Jason y el portal del tiempo

J.M. Day

Fragmento

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Cuatro días antes...

De un salto quedó sentado con la respiración entrecortada y desorientado por la extraña pesadilla; el sudor, que como gotas de rocío brillaba en su frente, así como la agitación, que como torbellino sacudía su cuerpo, eran comunes al despertar.

El vaivén incesante le recordó el lugar donde se encontraba, contrajo el abdomen y de inmediato cogió la vieja vasija que tenía debajo del catre y vomitó sin reparos.

Las cuatro semanas que llevaba en altamar habían sido una completa tortura. Al principio, las náuseas y mareos constantes lo mantuvieron aislado de sus compañeros y, aunque hizo lo imposible para evitar que lo notaran, las burlas no se hicieron esperar.

Trató de restarle importancia y se propuso convertirse en uno más del grupo, ya que no estaba dispuesto a ser objeto de chistes durante la larga travesía que les esperaba.

Era un hombre rudo, irreverente, tramposo y acostumbrado a ser el centro de atención, y no precisamente por tonto. No obstante, mantenía su lado noble a salvo, velado tras una fachada de arrogancia que lo convertía en ocasiones en insoportable.

Sentía pasión por su trabajo y, a pesar de ser tan solo un ingenioso obrero, añoraba convertirse en un gran ingeniero constructor. Pero eso era algo a lo que inconscientemente había renunciado, pues debía trabajar duro para mantener a sus dos hermanas y a su madre, quienes quedaron desamparadas desde la muerte de su padre. Y en el momento en que las cosas se pusieron difíciles y quedó desempleado, no le quedó más opción que aceptar la única propuesta de empleo que le garantizaría comida segura a su familia, aunque no tuviera ni una ligera idea de cómo desenvolverse en la pesca de altura.

Por fortuna las cosas habían comenzado a cambiar desde hacía una semana, después de una partida de naipes, donde demostró tener suficiente talento y astucia en el juego. Estaba acostumbrado a ganar buenas cantidades de dinero de manera fácil, y también a perderlas; apostaba lo que fuere con tal de conseguir lo que quería, y de no ser porque amaba tanto la vida, también la hubiese apostado. Pero nadie conocía su secreto ni siquiera su padre.

Sonrió con un dejo de tristeza al recordarlo, Robert White, fue hombre trabajador y honesto, que emigró de Inglaterra a los veinte años. Al llegar a España se radicó en Cádiz, hizo su vida, formó una hermosa familia y vivió allí hasta el día en que murió en 1947, apenas tres años atrás, en la explosión del polvorín en la Armada de Cádiz, que destruyó parte de la ciudad, acabó con la vida de ciento cincuenta y siete personas, y dejó más de cinco mil heridos.

Desde entonces las pesadillas se habían vuelto parte de su vida y, pese a que no comprendía muchas de las cosas que lo atormentaban en sueños, ya estaba familiarizado con ellas.

No obstante, la experiencia onírica que acababa de tener había sido tan real que sintió bajo sus pies descalzos la suavidad y tibieza de la arena, y pudo detallar las formas perfectas de una enorme estructura de piedra que se erigía con grandiosa majestuosidad frente a sus ojos, y a los de muchas personas que corrían desesperados con los rostros descompuestos por algo que él todavía no lograba ver, pero había percibido: temor.

—¡Tenemos problemas! —anunció su compañero con los ojos desorbitados tras abrir la puerta de un golpe seco y marcharse casi de inmediato.

Sin tiempo que perder se puso las botas, cogió su chaqueta y caminó tambaleante por el estrecho pasillo.

—¡Capitán el oleaje es cada vez más fuerte! —gritó con ímpetu desde la proa el marino novato mientras ataba los nudos de las velas.

Una tormenta los había envuelto y estremecía la modesta embarcación pesquera con cada embestida. Los crujidos del armazón se escuchaban como llanto quejumbroso en medio del océano embravecido, en una tempestad que apenas comenzaba.

—¡Ajusta con fuerza los nudos! —Ordenó a gritos el capitán, que trataba de mantener el curso— ¡Revisa los amarres del mástil en la popa!

Arturo Moncada, un viejo y experimentado marinero, convertido en capitán desde hacía poco más de diez años, esperaba que la tripulación de apenas seis hombres, dos de ellos novatos en su primera travesía en altamar, pudieran lidiar con el contratiempo.

Con la adrenalina en aumento, obedeció sin refutar las órdenes recibidas, no podía darse el lujo de perder el único empleo que había logrado conseguir tras sortear varios obstáculos. La precaria situación económica en la que se encontraba su familia lo obligó a abandonar los estudios para trabajar, pero él no era pescador, y no tenía experiencia en el oficio.

—¡Vamos, muchacho, date prisa, mueve tu rubio trasero! —gritó el Moncada al tiempo que le daba la espalda para dirigirse a la proa.

Jasón manipuló con torpeza los amarres, aunque procuró armarse de paciencia para manejar la situación con el aplomo necesario. Los vientos huracanados golpeaban con fuerza su rostro, empapándolo con el agua fría y salada, e impidiéndole una clara visión de cuanto ocurría a su alrededor.

Estaba decidido a realizar su trabajo y centrarse en la tarea, pero de forma repentina percibió una extraña claridad, que se intensificó con rapidez; lo insólito era que provenía del fondo del océano, un lugar que se suponía debía estar tan oscuro como la densa noche.

Lo inesperado de aquel suceso anormal lo dejó inmóvil con la mirada clavada sobre la hipnótica y hermosa luz, como si todo a su alrededor hubiese dejado de existir y un abrazo frío y poderoso de una soga invisible lo hubiese envuelto con delicadeza, para después arrojarlo de súbito y sin compasión al helado océano.

El agua entró a borbotones atragantándose en su boca y garganta e impidiendo que pudiera respirar; un ataque de ansiedad y desesperación se apoderó de él en una lucha infructuosa por mantenerse a flote. Movía frenético las piernas en todas direcciones, al igual que sus brazos que daban manotazos descontrolados entre la superficie y dentro del mar, sin poder siquiera conseguir respirar con normalidad.

El fuerte oleaje lo sacudía sin clemencia de un lado a otro, mientras que el dolor provocado por las gélidas aguas parecía el de miles de puñales puntiagudos de hielo que se clavaban por todo su cuerpo

Sintió que su corazón, descontrolado por el temor y el esfuerzo, alcanzó un límite extremo de latidos al notar la gran distancia que comenzaba a separarlo del viejo navío, e invadido por el pánico emitió un grito que, lejos de parecer un pedido de auxilio, se escuchó como un triste alarido que se perdió entre el rugido del viento y el mar.

El agotamiento comenzó a mermar sus fuerzas, y en un último intento perseveró con desesperación por sobrevivir, pero solo consiguió hundirse con mayor rapidez en el profundo y oscuro Mar Mediterráneo.

El pánico estremeció sus entrañas al sentir que era literalmente devorado por las espesas aguas hasta el fondo.

Pensó que con toda seguridad había atravesado la puerta al más allá, puesto que la irradiación blanca y dorada se intensificó, y dio paso a lo que parecía un gran túnel que giraba en forma de espiral y lo absorbía con rapidez.

En cuanto entró en contacto con la formidable y brillante luminosidad, un frío casi insoportable penetró como un gran taladro ha

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