No somos princesas, somos guerreras

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Fragmento

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El vuelo de la mariposa

Násara Iahdih Said

Wiam no recordaba cuándo había comenzado a bailar. En su memoria siempre se veía a sí misma moviendo su cuerpo al ritmo de la música de Warda, su artista favorita. La música era su pasión, y no había ocasión que Wiam desperdiciara para soltar su corta melena rizada y ponerse a bailar y cantar alegremente. Un día, al poco de cumplir once años, mientras bailaba en su cuarto, notó que un hilo de sangre caliente se escapaba por debajo de su falda. Corrió a contárselo a Fátima, su madre, quien, tras un largo silencio y con lágrimas en los ojos, le dijo:

—Hija mía, ya eres toda una mujer.

Wiam no entendía por qué a su madre le apenaba tanto su menstruación ni por qué esa frase le había sonado como una sentencia, pero enseguida lo descubrió. Esa misma noche, Fátima le contó la noticia a Mohamed, su padre, y este, preocupado, se apresuró a ordenar que Wiam debía comenzar a usar el hiyab, un velo que cubriría su precioso cabello rizado. Fátima no se opuso a su marido ya que, aunque la familia vivía en Madrid desde hacía muchos años y Wiam era española, conservaban esa tradición religiosa. Una tradición que el padre de Wiam insistía en mantener. Su mayor preocupación era que su hija fuera una buena musulmana y no pudiera poner en entredicho el honor de su familia. Y, para ello, Wiam debía alejarse de las tentaciones que pudieran desviarla.

Al día siguiente, Fátima le colocó a Wiam el velo por primera vez. Aunque su madre había escogido una tela muy fina, la niña sintió que aquel velo pesaba toneladas. Sin embargo, y a pesar de la tristeza y la rabia de tener que taparse solo por ser mujer, Wiam conseguía desahogarse gracias a la música y la danza. Ansiaba el momento de llegar a casa para encerrarse en su habitación, quitarse el hiyab, ponerse los cascos y dejarse llevar por los ritmos que, antes que ella, habían bailado sus abuelas y bisabuelas. Era tal la felicidad que sentía cada vez que cantaba y bailaba que un buen día decidió que era el momento de confesarle a sus padres su gran sueño.

—Mamá, papá, ahora que me he convertido en una mujer tengo claro lo que quiero ser —comenzó la pequeña, con la voz entrecortada por la emoción—. ¡Quiero ser artista!

La gran sonrisa que iluminaba su rostro tardó poco en desvanecerse. Su padre, evidentemente enfurecido, contestó tajante:

—Esas ideas no son propias de mi hija. No sé quién te las habrá metido en la cabeza, pero eso es pecado y estás ofendiendo a nuestro Dios, Allah.

Wiam no había esperado esa respuesta. Para ella era impensable que a Dios le pareciera pecado algo tan bello como la música y el baile.

—Pero, papá, solo quiero ser como Warda, mi cantante favorita —replicó Wiam, a punto de echarse a llorar—. No hay nada de malo en cantar y bailar…

—Me avergüenzan tus palabras, hija. Fátima, Wiam necesita más mano dura y estudiar la palabra de Dios para ser una buena musulmana —le dijo Mohamed a su mujer—. A partir de hoy, en esta casa se prohíbe la música y el baile porque son producto de Al-shaitan, son producto del demonio.

Fátima solo asintió con la cabeza. Wiam se quedó muda, incapaz de articular palabra para replicar. De todos los castigos posibles, este era, sin duda, el peor que podía imaginar. Al mismo tiempo, se sentía culpable por haber defraudado a su padre y por amar tanto algo que era pecado y la apartaba del cariño de su familia.

A partir de ese día, todo su mundo cambió. Su casa, que hasta entonces había sido su refugio, se convirtió en una cárcel silenciosa en la que su voz y su cuerpo eran prisioneros de la tradición religiosa. Nunca había pensado que convertirse en mujer pudiera ser tan triste.

Pasaron los meses y Wiam seguía sumergida en ese silencio. Ella, que había volado como una mariposa, ahora arrastraba los pies al caminar y se pasaba la tarde hecha un ovillo en su cama. Sus padres, que veían cómo la luz de su hija se iba apagando, hacían lo posible por animarla. Su madre, cuya preocupación aumentaba cada día, le preparaba tajín, su plato favorito. Su padre le compraba dulces a la salida del trabajo y le hacía pequeños regalos, pero cualquier esfuerzo era en vano. Sin música, Wiam no era feliz…

Una tarde, mientras intentaba estudiar en su cuarto, escuchó una melodía conocida y risas provenientes de la calle. Wiam saltó de la cama y corrió hacia su ventana, desde donde pudo observar la escena. Cuatro niñas de su misma edad cantaban «Waka-waka», de Shakira, y al mismo tiempo bailaban una coreografía con gracia. Como por arte de magia, los ojos de Wiam volvieron a iluminarse. Una enorme sonrisa se dibujó en su cara y, poco a poco, sus pies comenzaron a moverse. El ritmo fue subiendo por sus pantorrillas, muslos, caderas… Hasta llegar a su torso, brazos, manos… Wiam intentó detenerse. ¡Esto era pecado! Pero su cuerpo ya no le respondía, la música la obligaba a moverse, y cuando quiso darse cuenta, ella misma cantaba a voz en grito:

Samina mina ¡eh!, ¡eh!

Waka waka ¡eh!, ¡eh!

De repente, Wiam escuchó unas palmas a sus espaldas. Con el corazón encogido se volvió y descubrió a su madre en el quicio de la puerta. Fátima daba palmas y sonreía, al mismo tiempo que le caían lágrimas por las mejillas. Wiam, asustada y confundida, se acercó a ella.

—Mamá, ¿por qué lloras? —preguntó con voz temblorosa.

—Hija, te voy a confesar un secreto —contestó Fátima.

—¿Qué secreto, mamá?

Fátima dudó un instante, pero finalmente cerró la puerta y se sentaron juntas en la cama. Entonces, para sorpresa de Wiam, Fátima comenzó a cantar una canción preciosa:

La noche y su cielo, sus estrellas, su luna,

y nosotros pasando la noche en vela.

El amor está despierto toda la noche dándonos de beber

y hablándonos con gran felicidad.

Vivamos en los ojos de la noche (...)

En una noche de amor tan dulce

como mil y una noches, mil y una noches, mil y una noches.

Wiam no podía creer lo que oía. Su madre tenía una voz mágica, la más bonita del mundo. Y, aunque se sentía feliz, no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. Al finalizar el canto, sus ojos se encontraron con los de su madre y, por primera vez, Wiam se dio cuenta de lo mucho que se parecían.

—Cuando yo era pequeña, me parecía mucho a ti. Me encantaba la música, y todas las noches le cantaba a las estrellas y a la luna junto a mi abuela —le explicó su madre con la voz quebrada por el recuerdo.

—¿Y qué pasó, mamá?, ¿por qué nunca te he escuchado cantar? —le preguntó la dulce Wiam.

—Tuve que casarme y renunciar a todo, por el honor de mis padres y de toda mi familia —respondió Fátima con amargura.

Wiam asintió, pues era la respuesta que esperaba.

—Yo también renuncio por vosotros, mamá. No volveré a bailar ni a cantar, lo prometo —sentenció, convencida de sus palabras.

—No, hija. No habrá más mujeres tristes en esta familia. Cantarás, bailarás y serás feliz por mí y por todas las que no pudimos serlo.

—Pero ¿y papá? —preguntó Wiam, turbada

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