els —dijo Rafe con expresión incómoda.
—¿Que te perdone?
—Debería haberte hablado. O saludado con la mano o algo.
—Ah.
Rafe se acercó de manera que Elsa sintió el calor que emanaba su cuerpo y olió el rastro de aroma a trigo.
—Lo entiendo, Rafe. Es muy bonita.
—Se llama Gia Composto. Nuestros padres decidieron que nos casaríamos cuando ni caminábamos aún.
Se acercó más y Elsa notó su aliento cálido en la mejilla.
—He soñado contigo —soltó Rafe de pronto.
—¿D-de verdad?
Rafe asintió con ligera expresión avergonzada.
Elsa se sintió como si estuviera al borde de un precipicio; a sus pies había una caída que le rompería los huesos. La mirada de él, su voz. Escrutó los ojos de Rafe, negros como la noche, llenos de sentimiento y un poco tristes, aunque Elsa no lograba imaginar qué motivo de tristeza podía tener.
—Reúnete conmigo esta noche —dijo Rafe—. A medianoche. En el viejo granero de los Stewart.
Elsa estaba en la cama vestida de pies a cabeza.
No debía ir; eso estaba claro. La magulladura de la mandíbula había desaparecido, pero la herida permanecía bajo la superficie. Las mujeres decentes no hacían lo que Rafe le había pedido.
Oyó a sus padres llegar a casa, subir las escaleras, abrir y cerrar la puerta de su dormitorio al final del pasillo.
El reloj de la mesilla marcaba las diez menos veinte.
Elsa permaneció tumbada con respiración jadeante mientras se hacía el silencio en la casa.
Esperando.
No debía ir.
Daba igual cuántas veces lo repitiera mentalmente porque en ningún momento, ni por un segundo, consideró hacer caso de su propio consejo.
A las once y media, apartó la colcha y salió de la cama. El calor era aún asfixiante, pero la ventana de la habitación daba al cielo nocturno de las Grandes Llanuras. El portal a la aventura de su infancia. ¿Cuántas veces había mirado por ella y enviado sus sueños hacia esos mundos desconocidos?
Abrió la ventana y trepó al enrejado. Fue como trepar al cielo estrellado.
Cuando aterrizó en la tupida hierba, esperó un momento, nerviosa, para comprobar si la habían oído, pero no se encendió ninguna luz. Rodeó la casa sin hacer ruido y cogió una de las bicicletas viejas de sus hermanas. Después pedaleó por la carretera, dejó la Calle Mayor y salió del pueblo.
El mundo de noche era grande y solitario de una manera a la que las gentes del lugar ya estaban acostumbradas, iluminado solo por las estrellas como cabezas de alfileres blancas en el negro cielo. Allí no había casas, solo kilómetros y kilómetros de oscuridad.
Cuando llegó al viejo granero, Elsa bajó de la bicicleta y la dejó en el pasto junto a la carretera.
Rafe no acudiría a la cita.
Pues claro que no.
Elsa recordaba cada una de las escasas palabras que le había dicho, cada matiz de la expresión de su cara al pronunciarlas. Esa sonrisa que empezaba siempre en una de las comisuras de la boca y después se extendía despacio. La pálida coma que le dibujaba una cicatriz en el mentón, la manera en que uno de los incisivos sobresalía un poco.
«He soñado contigo».
«Reúnete conmigo esta noche».
¿Le había contestado algo? ¿O se había limitado a mirarlo, muda? No lo recordaba.
Y sin embargo allí estaba, plantada sola a la puerta del granero abandonado.
Qué tonta era.
Si la sorprendían, lo pagaría muy caro.
Caminó y la grava de la carretera crujió bajo los tacones de sus zapatos oxford marrones. El granero se erguía amenazador y el tejado a dos aguas parecía colgar de una luna en forma de anzuelo. Varias tablillas se habían soltado y estaban dispersas por el suelo.
Elsa se abrazó como si tuviera frío, pero en realidad estaba sofocada.
¿Cuánto tiempo esperó? Lo bastante para empezar a sentir náuseas. Estaba a punto de volver por donde había venido cuando oyó el motor de un automóvil. Se giró y vio luces de faros acercarse por la carretera.
Fue tal su sorpresa que no podía moverse.
Rafe conducía demasiado deprisa, de forma temeraria. Los neumáticos hacían saltar la grava. Hizo sonar el claxon: ¡Pii! ¡Piiiii!
Debió de pisar a fondo el freno porque la camioneta derrapó hasta detenerse y quedó envuelta en una nube de polvo.
Rafe bajó de un salto.
—Els —dijo sonriendo mientras le ofrecía un ramo de flores rosa y malva.
—¿M-me has traído flores?
Rafe sacó una botella de la camioneta.
—¡Y un poco de ginebra!
Elsa no sabía cómo reaccionar a ambas cosas.
Él le ofreció las flores. Elsa lo miró a los ojos y pensó: «Esto era». Estaba dispuesta a pagar cualquier precio por ello.
—Te deseo, Els —susurró Rafe.
Ella lo siguió a la caja de la camioneta.
Las colchas ya estaban extendidas. Elsa las alisó un poco y se tumbó. Solo había un hilo de luz procedente de la guadaña de la luna.
Rafe se tumbó a su lado.
Elsa notó su cuerpo junto al suyo, oyó su respiración.
—¿Has pensado en mí? —preguntó él.
—Sí.
—Yo también. En ti, quiero decir. En esto.
Empezó a desabotonarle el cuerpo del vestido.
Elsa sintió fuego donde la tocaba. Arrebato. No podía fingir serenidad, no podía disimular.
Rafe le subió el vestido, le bajó los pololos y Elsa sintió el aire de la noche en la piel. Todo la excitaba, el aire en la piel, su propia desnudez, la respiración de Rafe.
Quería tocarlo, probar su sabor, decirle dónde quería, dónde necesitaba que l