Cómo dejar de ser tu peor enemigo

Fragmento

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Introducción

Las conversaciones más importantes que tenemos a lo largo de nuestra vida son las que mantenemos con nosotros mismos. Somos a quienes más le hablamos e, irremediablemente, a quienes más escuchamos. Algunos estudios han demostrado que en nuestro fuero interno nos decimos alrededor de unas cuatro mil palabras por minuto y si las dijéramos en voz alta tardaríamos una hora aproximadamente.

Nuestra mente condensa tanto las palabras que es capaz de hacer esto en tan solo sesenta segundos, por lo que, si lo extrapolamos a las horas que pasamos despiertos al día, significa que podemos decirnos alrededor de tres millones y medio de palabras en una sola jornada. Esto equivale a escuchar unas novecientas conferencias de una hora en un solo día. Novecientas conferencias. ¿Te lo imaginas?

Así de grande es la capacidad que tiene nuestro cerebro de comprimir la información y así de prolongado es el tiempo que pasamos hablando con nosotros mismos.

Podemos hacernos una idea de la gran influencia que tiene lo que nos contamos internamente sobre lo que nos pasa, la vida, el mundo, la gente y sobre nosotros mismos. Tres millones y medio de palabras son muchas palabras y muchos mensajes que, dependiendo de cómo sean, pueden convertirse en una voz amiga, comprensiva y que nos ayude a crecer o, por el contrario, en una voz infernal, cruel y que nos haga dudar continuamente de nuestras capacidades.

El lugar al que los antiguos griegos acudían para tratar de resolver sus dudas y dilemas vitales era el oráculo de Delfos. Este oráculo, ubicado en Delfos, era uno de los sitios más importantes para el mundo griego. En él, la Pitia, la sacerdotisa que lo presidía, hablaba en nombre del dios Apolo y proporcionaba respuestas a las preguntas formuladas por los visitantes. Estas respuestas eran interpretadas por los sacerdotes del templo y se consideraban guías divinas para solucionar todo tipo de cuestiones. Hoy, el oráculo de Delfos ya no es más que un eco en los libros de historia, pero todos necesitamos alguna vez un encuentro con la Pitia, especialmente en esos momentos en que la vida se convierte en un laberinto de incertidumbres y dilemas. En muchas culturas, esa voz sabia que puede guiarnos a la hora de tomar decisiones y responder a nuestras preguntas se halla en nuestro interior. De hecho, psicólogos y terapeutas solemos recomendar a nuestros pacientes practicar la introspección, «mirar hacia dentro», para resolver muchas de las encrucijadas y dilemas que los mantienen ansiosos o angustiados. Sin embargo, hay veces que el ruido mental es tan fuerte que la persona es incapaz de hallar esa voz o, peor aún, puede escucharla, pero su mensaje es más perjudicial que beneficioso para ella. Cuando nuestro diálogo interno da vueltas y vueltas sobre lo mismo y se convierte en obsesión o en sobrepensamiento, cuando imagina los peores escenarios posibles generándonos ansiedad, cuando nos critica duramente, cuando impide que podamos disfrutar de nuestros logros y nos castiga sin piedad por los errores que cometemos o recalca siempre la parte negativa de nuestra realidad es preferible no atenderlo.

Cuántas veces nos gustaría tener un interruptor con las funciones on/off para acallar nuestros pensamientos, cuando estos no hacen más que provocarnos sufrimiento y agotamiento mental.

La interpretación que hace nuestra mente de lo que ocurre a nuestro alrededor (o puede ocurrirnos) es la mayor fuente de agonía y padecimiento que existe. Es decir, en multitud de ocasiones no es lo que nos pasa en sí lo que nos aflige, sino cómo nuestra mente nos cuenta esa experiencia o cómo esta imagina qué puede ocurrir en un fu­turo. La interpretación que hacemos a través de nuestras creencias, experiencias, conocimientos, emociones, ideas y pensamientos constituye nuestra vida interior y se expresa por medio de soliloquios.

Pero ¿qué hace que algunas personas tengan una vida interior cordial y apacible y otras, agónica y dolorosa? ¿Por qué a veces nuestro diálogo interno se convierte en rumia, sobrepensamiento, preocupaciones excesivas y negatividad? ¿De qué manera esto nos limita y nos empuja a tomar decisiones erróneas o, peor aún, a no tomar las que podrían ser las mejores decisiones de nuestra vida? Y, lo que es más importante, ¿podemos cambiar la forma en la que nos hablamos?

A lo largo de este libro iremos respondiendo a estas y otras preguntas que, con anterioridad, ya se hicieron pensadores, filósofos y psicólogos. No ha sido hasta la actualidad, con el avance tecnológico y científico, cuando hemos podido ver, a través de técnicas de neuroimagen, qué pasa en el cerebro cuando hablamos con nosotros mismos y qué estrategias son verdaderamente eficientes para modificar nuestra voz interior.

Pero antes quiero contarte por qué empecé a investigar sobre el diálogo interno y qué fue lo que me hizo entender la verdadera importancia de este.

Durante muchos años ejercí como psicóloga en residencias de personas mayores. Pasaba horas y horas es­cuchando las historias y reflexiones de aquellos que han visto todos los amaneceres y atardeceres que caben en ochenta, noventa e incluso cien años. Aunque cada uno de ellos había vivido experiencias distintas y pensaba de forma diferente, me percaté de que todos se arrepentían de ciertas cosas muy similares. Y una de ellas era que no lamentaban tanto los errores que habían cometido o los caminos emprendidos, sino aquellas decisiones que nunca se atrevieron a tomar.

Algunos se arrepentían de no haber declarado su amor a quien creían que podría haber sido el hombre o la mujer de su vida; otros, de no haber perseguido sus sueños; otros, de no haberse atrevido a ser realmente ellos... A todos ellos les pesaba —cómo no— llegar al final del camino con una mochila llena de «¿y si hubiera intentado...?».

Entre pastas y café manteníamos larguísimas charlas donde me explicaban con todo detalle sus experiencias, sus penas y sus alegrías. Yo iba tirando del hilo para adentrarme hasta donde me permitían entrar. Lo hacía, por un lado, para entender su forma de ver el mundo y poder ofrecerles así mi mejor apoyo profesional —eso es lo que tratamos de hacer los psicólogos—, pero, por otro, confieso, lo hacía para empaparme de toda esa sabiduría. «Más sabe el diablo por viejo que por diablo», reza el dicho. Y yo me sentía una afortunada por poder escuchar las voces más sabias y experimentadas de aquellos «viejos diablos» —bien saben todos ellos que lo digo con todo mi cariño y respeto—. El hecho es que sentía tener, día a día, frente a mí a la Pitia transmitiéndome toda la sabiduría del dios del tiempo y de la vida.

Cuando hablábamos sobre lo que lamentaban no haber hecho en sus vidas, terminábamos hablando sobre qué era lo que les había impedido llevarlo a cabo. La respuesta de todos ellos siempre tenía que ver no con la imposibilidad de hacerlo, sino con el miedo. El miedo a fracasar, a ser rechazados, criticados o indignos de ser amados. Y en ese momento, con la perspectiva que les daba la distancia y los años, reconocían que todos aquellos temores eran fantasmas que ellos mismos habían creado en sus mentes y habían ido alimentando hasta hacerlos tan grandes que les ganaron la partida. Por hacerle caso a una voz interior que les hablaba desde la inseguridad, el pesimismo, la autocrítica o, incluso, el desdén, habían dejado de tomar decisiones que ahora, al final de su camino, lamentaban profundamente no haber tomado.

A raíz de esas conversaciones, empecé a entender que tal vez el miedo más grande que uno puede tener no es a lo desconocido, al fracaso o al rechazo, sino a descubrir, al final del viaje, que no vivió la vida que quería y no por falta de oportunidades, sino porque uno mismo se lo negó.

Fue a partir de entonces cuando comencé a investigar de qué manera nuestra voz interior influye en las decisiones que tomamos a lo largo de nuestra vida, en la percepción que tenemos de nosotros mismos y en la gestión del estrés o del miedo. Exploré de qué forma podemos poner límites a la negatividad o a la rumia; por qué a veces, a través de esa voz, nos juzgamos, criticamos, culpabilizamos y exigimos más que lo que le permitiríamos a cualquier otra persona y, lo más importante, qué podemos hacer para que esa voz se convierta en nuestra mejor guía y amiga, algo así como en nuestra propia Pitia.

PRIMERA PARTE

¿QUÉ ES EL DIÁLOGO INTERIOR?

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¿Qué es el diálogo interior?

La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Cuando en 2020 el mundo entero se paralizó y todos nos confinamos en nuestras casas por la propagación del virus SARS-CoV-2, millones y millones de personas en todo el mundo se vieron afectados psicológica y emocionalmente.

Acostumbrados a una normalidad de infinitas opciones, reducir las posibilidades de nuestra actividad a las que cabían entre cuatro paredes, sumado al distanciamiento de amigos y familiares y a ver cómo muchos de ellos padecieron el virus terminó por pasarnos, a la gran mayoría de nosotros, una cara factura emocional y psicológica.

Fruto del miedo, la incertidumbre, teorías conspiranoicas y el enfoque poco tranquilizador que adoptaron los medios de comunicación, muchas personas empezaron a desarrollar trastornos de ansiedad, paranoia, alteraciones de la conducta alimentaria, ideas suicidas y trastornos depresivos, entre otros.

Yo fui una de ellas. Llevé bastante bien el confinamiento las primeras semanas, hasta que un día empecé a pensar en qué ocurriría si mi padre enfermara. Y aquel pensamiento se convirtió en paranoia. De pronto, mi mente le daba vueltas y vueltas todo el día a una sola idea que vaticinaba como cierta: mi padre enfermaría y seguramente moriría; a consecuencia de ello, mi madre entraría en una depresión que no podría superar y la despedirían del trabajo, no tendríamos con qué pagar la hipoteca, por lo que nos echarían a ella, a mi hermana y a mí de nuestra casa, y terminaríamos mendigando en la calle y durmiendo bajo un puente muertas de frío.

Esta dramática idea, ahora completamente improbable, se convirtió en una realidad para mí en ese entonces y me produjo insomnio y altos niveles de ansiedad durante varias semanas. Mi voz interna me decía con completa seguridad que aquello iba a ocurrir y yo me lo creía a pies juntillas.

A pesar de que eso no era una situación real (ni nunca lo fue), la angustia y el padecimiento emocional que sentía debido a ese pensamiento sí lo era.

Y es que lo que nuestra mente nos cuenta, ya sea sobre el pasado, el presente o el futuro, puede o no ser real, pero lo que sí lo es son las emociones y el sufrimiento que nos pueden llegar a generar si no sabemos encauzarlo. Y es que, como dijo Séneca, sufrimos más en nuestra imaginación que en la realidad.

Esto ocurre porque nuestro cerebro no distingue muy bien entre fantasía y realidad. Cuando imaginamos una situación, ya sea positiva o negativa, se activan casi las mismas áreas neurológicas que se activarían si la situación fuera real.

Por ejemplo, cuando imaginamos algo doloroso o amenazante, se activa la amígdala, el principal centro neurológico que procesa las emociones como el miedo y la ansiedad. Esta activación provoca respuestas fisiológicas reales, como un aumento en la frecuencia cardiaca o la liberación de cortisol, la hormona del estrés. Por lo tanto, incluso si una situación dolorosa es solo imaginaria y no está ocurriendo verdaderamente, el cuerpo reacciona (casi) como si fuera real.

Un claro ejemplo de ello es cuando pensamos en algo o alguien que nos resulta sexualmente atractivo. Cuando lo recreamos en nuestra mente, podemos experimentar cierta excitación: aumenta el ritmo de la respiración, el corazón bombea más rápido, las pupilas se dilatan, se enrojecen las mejillas e incluso, si el estímulo es intenso para nosotros, puede aumentar la lubricación y el flujo sanguíneo hacia los genitales. Solo con imaginar un estímulo, nuestro cuerpo reacciona preparándose física y fisiológicamente como si este fuera real.

Debido a este mecanismo, lo que recreamos mentalmente con nuestro diálogo interno es la causa del 90 por ciento de nuestras ansiedades, obsesiones y preocupaciones, y aunque después no ocurra nada de lo que hemos imaginado, ya hemos sufrido como si hubiera ocurrido en realidad.

Por otro lado, nuestra habla interior también dictamina lo que pensamos sobre nosotros mismos, los demás y el mundo; determina nuestra autoestima y la toma de decisiones; influye en nuestras actitudes y en cómo afrontamos la vida; condiciona la forma en la que nos relacionamos con los demás e impacta directamente sobre cómo nos sentimos.

Millones de adolescentes de todo el mundo desarrollan anorexia y bulimia (que padecen más chicas que chicos) porque su voz interna les repite incesantemente que «están gordas» o que «dan asco»; otras tantas personas sufren de trastorno de ansiedad porque su diálogo interno presupone anticipadamente que algo va a salir mal; algunos individuos reevalúan constantemente sus acciones juzgándose duramente y les invade la inseguridad, y otros se narran a sí mismos sus experiencias personales de forma tan negativa que se desmoralizan completamente y caen en profundas depresiones.

Sin embargo, otras voces se miran al espejo y se repiten lo atractivas que se ven, se mantienen disfrutando el aquí y el ahora, relativizan sus errores y premian sus logros, y se cuentan sus historias de vida otorgándose el papel de un protagonista suertudo y empoderado.

El diálogo interno es una herramienta muy poderosa que moldea nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos, para bien o para mal. Aunque a menudo parezca un monólogo inamovible, la realidad es que tenemos la capacidad de cambiar estas voces internas a través de estrategias psicológicas.

¿De qué nos sirve hablar con nosotros mismos?

Para entender estas diferentes dinámicas en el habla interna que existen entre seres humanos, los psicólogos y neurocientíficos han realizado experimentos de todo tipo en las últimas décadas.

Andrew Irving es uno de los investigadores más destacados especializado en el diálogo interno de la Universidad de Mánchester. Lo que hace destacar a Irving es que ha llevado a cabo estudios con metodologías totalmente innovadoras, ya que consideraba que los métodos habituales de las ciencias sociales no eran suficientes para capturar la naturaleza de las experiencias y expresiones internas de las personas. Y lo cierto es que sus metodologías poco convencionales han dado a conocer increíbles hallazgos sobre cómo las personas viven y manifiestan su mundo interior.

En uno de los estudios más relevantes que Irving desarrolló en este campo, se centró en experiencias cercanas a la muerte, explorando cómo las creencias y la percepción sobre el mundo que tenían personas con enfermedades terminales iban cambiando a lo largo del tiempo. El objetivo del estudio era desarrollar terapias que pudieran paliar la angustia y la depresión en estos momentos críticos desde la comprensión profunda del mundo interno de la persona en cuestión. Con él abrió una nueva ventana al mundo interior de los pacientes terminales, dando a conocer cómo experimentan y procesan su realidad en los momentos más vulnerables.

El proyecto «New York Stories», disponible en YouTube, fue otra fascinante iniciativa de este antropólogo. Esta investigación marcó un hito en la comprensión de la complejidad del diálogo interno porque adoptó un enfoque totalmente nuevo y distinto a los que se habían usado hasta el momento que fue clave en el proyecto. Capturó los monólogos de cien personas en un entorno natural, realizando actividades cotidianas, a diferencia de las acciones poco espontáneas típicas de los experimentos de laboratorio. Se les pidió a los voluntarios, equipados con micrófonos, que expresaran sus pensamientos en voz alta, sin filtros ni intentos de ordenar sus discursos, mientras caminaban o se sentaban en un banco y, mientras, eran grabados discretamente.

Este método permitió a Irving capturar la riqueza y profundidad de los diálogos internos, que incluían reflexiones sobre la infancia, creencias religiosas y pensamientos sobre la vida después de la muerte. Los resultados mostraron la gran variabilidad de los pensamientos internos, desde reflexiones triviales hasta análisis profundos, destacando especialmente las preocupaciones sobre eventos que aún no habían ocurrido.

Uno de los ejemplos más representativos fue el caso de Meredith, una participante cuyo flujo de pensamientos iba fluctuando desde lo trivial hasta cuestiones profundamente filosóficas. En el vídeo se observa cómo Meredith camina por Manhattan buscando una papelería. Durante su recorrido, recuerda con dolor la reciente visita a su amigo Joan, quien enfrenta una dura batalla contra el cáncer. Mientras imagina cómo sería la vida sin él, incide un pensamiento sobre la cafetería que se encuentra frente a ella: cuando solía frecuentarla, tiempo atrás, era muy diferente... la invade con melancolía. La reflexión de Meredith sobre los cambios en la cafetería se entrelaza con pensamientos sobre los cambios en la vida misma, pero, nuevamente, sus pensamientos se ven interrumpidos por otros: «¡Cuánto ruido y vaya lío de tráfico!».

La grabación de Meredith y de otros participantes demuestra la naturaleza caótica y fluctuante de nuestros monólogos internos, y cómo estos están profundamente influenciados por nuestro entorno, creencias y experiencias personales, añadiendo capas y capas de complejidad al asunto.

Otro interesantísimo y sorprendente hallazgo en la comprensión de los monólogos internos fue el que hizo la doctora Jill Bolte Taylor. Jill era especialista en neuroanatomía, pero no llevó a cabo su descubrimiento como profesional, sino como paciente. Tenía treinta y siete años cuando se levantó una mañana de 1996 y, al disponerse a hacer ejercicio, empezó a sentirse algo «extraña». Un vaso sanguíneo estalló en el hemisferio izquierdo de su cerebro, el cual está asociado al lenguaje, el análisis lógico y la linealidad del tiempo. Como resultado, Jill perdió la capacidad de hablar, escribir, leer y recordar momentos autobiográficos, pero lo más notorio para ella fue cómo le afectó la pérdida de la capacidad de dialogar consigo misma.

Aprovechando su conocimiento sobre neuroanatomía y neurofisiología, Jill escribió un libro titulado Un ataque de lucidez (My Stroke of Insight, en su versión original inglesa), en el que detalló cómo la pérdida del diálogo interno alteró profundamente su percepción corporal y le provocó una reducción de su autoconsciencia, afectando tanto a sus emociones como a los recuerdos de su propia vida. Lo más curioso del caso es que describe esa alteración como una sensación de paz y tranquilidad.

Es decir, al haber puesto en off el interruptor del monólogo interior, la neuroanatomista pudo experimentar una sensación de calma y serenidad. Así, en sus conferencias argumenta que la disminución de un diálogo interno analítico y crítico conduce a un estado de mayor paz y conexión con uno mismo, lo cual coincide con las ideas que fundamentan la práctica de la meditación y la atención plena (mindfulness). Estas prácticas han demostrado que al reducir el ruido mental y apaciguar el diálogo interno se alcanza un estado de mayor serenidad y presencia.

Cuánto hubiera deseado tener ese interruptor durante el confinamiento cuando mi habla interna solo hacía que recordarme una y otra vez el trágico destino que nos esperaba a mi madre, a mi hermana y a mí. Pero todos los intentos que hacía por acallar esos pensamientos fueron en vano, de modo que cuanto más me esforzaba por ignorarlos, más me perseguían. No podía quitármelos de la cabeza, eran una auténtica pesadilla.

Y es que la mayoría de los seres humanos no podemos prescindir de la voz interior, es una propiedad básica de la mente humana y que nos caracteriza como especie. Incluso las personas sordas y mudas se comunican con ellas mismas internamente con un lenguaje propio. No podemos dejar de hablarnos, lo único que podemos hacer es aprender a dirigir bien ese diálogo, convertirlo en un discurso constructivo, tranquilo, compasivo y comprensivo con nosotros mismos y, a la vez, resolutivo y eficaz.

Pero ¿cómo? ¿Cómo podemos cambiar nuestros patrones de diálogo interno? No es tan difícil como piensas, solo hay que saber aplicar ciertas estrategias psicológicas. Pero para ello primero debemos entender cómo funciona nuestra mente.

¿De qué hablamos cuando hablamos solos?

Cuando me di cuenta de que cuanto más intentaba dejar de pensar en la imagen de mi familia pasando hambre y frío en la calle, con más intensidad me venía a la mente, me percaté de lo que me estaba pasando: el maldito elefante rosa.

El efecto «deja de pensar en un elefante rosa» explica por qué el esfuerzo por suprimir un pensamiento, a menudo provoca el efecto contrario: que prevalezca aún más en nuestra mente. Cuando intentamos no pensar en algo específico, como un elefante rosa (o que vas a terminar mendigando y viviendo con tu familia debajo de un puente), lo que realmente sucede es que nuestro cerebro debe

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