¿Sabes guardar un secreto?
Yo no, pero no es culpa mía. Los feéricos somos muy traviesos. En el fondo no somos malos, aunque quizá sería un error considerarnos buenos. Pocas cosas en la vida resultan tan sencillas.
Si eres humano, y espero que así sea, quizá seas capaz de escuchar esta historia y guardarla a buen recaudo. Según me han contado, a los humanos se les da mejor hacer eso que a los feéricos. Pero si no eres humano, y cabe la posibilidad de que no lo seas, no te enfades conmigo por lo que estoy a punto de decir. Al fin y al cabo, forma parte de mi naturaleza.
Algunos niños nacen con la creencia de que son humanos, solo para acabar descubriendo que algo mágico habita en sus huesos. Hace doce años, una de esos niños, una muchacha llamada Rosemary Thorpe, nació de una madre humana de pura cepa en el pueblo de Point Pleasant, al oeste de Virginia. Rosemary era una buena estudiante, una hija ejemplar y una pintora con mucho talento. También era un poco listilla, según su madre, algo que Rosemary siempre se tomó como un cumplido. Tenía el pelo trigueño y unos grandes ojos castaños, y sentía predilección por vestir de gris. Le gustaba coleccionar piedras y perderse entre los frondosos árboles que rodeaban su casa, y detestaba el sonido estridente de los ordenadores, los televisores y los teléfonos. Aunque se lavaba el pelo, cumplía con sus labores, casi nunca mentía y siempre era educada, a Rosemary le costaba mantener sus amistades. Porque, verás, a la mayoría de los humanos no les gusta que nadie les cuente cómo van a morir.
Rosemary recibió su primera reprimenda a los cuatro años, cuando informó al cartero de que no debería comer tarta con tanta ansia, porque estaba condenado a asfixiarse con una de ellas. En primer curso, la castigaron por decirle a su profesor que no fuera tan estricto con Trevor, porque no llegaría a Navidad. En tercero la enviaron al despacho del director por informar a la bibliotecaria de que las estanterías eran inestables y que encontraría un final rápido y desagradable a no ser que las reparasen. La expulsaron por primera vez en quinto, por hacer que una compañera de clase se desmayase cuando le explicó que iba a caer un rayo dos veces, y que en ambos casos lo haría sobre su cabeza. Y Rosemary Thorpe acabó expulsada de forma permanente en sexto, cuando sus compañeros se sentaron en círculo durante el recreo y todos y cada uno de ellos recibieron una funesta predicción, hasta que ocho familias se quejaron.
Estudiar en casa fue una actividad solitaria, pero a Rosemary no le importaba. Le dejaba tiempo para leer, escribir en su diario y, lo más importante, trabajar en sus dibujos.
Eleanor Thorpe, la madre de Rosemary, era una mujer muy amable con un semblante de aflicción perenne. Aunque era bastante joven comparada con las demás madres, tenía cuatro arrugas marcadas sobre la frente, todas ellas producto de la preocupación. Preparaba una empanada de ruibarbo riquísima, tenía una voz bonita y melodiosa, y siempre pagaba sus facturas a tiempo, pero tenía los labios fruncidos en una mueca permanente. Y cuando Rosemary dejó su diario sobre la mesa de la cocina, Eleanor arrugó el ceño, gesto que sumó dos arrugas nuevas a su rostro.
Rosemary había aprendido que la gente no quería saber si acabaría aplastada como una tortita por un autobús, o si vivirían hasta los ochenta y ocho años, cuando les daría por intentar bucear entre tiburones tigre. Así que, en vez de contarlo, decidió dejarlo por escrito. Era lo bastante inteligente como para saber que no debía disgustar a la gente, y lo bastante resolutiva como para encontrar un modo de expresar lo que veía, al tiempo que mantenía contenta a su madre. A menudo hacía dibujos para acompañar esas historias, lo que implicaba consumir un montón de ceras rojas, después lápices de color, y luego acuarelas y otros pigmentos. A veces, esos funestos destinos correspondían a gente que conocía. Con frecuencia, afectaban a desconocidos. En ocasiones, pintaba cosas agradables, como unicornios al lado de edificios de color rosa, un grupo de chicos en una feria o amigos explorando un bosque, pero los fragmentos de su imaginación nunca acaparaban tanta atención como las partes más sombrías de su ser.
Y Eleanor, como humana de pura cepa que era, no sabía cómo encontrar sentido al don de Rosemary, aunque pensó que a lo mejor unos tipos vestidos con batas blancas podrían ayudarla. La casa olía a galletas recién horneadas el 27 de agosto del duodécimo año de Rosemary, cuando un psicólogo llamado Jeffrey y una enfermera llamada Susan — aunque sus nombres son lo de menos — se presentaron allí. Su madre le prometió que iría a un lugar bonito, un hospital prestigioso para niños y adolescentes singulares. En esa clínica donde estaría internada, dijo Eleanor, impartían clases de música, daban zumo de naranja y disponían de un establo repleto de caballos terapéuticos. Rosemary solo tendría que tomar medicinas tres veces al día, al menos hasta que empezase a pintar dibujos de flores, paisajes y puestas de sol. Flores, añadió Eleanor, que no estuvieran encima de una tumba.
Nuestra historia no comienza con las maletas de Rosemary, ni con la despedida entre lágrimas de su madre, ni con la casa haciéndose más y más pequeña mientras la observaba por la ventanilla trasera del coche de Jeffrey. Tampoco empieza con la relajante música de jazz que suena por los altavoces, ni con el carril de aceleración de la autopista, ni con el mareo ocasionado por estar montada en un vehículo con un conductor empeñado en cambiar de carril continuamente.
La historia comienza a las tres horas de camino, cuando el doctor y la enfermera — que bien podrían ser gente muy simpática, o todo lo contrario — tomaron una salida en la autopista para comprar tres hamburguesas con queso, un cubo de patatas rizadas y un batido de fresa. Fue entonces cuando Susan giró la cabeza por encima del hombro y encontró el asiento trasero completamente vacío. Y aunque no habían parado el coche, aunque la niña no tenía ningún sitio a donde ir, era indudable que Rosemary Thorpe había desaparecido.
El rostro de la muchacha se sumó a los carteles de niños desaparecidos que decoran las comisarías de policía de todo el mundo. Jeffrey el psicólogo y Susan la enfermera perdieron sus empleos, por supuesto, ya que es imposible conservar tu título si extravías menores de edad. Y Eleanor, aunque era una mujer muy dulce, ocultaría para siempre el hecho de que una pequeña parte de sí misma se sentía aliviada por haber dejado de ser responsable de una niña que pensaba tan a menudo en la muerte.
Rosemary Thorpe era mitad humana. Pero también era mitad otra cosa.
Y ahora sabes cómo hemos llegado a la escuela para feéricos rebeldes.
Supongo que puedes llamarme Fern, aunque ese no es mi nombre. El resto puedes ignorarlo, porque esta historia no trata sobre mí. Pero como soy yo quien te la está contando, creo que voy a llamar a ese internado «Fern’s». Tal vez lo sepas, o tal vez no: cuando eres tú el que cuenta un secreto, puedes modificar cualquier detalle que te apetezca. Si la directora se entera de que me he apuntado el mérito por la escuela que construyó ella, seguro que se enfadaría bastante. Pero creo que estoy a salvo. Si quiere corregirme, tendrá que anunciar a los cuatro vientos que ella es la responsable de este hogar para rebeldes. Y eso es algo que no hará nunca, porque es un secreto.
O lo era, hasta ahora.
El estómago de Rosemary hizo un ruido a caballo entre un gemido y un gruñido para informarle de que era la hora de comer.
— No te preocupes. — Susan giró la cabeza hacia atrás y le dirigió una sonrisa —. Pararemos en la próxima salida y te compraremos algo.
Rosemary sabía que era de buena educación sonreír a la enfermera, pero no tenía muchas ganas de hacerlo. Continuó mirando por la ventanilla, con la mirada perdida, mientras los pinos de Virginia, los arbustos y el tráfico se difuminaban a lo largo de la autopista. Se sentía demasiado afligida como para llorar, demasiado enfadada como para reaccionar, y era demasiado inteligente como para reconcomerse con el quién o el porqué.
Porque ella sabía por qué. Y era injusto.
Era injusto que hubiera tardado varios años en comprender los entresijos de la gente y sus expectativas, pero, una vez que cerró la boca y dejó de anunciar la muerte de los demás, todo debería haber ido bien. Sin embargo, su madre había decidido echarla de casa, sin importar lo bien que se hubiera portado o lo mucho que hubiera intentado ser normal.
Así que observó cómo los árboles se desdibujaban hasta formar una maraña de colores al otro lado de la ventanilla e imaginó que era libre, que era fuerte y que estaba corriendo muy muy rápido, a la par que el coche. Habría ignorado a Susan por completo si la mujer no hubiera añadido algo más.
«¿Qué?», planeaba decir Rosemary. Abrió la boca para formular esa pregunta, pero la palabra se le quedó atorada cuando vio que Jeffrey, Susan y ella ya no eran los tres únicos ocupantes del coche.
Había oído la voz de una mujer, pero Susan no se había dado la vuelta. De hecho, la enfermera no había abierto la boca. Los árboles ya no eran manchas de color verde y marrón, sino troncos altos y nítidos con unas hojas completamente inmóviles. Los coches de la autopista se detuvieron, estaban paralizados. Y a su lado había alguien sentado que no debería estar allí.
— Bonito truco, ¿eh? — dijo la mujer.
Al menos, Rosemary pensó que era una mujer. Tendría unos veinte años, quizá trece. Había algo en su rostro que hacía imposible discernir si era una adulta o una niña. Tenía el pelo rojo como una llamarada, recogido en unas trenzas fantásticas, y un generoso reguero de pecas sobre la nariz y las mejillas. Y aunque hacía un día radiante y seco, el coche empezó a oler de repente a tierra mojada, justo después de haber llovido.
— Has parado el tiempo — dijo Rosemary con voz baja y entrecortada.
La desconocida sonrió como si se sintiera satisfecha consigo misma.
— O... me he quedado dormida. Eso es lo que ha pasado, ¿verdad?
— Ay. — La mujer levantó el labio inferior con un gesto compasivo. El mohín iba dirigido a Rosemary —. Me temo que es algo mucho más complicado que eso.
A Rosemary no le quedaba aire en los pulmones cuando preguntó:
—¿Quién eres?
La mujer suavizó su expresión.
— Puedes llamarme Fern. Y tengo una pregunta importante.
Lo más probable era que Fern estuviera esperando una reacción por su parte, pero Rosemary alternó la mirada rápidamente de un objeto paralizado a otro mientras se afanaba por encontrarle algún sentido a lo ocurrido. Jeffrey seguía sin moverse. Los coches permanecían anclados en el sitio. Parecía como si fueran las dos únicas personas en el mundo que podían hablar, o moverse, o...
—¿Qué está pasando?
— Es una decisión. — Fern guiñó un ojo. Tamborileó con un dedo sobre su barbilla, después señaló a Rosemary —. Estoy aquí para preguntarte si quieres irte con... ¿Quiénes decías que eran? Ah, sí, vas de camino a una especie de hospital. No sé si será uno bueno o uno malo.
Rosemary negó con la cabeza tan rápido que se mareó.
— No — replicó.
— Bueno, déjame terminar — dijo Fern —. Todos tenemos una oportunidad de elegir.
— No — repitió Rosemary. Pensó en los hospitales, en sus luces radiantes, en sus pastillas de colores, en sus adultos con batas blancas y semblante serio. Pensó en su madre diciéndole adiós desde el porche. Pensó en lo que tenía por delante y lo tuvo claro —. No voy a ir con ellos.
Fern frunció el ceño mientras alternaba la mirada entre el médico, la enfermera y la niña.
—¿Pase lo que pase?
— Pase lo que pase.
Atrás quedaron el calor de finales de agosto, el coche, el doctor Jeffrey y la enfermera Susan.
En su lugar había un remolino vertiginoso donde era imposible distinguir el derecho del revés.
Parecía como si alguien hubiera agarrado a Rosemary por la parte trasera de la camiseta y la hubiera lanzado por los aires. Cerró los ojos mientras todo daba vueltas. Se le puso el estómago del revés. Pegó un grito cuando se le clavaron unas piedrecitas en las rodillas y en las palmas de las manos. Resolló cuando frenó en seco en el suelo. Se esforzó por recobrar el aliento. Le dolieron los pulmones al respirar aire frío, fue como inspirar una bocanada en pleno invierno cuando estaba preparada para el verano. Se aferró el pecho y miró a su alrededor con nerviosismo.
Musgo. Raíces. Tierra. Pies. No era invierno. Tampoco verano. Un momento: ¿pies? ¿De quién eran esos pies?
Alzó la mirada y vio a un hombre de aspecto hastiado con unos carrillos rollizos y juveniles que dificultaban determinar su edad. Al igual que la mujer pecosa de las coletas que había en el coche, este recién llegado podría tener o quince años o cuarenta y cinco a ojos de Rosemary. El tipo se metió las manos en los bolsillos y arqueó una ceja con un gesto expectante. Al contrario que la bata blanca del laboratorio y la barba incipiente del doctor, aquel hombre tenía la piel bronceada y el pelo oscuro, peinado hacia atrás. Vestía una camisa de franela que parecía más apropiada para talar árboles que para llevar niños a hospitales.
—¿Puedes mantenerte en pie sin ayuda? — preguntó —. ¿O debería avisar a alguien?
Rosemary no pudo determinar si la segunda parte era una amenaza o una pregunta.
Era un sueño. Tenía que serlo. Seguramente, se había quedado dormida mientras esperaba las hamburguesas con queso y se sumió en una ensoñación que no tenía lógica, sentido ni explicación.
Rosemary se enderezó lentamente, cargando el peso sobre las rodillas, después se llevó un sobresalto mientras asimilaba plenamente el entorno. Todos los árboles tenían aspecto nudoso, estaban girados y retorcidos en ángulos extraños, con las ramas apuntando al cielo. Había musgo aferrado a algunos de ellos, y en otros, porciones de liquen. El espacio entre los troncos resultaba inquietante y vacío, sin rastro de nada en kilómetros a la redonda. Pero había algo más allí cerca...
Varios hongos de color rojo y blanco brotaron ante ella. Uno, después tres, cinco, diez... Rosemary se dio la vuelta lentamente y se dio cuenta de que había demasiados en derredor como para contarlos, con ella y aquel desconocido en el medio.
—¿Quién es usted? — preguntó, y le sorprendió lo ronca que sonó su voz. Era la segunda vez que hacía esa pregunta en diez minutos —. ¿Qué está pasando? ¿Y dónde está la mujer? ¿Fern?
— Soy Dante — respondió el hombre. Extendió una mano. Rosemary deslizó los dedos sobre la palma callosa del desconocido, que la ayudó a incorporarse —. Y no volverás a ver a Fern. Al menos, espero que no, siempre que no haya más entregas imprevistas. — Luego, como si hablara consigo mismo, refunfuñó —: Ni siquiera teníamos previsto venir a buscarte. Ahora que el mundo se desmorona, Fern debería saber que es el peor momento posible para añadir un nuevo estudiante.