Todos los hermosos caballos (Trilogía de la frontera 1)

Cormac McCarthy

Fragmento

Todos los hermosos caballos

I

La llama de la vela y la imagen de la llama de la vela reflejada en el espejo de cuerpo entero se retorció y enderezó cuando el hombre entró en el vestíbulo y cerró la puerta. Se quitó el sombrero y avanzó lentamente. Las tablas del suelo crujían bajo sus botas. Se detuvo, vestido de luto, ante el espejo oscuro donde los lirios se inclinaban, pálidos, en el curvilíneo florero de cristal tallado. A lo largo del frío pasillo que tenía a sus espaldas colgaban los retratos de antepasados vagamente conocidos por él, todos enmarcados en cristal y débilmente iluminados sobre el estrecho revestimiento de madera. Bajó la mirada hacia el estriado resto de vela. Apretó la yema del pulgar contra la cera caliente encharcada sobre la chapa de roble. Por último miró aquel rostro hundido y contraído entre los pliegues de la mortaja funeraria, el bigote amarillento, los párpados finos como el papel. Aquello no era dormir. Aquello no era dormir.

Fuera había oscuridad, frío y nada de viento. En la distancia gritaba un ternero. Permaneció con el sombrero en la mano. Nunca en la vida te peinaste el pelo de esta manera, dijo.

Dentro de la casa no había otro sonido que el tictac del reloj en la repisa de la chimenea del salón. Salió y cerró la puerta.

Oscuro, frío, sin viento y un delgado arrecife gris insinuándose en el borde oriental del mundo. Salió a la pradera y se quedó con el sombrero en la mano como suplicando a la oscuridad que los envolvía a todos, y así permaneció durante mucho rato.

Cuando se volvió para irse oyó el tren. Se detuvo y lo esperó. Podía sentirlo bajo sus pies. Venía taladrando del este como un procaz satélite del sol naciente, dando alaridos y bramando en la distancia, y la larga luz del faro delantero atravesaba los enmarañados sotos de mezquite, creando a partir de la noche la línea interminable del recto y monótono derecho de paso y succionándola de nuevo con cables y postes kilómetro tras kilómetro hacia la oscuridad, hasta que el humo de la caldera se dispersó lentamente por el tenue horizonte nuevo y el sonido se fue rezagando mientras él seguía con el sombrero en la mano, sintiendo el debilitado estremecimiento de la tierra, mirando el tren hasta que desapareció. Entonces dio media vuelta y volvió a la casa.

Ella levantó la vista de los fogones cuando él entró y le miró de arriba abajo. Buenos días, guapo,* dijo.

Colgó el sombrero del perchero junto a la puerta, entre chubasqueros, zamarras y piezas sueltas de arneses, fue hacia los fogones, recibió su café y se lo llevó a la mesa. Ella abrió el horno y sacó una placa de panecillos dulces que acababa de hacer, puso uno en un plato y lo colocó frente a él junto con un cuchillo para la mantequilla. Le tocó la nuca con la mano antes de volver a la cocina.

Te agradezco que encendieras la vela, dijo él.

¿Cómo?

La candela. La vela.

No fui yo, dijo ella.

¿La señora?

Claro.

¿Ya se levantó?

Antes que yo.

Bebió el café. Fuera la luz empezaba a ser granulada y Arturo ya subía hacia la casa.

Vio a su padre en el funeral. Solo en el pequeño sendero de grava junto a la cerca. Salió una vez a la calle hacia su coche. Luego volvió. A media mañana había empezado a soplar viento del norte y en el aire había salivazos de nieve y polvo flotante; las mujeres, sentadas, se agarraban los sombreros. Habían puesto un toldo sobre la tumba pero el viento soplaba de lado y no servía de nada. La lona batía y aleteaba y las palabras del predicador se perdían en el viento. Cuando terminó y la comitiva se levantó para irse, las sillas de lona que habían ocupado salieron disparadas, dando tumbos entre las lápidas.

Al atardecer ensilló su caballo y se alejó de la casa cabalgando hacia el oeste. El viento había amainado bastante y hacía mucho frío y el sol estaba rojo sangre y elíptico bajo los arrecifes de nubes rojas que tenía frente a él. Cabalgaba hacia donde siempre elegiría cabalgar, allí donde la bifurcación occidental del viejo camino comanche bajaba de la tierra kiowa en el norte y cruzaba la parte más occidental del rancho y podía verse su débil rastro hacia el sur, sobre la baja pradera que se extendía entre las confluencias norte y mediana del río Concho. En la hora que siempre elegiría cuando las sombras eran largas y el antiguo camino se perfilaba ante él a la luz rosa y oblicua como un sueño del pasado en el que los ponies pintos y los jinetes de aquella nación perdida descendían del norte con las caras enyesadas y los largos cabellos trenzados y cada uno armado para la guerra que era su vida, y las mujeres y los niños y las mujeres con niños al pecho hacían todos promesas con sangre redimibles sólo con sangre. Cuando el viento estaba en el norte se podía oír a los caballos y el aliento de los caballos y los cascos de los caballos con herradura de cuero sin curtir y el ruido de lanzas y el arrastre constante de las narrias por la arena como el paso de una enorme serpiente y los muchachos desnudos a lomos de caballos salvajes, gallardos como jinetes de circo, y caballos salvajes arreando ante ellos y los perros corriendo con la lengua fuera y esclavos a pie siguiendo medio desnudos y dolorosamente cargados y sobre todo la queda salmodia de su canción viajera que los jinetes entonaban mientras cabalgaban, nación y fantasma de nación pasando en una coral suave a través de aquel desierto mineral hacia la oscuridad perdida para toda la historia y todo el recuerdo como un grial, la suma de sus vidas seculares, transitorias y violentas.

Cabalgaba con el sol cubriendo de cobre su cara y el viento rojo soplando del oeste. Torció hacia el sur por la vieja senda de guerra y cabalgó hasta la cresta de una pequeña elevación donde desmontó y soltó las riendas y caminó y se detuvo como un hombre llegado al final de algo.

Había un viejo cráneo de caballo en los matorrales. Se agachó y lo cogió y le dio vueltas entre las manos. Frágil y quebradizo. Blanco como el papel. Se quedó en cuclillas bajo la luz alargada, con el cráneo de dientes de cómic sueltos en los alvéolos. Las junturas como una soldadura dentada de los huesos. Sintió el ahogado fluir de arena en el cráneo cuando le dio la vuelta.

Lo que amaba en los caballos era lo que amaba en los hombres, la sangre y el calor de la sangre que los recorría. Toda su reverencia y todo su afecto y todas las tendencias de su vida se inclinaban hacia los ardientes de corazón, siempre sería así y nunca de otro modo.

Regresó en la oscuridad. El caballo aceleró el paso. La última luz del día se retiraba lentamente sobre la llanura a sus espaldas y desaparecía de nuevo en los bordes del mundo en un refrescante azul de sombra y crepúsculo y frío y los últimos gorjeos de pájaros secuestrados en los matorrales oscuros y resistentes. Volvió a cruzar la vieja senda y tuvo que llevar el poni hacia la llanura en dirección a casa, pero los guerreros seguirían cabal

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