El libro de los guardianes

Ramon Cordoba

Fragmento

El Libro de los Guardianes

Prólogo

Vivito y coleando

Todo buen escritor es en primer lugar un gran lector. La clase de persona que no puede evitar la tentación de encontrar las costuras escondidas en el texto y averiguar todo cuanto hay detrás, como la abuela que volteaba el suéter del revés para entender los trucos del tejido.

El autor de estas páginas solía ser uno de esos curiosos incansables para quienes cualquier buena novela es una invitación indeclinable a hacer suya cada una de sus páginas, hasta el extremo de la usurpación. ¿Cómo evitar, si no, la rara sensación de que lo que uno lee ya le ha ocurrido y es como si de pronto lo estuviera escribiendo?

Conocí a Ramón Córdoba en el momento mismo de entregar el manuscrito de mi primera novela. Lo había corregido durante varios meses, con el temor febril de haber dejado algunos cabos sueltos que nadie más que yo sabría encontrar, y el hecho de ponerlo en otras manos me hacía objeto de cierta sensación ambigua, pues lo que más deseaba —verlo publicado— suponía renunciar a controlarlo, aun si se trataba de un control relativo y a riesgo de acabar por echarlo a perder. ¿Cuándo iba a imaginarme que al estrechar la mano de aquel nuevo editor estaba reclutando al mejor de los compañeros de juego?

La novela es un juego salpicado de trampas, meandros y pasadizos por los que uno, lector, se mueve como un niño en territorio mágico. Ramón nunca aprendió a conducir un vehículo de motor porque temía, con sobrada razón, que aquel tiempo precioso gastado entre la casa y la oficina le privaría innecesariamente de proseguir su juego predilecto. Pienso en él a menudo como uno de esos niños a los que nadie saca del mundo imaginario cuyas veredas conocen mejor que sus padres el camino a la casa.

Luego de mucho tiempo de convivir a solas con el manuscrito, supe que en sus renglones había vida por el vivo interés de mi editor, quien tras un par de días de lectura ya me hablaba del texto con una autoridad que me devolvió el sueño y la cordura, cual si en vez de editor se tratara de un médico al corriente de todas mis dolencias.

Le había dado además una banda sonora: las canciones que hacían parte de la historia y eran, a mi juicio, la esencia misma de ésta, de modo que escucharlas suponía dejarse poseer por el espíritu de la narración. En los días que siguieron, Ramón tomó el manubrio de mi novela, banda sonora incluida, con un entusiasmo que me era familiar: el del lector ganoso que experimenta la cosquilla de a su vez escribir, no porque se atreviera a moverle medio renglón al texto —pocos tan respetuosos como él en este peliagudo sentido— sino por su asombrosa (yo diría delatora) capacidad para entrar en los mecanismos cerebrales del autor y ver en su trabajo cosas que él mismo aún no descubría. En muy pocas palabras, vale decir que nuestro entendimiento como editor y autor entrañaba asimismo la naciente amistad entre dos novelistas.

No habría sido posible llevar la cuenta de las providenciales observaciones que Ramón hizo a los seis libros que parimos juntos; baste decir que el tránsito entre manuscrito y ejemplar se convirtió en una suerte de terapia reconstructiva, donde mis aprensiones iniciales se convertían en flujos crecientes de alegría, pues lo que había sido trabajo solitario era súbitamente causal de risas prontas y gozo compartido. Aprendí así a esperar, terminado el proceso de escritura, la recompensa de encarar a Ramón y sumergirnos en el parto conjunto. Dice Alfredo Bryce Echenique, en la dedicatoria de La vida exagerada de Martín Romaña, que uno escribe para que lo quieran más. No estoy seguro de eso, pero sin duda creo que lo que uno más quiere es ser entendido. Nadie solía hacer eso mejor que Ramón Córdoba.

El equilibrio entre el idioma y el habla —eso que los lingüistas denominan eje sincrónico y eje diacrónico— no tendría por qué ser un dilema para quienes hacemos novela, y sin embargo ocurre todo el tiempo. De un lado, los autores permeados por un férreo academicismo escriben sobre un mundo cuya inverosimilitud comienza en el idioma, pues nadie en este mundo (vamos, ni ellos mismos) se expresa con ampulosidad semejante, de manera que uno, lector, es incapaz de ahorrarse las hileras de bostezos que siguen a esos párrafos insoportables. En el extremo opuesto, menudean los escribidores que recogen el habla popular como quien hace uso de una grabadora, sin el menor cuidado de la sintaxis ni asomo de trabajo literario, de manera que leerlos es asistir a la masacre insulsa del lenguaje, ahí donde la inconsciencia y la ignorancia se unen al pergeñar una literatura en tal modo barata que mal podría merecer ese nombre. Por eso la irrupción de un novelista como Ramón, al propio tiempo riguroso y desfachatado, fue desde su primera novela —Hay ardores que matan (de ganas)— una cubetada de agua fresca.

Quienes tuvimos la fortuna de conocer de cerca a Ramón Córdoba lo encontramos, tal cual, en su trabajo como novelista. Alegre y sentencioso, cándido y entendido, sereno y bullanguero, desenfadado y profundo, el que Carlos Fuentes llamara “rey de los editores” no solía mudar de talante ni talento para sentarse a producir ficción. La vivacidad misma de sus conversaciones, así como el humor intuitivo y picante que les daba carácter, aterrizan intactos en cada una de sus tres novelas. ¿Será acaso que abuso de los adjetivos? Supongo que eso ocurre cuando se escribe en torno a un personaje alérgico a tomarse demasiado en serio y al propio tiempo serio como nadie en temas relativos al trabajo. Ya lo veo sonrojarse, en caso de poder recorrer estas líneas, si bien nadie como él sabría que estoy lejos de mentir.

Ramón se fue del mundo de los vivos en el último día de la primavera, justamente la fecha señalada en ésta, su última novela, para el encuentro de los protagonistas con el Horror —una suerte de engendro lovecraftiano que en El Libro de los Guardianes toma la forma de un monstruo sobrenatural en la mitología mexica, pariente quizá próximo de la Coatlicue—. Nos habíamos visto tres semanas atrás (a petición mía, pues me urgía uno más de esos sabios consejos que él nunca me negó) y me habló justamente de su tercera entrega, con un brillo en los ojos que delataba la emoción palpitante de su escuincle interior.

No es ésta una novela propiamente de horror, aunque no le escasean los sobresaltos. Lo sería, tal vez, si proviniera de una pluma distinta y ciertamente menos luminosa. Pues de la misma forma en que Ramón solía ser un tipo irremediablemente encantador, sus narradores —tanto el de la primera novela como el de Cada perro tiene su día y, señaladamente, el entrañable Moncho de El Libro de los Guardianes— invitan a la clase de empatía que no puede por menos de echar luz y celebrar “el olvidado asombro de estar vivos”. Víctima de festivas nostalgias paralelas, el autor hace comparecer a Octavio Paz o al programa de Viruta y Capulina con igual desparpajo. Nada hay en torno suyo de lo que no se adueñe y acabe transformando, sin mayor pretensión que la

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