Mi papá abrió los ojos tan grandes como una pelota de fútbol cuando le dije que mi tío Pepe me había invitado al estadio con mis primos.
—Pero... pero... ellos son de... ¿te vas a sentar en la barra de...?
Quedé esperando que terminara la frase, pero no lo hizo.
—¿De?
—¡De esos! ¡De ellos! —rugió.
—¿De qué estás hablando? ¿De quiénes?
—Dededede... ¡Del otro equipo!
—¿Por qué no lo puedes nombrar?
—¿Quién dice que no puedo?
—No lo has nombrado.
—No tiene nada que ver.
Se encogió de hombros y se fue al computador. No estaba enojado. Cuando se enoja habla con un tonito especial, como de cacatúa resfriada. En realidad, nunca he visto una cacatúa resfriada, es algo que se me ocurrió recién. Ni siquiera he visto una cacatúa.

Lo que quiero decir es que esta vez era algo diferente. Ese tono en su voz no lo había escuchado.
Cuando yo era muy chico, mi papá me llevaba al estadio y, al final del partido, me compraba un completo y una bebida. Después dejó de hacerlo. Una vez me dijo que era porque tenía mucho trabajo.
Mi papá es de Colo-Colo. «Colo-Colo ES Chile», explica a veces, muy seguro, sin que nadie le pregunte. El grito de Colo-Colo es «Chi chi chi, le le le, ¡Colo-Colo de Chile!». Tengo una foto, en mi pieza, con él en el estadio. Me acuerdo, pero poco. Era de noche, era invierno y hacía frío. Aparecemos los dos sonrientes, levantando los pulgares, con la camiseta del Colo-Colo, y la bandera y gorros y bufandas del equipo.

Cuando nací, mi papá puso un peluche junto a mi cuna. Era un cacique mapuche con la camiseta del Colo. Todavía lo tengo.
Fui hasta el computador.
Lo pillé viendo videos en YouTube.
—Buena. ¿No que estabas trabajando?
—Estoy tomando un descanso para despejar la cabeza. Me sorprendiste justo.
Me acerqué y le puse la mano en la espalda.
—Papá...
—¿Sí?
—¿Estás bien?
—Claro. ¿Por qué?

—¿Qué estás viendo?
El título del video de YouTube decía «Colo-Colo Libertadores 1991», pero le había puesto pausa justo cuando yo llegué.
—¿1991? —le pregunté—. ¿Un episodio de Cavernícolas Unidos contra Dinosaurios Fútbol Club?
—Muy gracioso. Observa y aprende —respondió.
Apretó el botón y las figuras empezaron a moverse. En el video era de noche. Las imágenes no tenían mucha definición, pero estaban bien. El estadio Monumental estaba iluminado y repleto.
—¿Qué es? —pregunté.

—La final de la Copa Libertadores de 1991, hijo.
—¿Final?
—Sí.
Me interesó y me senté a su lado.
—Es el 5 de junio de 1991. El rival es Olimpia de Paraguay. Ellos eran el campeón vigente de la Libertadores.
Mi papá me contó que una semana antes de ese partido el Colo había empatado contra ellos en Asunción. Había que ganar en Santiago, en el Monumental, «nuestro estadio», recalcó.
Subió el volumen del video. El estadio estaba que explotaba. Colo-Colo llevaba su uniforme tradicional: medias blancas, pantalón negro y la camiseta blanca.
—Nunca, nunca antes —dijo—, un equipo chileno había sido campeón de América. A nosotros mismos nos robaron la Copa en 1973, en una final en la que el árbitro casi dio la vuelta olímpica con nuestros rivales. Este era un partido que... mira, toca.
Me pasó su brazo. Tenía la piel de gallina, o sea, los poros de donde salen los pelos estaban como levantados (un poco guácala, la verdad).
—Ya no era solo el Colo, era Chile entero —concluyó mi papá.
Resulta que a los equipos chilenos que competían en esta copa, hasta entonces, les tenían un cantito: la copa, la copa, se mira y no se toca. ¡Qué bullying! Era bien desagradable... aunque cierto: Chile miraba la Copa Libertadores, pero nunca la tocaba.
—Colo-Colo y Unión Española en los años setenta llegaron a la final. Cobreloa, en los ochenta, llegó dos veces y perdió. Había una maldición.
Pero esa noche Colo-Colo, según mi padre, era un equipo eléctrico.
Primer gol: doce minutos del tiempo inicial. Rubén Espinoza, casi desde la medialuna rival, saca un pase perfecto, a ras del suelo, para Luis Pérez que, con pelota dominada apenas entra unos metros en el área rival y la clava, baja, en la esquina del arco. Gol.
—¡Con ese resultado ya éramos campeones, hijo!
Mi papá estaba hablando fuerte. Si no lo conociera, diría que estaba gritando. Eh... en realidad estaba gritando.

Cinco minutos después, un jugador de Colo-Colo, veloz como un diablo, corre por la franja derecha.
—Marcelo Barticciotto, hijo. El Barti. Que no se te olvide.
El Barti —no se me olvida— saca un centro a la mitad del área de Olimpia. El defensor falla y ahí está Luis Pérez, el mismo que había hecho el 1 a 0, para recibir el balón y mandarlo para adentro. 2-0.
—¡GOOOOOOL! —saltó mi papá.
Yo también salté, pero de susto.

