Barrio Bravo Mundial

Roberto Meléndez

Fragmento

EL HÉROE QUE PROPUSO EL DESTINO

El héroe que propuso el destino

La desconocida selección de Zaire había conseguido el boleto africano para la Copa del Mundo de Alemania ‘74 y el dictador Mobutu no escondía su orgullo. Así lo manifestó públicamente al asegurar que el hito conquistado por los jugadores y el cuerpo técnico, rodeados del éxito que construye la categoría de héroes contemporáneos, no sería en vano ni gratuito. Las calles de Kinsasa y de cada rincón del territorio eran una fiesta.

Mobutu llamó a su despacho al técnico yugoslavo Blagoiev Vidinić, a quien él mismo contrató, y junto al humo de un habano y una botella de vodka rieron y platicaron con entusiasmo sobre el futuro. Mobutu prometía un nuevo estadio, instalaciones de primer nivel y reforzar la liga local inyectando los recursos necesarios para hacer de la primera nación subsahariana en clasificar a una cita global de la redonda la cuna futbolística del África negra. Blagoiev asentía a todo lo que oía. Se vio reconocido e incluso, con el vodka bailando en su cuerpo, se permitió conversar sobre algunos problemas de su vida privada, más propiamente del corazón. Mobutu, con su presencia robusta y aire militar, medio en broma medio en serio, le manifestó que cualquier diligencia «la resolverían», apuntando a una metralleta que mimaba el lado derecho del escritorio. El técnico soltó una leve mueca disfrazada de risa, minimizando sus sentimientos: el alcohol en la sangre se iba a la banca frente al miedo y los temas personales rápidamente los dejó de lado. Blagoiev retomó el balón como escudo, buscando distraer, así, los ojos imperturbables de quien tenía al frente. Mobutu le ofreció otro habano y Blagoiev lo aceptó de inmediato.

El país, que pocos años atrás era conocido como el Congo Belga (y hoy es la República Democrática del Congo), vivía entonces una fuerte revolución nacionalista encarnada en la figura de su líder, Mobutu Sese Seko Nkuku Ngbendu wa Za Banga, nombre que traducido al castellano sería algo como «El guerrero todopoderoso que, debido a su resistencia y voluntad inflexible, va de conquista en conquista, dejando el fuego a su paso». No es difícil desprender, entonces, la presunción bélica y de iluminación del dictador, ni proyectar así su personalidad en la configuración del país. Para Mobutu, un sujeto astuto, retóricamente hábil, disciplinado militarmente y sin afección definitiva por ningún lado del muro —ni capitalista ni comunista—, su verdadera convicción era bordear y penetrar a través de la conveniencia, y así controlar el poder total de la nación: desde la ley hasta la vida humana. Y por supuesto, también el fútbol, donde había puesto ambos ojos. Reconocía el arraigo popular de la pelota y estaba al tanto de la atención internacional que esta capturaba. Un lugar en el fútbol era un lugar en el mundo, pensaba. Y un lugar del que Zaire, o más bien Mobutu, aún no se sentía parte ni reconocido. Por eso la participación de la selección en la Copa del Mundo era un tremendo hito, uno que ayudó a conseguir sin importar los medios. Ninguno.

No hubo árbitro que no recibiera su recado. En la cancha, Zaire se perfilaba como una selección en crecimiento; en los resultados, con las gambetas del dictador en la sombra, era un equipo ganador.

Luego de la clasificación, Mobutu mandó a construir un salón especial para ver los partidos del torneo de la fifa. Pidió, por supuesto, una caja especial de vodka importado. Y envió una guardia especial a Alemania, para que la comitiva deportiva estuviese segura y… no olvidara a quién representaba.

La selección de Zaire caminaba por Alemania con el ánimo distendido, con la sensación del deber cumplido y disfrutando cada segundo de lo que era, realmente, un sueño. No se trataba de jugadores totalmente inexpertos, ya que en ese país africano existía una liga de márgenes semiprofesionales, pero, obviamente, ninguno calzaba lo de Cruyff o Beckenbauer. Y la prensa así se los hacía saber al ignorar cada una de sus prácticas y no mostrar interés en recoger los testimonios de su aventura especial. La desconfianza hacia un fútbol desconocido y los fuertes rumores de arbitrajes más que extraños en las eliminatorias africanas le quitaban crédito a un momento extraordinario e histórico. «Harán el ridículo», era una apuesta segura de varios especialistas. Como fuere, todo esto a Mwepu Ilunga le daba igual.

Ilunga, de 24 años, corría de un lado para otro expresando un regocijo sincero mientras mostraba sus enormes dientes blancos cada vez que venía alguna fotografía. También se ponía coqueto cuando alguna rubia alemana miraba al grupo de futbolistas con curiosidad. Sonreía sin poder frenarse, sin querer hacerlo. Nunca creyó que llegaría tan alto ni que ese balón de trapo con el que algún día jugara con los curas flamencos serviría para algo. Tampoco creyó que esos trotes eternos escapando de su casa para tener unas horas de francés y un plato de comida serían vitales para eso que el profe Blagoiev llamaba «condición física». Ilunga solo quería que empezara la competencia, medirse con los buenos de verdad, dejar la piel en la cancha y, al volver, encontrar todo lo que el gobernante no escatimó en ofrecer. Se embrujaba ante su propia imagen conduciendo un automóvil y lo tranquilizaba la idea de un hogar propio, comprendiendo por primera vez el sustrato calmo de la felicidad.

Como era de esperar, el primer partido fue una derrota. No obstante, el seleccionado debutante podía irse con la cabeza en alto. Es cierto que las descoordinaciones defensivas no parecían estar a la altura del evento, pero el espíritu de lucha no decayó jamás en los muchachos de Blagoiev e incluso ofrecieron más de una acción de riesgo en el arco rival. No, no hicieron el ridículo que muchos esperaban. Fue un 0-2 frente a una selección reconocida como la de Escocia y, de pasada, se sacaron los nervios típicos del debut. Ilunga fue titular. Pegó un par de lindas caricias.

Sin embargo, desde la opulencia de palacio, Mobutu se sintió ofendido por lo que el mundo había visto. Cada ocasión de peligro escocesa revistió un puñal a la identidad del dictador, como cada ocasión ofensiva desperdiciada lo hacía vaciar al seco el vaso del que bebía. Sin mediar mayores cavilaciones, se retractó al instante de cada una de las promesas que le hiciera a los futbolistas antes de viajar a Alemania. Mobutu no dudó en increpar públicamente el accionar del equipo y renegó de ellos tras los noventa minutos.

Una vez enterada de la noticia, la selección quiso rebelarse, representar el descontento, pero no había nada firmado, aun cuando esto tampoco hubiese servido. Fue ahí, en esa justa rabieta en un hotel en Dortmund, que los jugadores tomaron —como señal de protesta— la decisión de no darlo todo en el siguiente compromiso. El significado de eso no solo era un delirio para el fútbol y un garabato a la pelota, ya que si Zaire tenía pocas posibilidades jugando en serio, al no hacerlo pavimentaría su propio caos al entregar en bandeja una invitación abierta a la ira de Mobutu. Pero los deportistas, i

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