Piensa como un monje

Jay Shetty

Fragmento

Introducción

Introducción

Si buscas una idea nueva, lee un libro viejo.

Atribuido a IVÁN PÁVLOV (entre otros)

Cuando tenía dieciocho años, en mi primer año de universidad, en la Escuela de Negocios Cass de Londres, uno de mis amigos me pidió que lo acompañase a una charla de un monje.

—¿Qué pinto yo en la charla de un monje? —me resistí.

Solía ir a conferencias de CEO, famosos y otras personas de éxito en la universidad, pero un monje no me interesaba lo más mínimo. Prefería escuchar a ponentes que realmente hubiesen conseguido alguna cosa en la vida.

Mi amigo insistió y al final le dije:

—Me apunto si después vamos a tomar algo.

«Enamorarse» es una expresión que se utiliza casi exclusivamente para describir relaciones románticas. Pero esa noche, escuchando al monje hablar de su experiencia, me enamoré. El tipo del escenario era un indio treintañero. Tenía la cabeza rasurada y llevaba una túnica de color azafrán. Era inteligente, elocuente y carismático. Habló del principio del «sacrificio desinteresado». Cuando dijo que debíamos plantar árboles a cuya sombra no teníamos intención de sentarnos, sentí que un escalofrío extraño me recorría el cuerpo.[1]

Me impresionó especialmente descubrir que había estudiado en el IIT de Bombay, que es el MIT de la India y, como este, un lugar al que es prácticamente imposible acceder. Le había dado la espalda a esa oportunidad que mis amigos y yo perseguíamos para convertirse en monje. O estaba loco o había descubierto algo importante.

Siempre me ha fascinado la gente que ha pasado de no tener nada a tener algo: historias de personas pobres que hacían fortuna. Ahora, por primera vez, me encontraba ante alguien que había hecho lo contrario a propósito. Había renunciado a la vida que, según la sociedad, todos deberíamos desear. Pero, en lugar de ser un fracasado resentido, daba la impresión de estar alegre y en paz, de tener seguridad en sí mismo. De hecho, nunca me había topado con nadie que pareciese tan feliz. A mis dieciocho años, había conocido a mucha gente rica. Había escuchado hablar a no pocas personas famosas, fuertes, guapas o las tres cosas a la vez. Pero creo que no había conocido a nadie verdaderamente feliz.

Cuando acabó la charla, me abrí paso a empujones entre la multitud para decirle lo extraordinario que era y lo mucho que me había motivado.

—¿Cómo puedo pasar más tiempo con usted? —me oí preguntar; sentía el impulso de estar con gente que tuviese los valores, y no las cosas, que yo deseaba.

El monje me dijo que durante toda esa semana estaría viajando por el Reino Unido dando charlas y que, si me interesaba, podía asistir al resto de sus actos. Y eso hice.

La primera impresión que tuve de él, que se llamaba Gauranga Das, es que hacía algo bien, y más adelante descubrí que la ciencia respalda esa impresión. En 2002, un monje tibetano llamado Yongey Mingyur Rinpoche viajó de una zona en las afueras de Katmandú, en Nepal, a la Universidad de Wisconsin-Madison para que unos investigadores pudiesen observar su actividad cerebral mientras meditaba.[2] Los científicos le cubrieron la cabeza con un artilugio parecido a un gorro de baño (para hacer electroencefalogramas) del que salían más de doscientos cincuenta cablecitos, cada uno con un sensor que un técnico de laboratorio le fue pegando al cuero cabelludo. En el momento del estudio, el monje había acumulado sesenta y dos mil horas de meditación a lo largo de toda su vida.

Mientras un equipo de científicos, entre los que había gente con experiencia en meditación, lo observaba desde una sala de control, el monje inició el protocolo que los investigadores habían pensado, alternando un minuto de meditación sobre la compasión con un período de descanso de treinta segundos. Repitió ese patrón cuatro veces seguidas ateniéndose a las indicaciones de un intérprete. Los investigadores observaban asombrados; prácticamente desde el mismo momento en que el monje empezó a meditar, el encefalograma registró un pico enorme y brusco de actividad. Los científicos supusieron que un salto tan grande y tan rápido debía de responder a que el monje había cambiado de posición o se había movido; sin embargo, a simple vista, permanecía totalmente inmóvil.

Lo más extraordinario no era la regularidad de su actividad cerebral —que se «apagaba» y se «encendía» repetidamente al pasar del período de actividad al de descanso—, sino el hecho de que no necesitaba «calentamiento». Si acostumbras a meditar, o como mínimo has tratado de relajar tu cerebro, sabes que normalmente hace falta un tiempo para calmar los pensamientos molestos que desfilan por tu mente. Rinpoche no parecía necesitar ese período de transición. De hecho, era como si pudiese entrar y salir de un estado de meditación profunda con la misma facilidad que si le diese a un interruptor. Más de una década después de esos primeros estudios, los escáneres del cerebro del monje de cuarenta y un años mostraban menos signos de envejecimiento que los de sus coetáneos. Según los investigadores, tenía el cerebro de alguien diez años más joven.[3]

Los científicos que estudiaron el cerebro del monje budista Matthieu Ricard lo apodaron «el hombre más feliz del mundo» después de hallar en él el nivel más elevado de ondas gamma —las asociadas con la atención, la memoria, el aprendizaje y la felicidad— registrado en la historia de la ciencia.[4] Un solo monje fuera de lo común puede parecer una anomalía, pero Ricard no es el único. Otros 21 monjes[5] a los que les escanearon el cerebro durante distintas prácticas de meditación también mostraron unos picos de ondas gamma más altos y más largos (incluso durante el sueño)[6] que los de personas que no meditaban.

¿Por qué deberíamos pensar como un monje? Si quisieses saber cómo dominar una cancha de baloncesto, podrías recurrir a Michael Jordan; si anhelaras innovar, quizá te fijaras en Elon Musk; para aprender a interpretar podrías estudiar a Beyoncé. ¿Y si quisieras entrenar tu mente para hallar paz, tranquilidad y un propósito en la vida? Los monjes son expertos en la materia. El hermano David Steindl-Rast, un monje benedictino cofundador de gratefulness.org, escribió: «Un laico que aspira conscientemente a vivir siempre el ahora es un monje».[7]

Los monjes pueden resistir las tentaciones, abstenerse de criticar, lidiar con el dolor y la ansiedad, acallar el ego y llevar una vida llena de propósitos y sentido. ¿Por qué no aprender de las personas más tranquilas, felices y centradas de la tierra? Para los monjes es muy fácil estar calmados, serenos y relajados, estarás pensando. Viven recluidos en un entorno apacible en el que no tienen que enfrentarse a un empleo, una pareja sentimental ni el tráfico de la hora punta. Quizá te preguntes de qué podría servirte pensar como ellos en el mundo moderno.

En primer lugar, un monje no nace, se hace. Son personas con orígenes de t

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