Excéntricos ingleses

Edith Sitwell

Fragmento

I. «Tiempo de repeluznos»

I

«Tiempo de repeluznos»

Con este curioso «tiempo de repeluznos», cuando incluso la nieve y las nubes de contornos oscuros parecen viejos accesorios teatrales, harapos desechados que pertenecieron a actores muertos, «el semblante de un asesino en una sombrerera, consistente en un trozo grande de corcho quemado y una peluca negra como el carbón», y cuando el viento es tan frío que parece el mar en un teatro vacío, «formado por una decena de olas grandes, la décima algo mayor que las demás y un poco deteriorada»,[1] se me ha ocurrido pensar en aquellos medicamentos que se aconsejaban para combatir la melancolía, en la anatomía de esa enfermedad, en las momias con las que se hacían medicinas y en los beneficios de cribar la basura.

Cada décima ráfaga de viento me lanzaba al rostro viejos recuerdos, como copos de nieve que se derriten. Dicen que «el montón de basura y cenizas de Battlebridge» existía desde la epidemia de peste negra y el gran incendio de Londres. Esa montaña de inmundicias y cenizas proporcionaba alimento a centenares de cerdos. Los rusos, que de algún modo conocieron la existencia del enorme montón de basura, lo compraron con el propósito de reconstruir Moscú, destruida por un incendio. En la ladera de aquella montaña de basura hay ahora vías públicas cuyos nombres corresponden a los ministros populares de la época. Y de nuevo: «Al descender de la colina, te hallarás en Battlebridge, entre unas gentes tan características y de aspecto tan local que es como si el lugar hubiera sido creado para ellas y viceversa. Te bastará un vistazo para percibir los detalles que las distinguen de la población que acabas de atravesar…».

He aquí otro recuerdo, más frío aún, de esos que se derriten como la nieve: «El terreno donde se levantaba el montón de basura de Battlebridge fue vendido a la Compañía Teatral Pandemonium, y construyeron un teatro donde estuvo aquel montón de basura que besaba las nubes. Vamos a imaginarlo. El interior es algo fantástico, pero también alegre y bonito, y lo llenan los hombres elegantes y las beldades de Battlebridge. Sería inútil buscar allí algún basurero».

La basura también ha proporcionado unos beneficios más modestos. Una anciana llamada Mary Collins, cribadora de basura, prestaba declaración ante el juez y, cuando el magistrado expresó su sorpresa porque la mujer estaba en posesión de numerosos accesorios teatrales, ella replicó: «¡Oh, eso no es nada, señoría! Los encontramos entre la basura. Los basureros están acostumbrados. He levantado casas con los beneficios de mis hallazgos».

Ignoro si los habitantes de esas vías públicas cercanas al montón de basura, con el que quienes creen en el destino de la humanidad iban a reconstruir Moscú, oían al romper el alba los lejanos sonidos de los cantos que entonaban las sirenas. Tal vez lo que oían eran las pequeñas y esperanzadas articulaciones que se alzaban de la basura… los chasquidos labiales de las lombrices de tierra, los cuales posiblemente constituyen uno de los orígenes más antiguos de nuestro propio lenguaje. En un reciente libro de gran interés,[2] herr Georg Schwidetzky nos dice: «Los chasquidos de las lombrices de tierra, recientemente descubiertos por el fisiólogo O. Mangold, no nos atañen, pues aunque la antigua raza de lombrices de tierra tenga cierto parentesco con nosotros, nuestros propios antepasados semejantes a lombrices eran animales acuáticos, y actualmente nada sabemos de sus ruidos. Con todo, existe una posibilidad de que ciertos chasquidos labiales deriven de los ruidos que hacen las lombrices».

Tal vez hallemos nuestra cura de la melancolía en este pensamiento sobre el origen del beso entre amante y amado, entre madre e hijo, o en esta otra afirmación que se encuentra en el mismo libro:

La palabra latina «Aurora» puede derivarse sin dificultad de la expresión primitiva «ur-ur», complementada en dos lugares con la letra «a». Desde luego, los cambios son siempre correcciones posteriores. Ahora bien, fonéticamente, «ur-ur» es la reliquia de una palabra para designar al lémur, y un sonido característico de todo el género. Al informarnos sobre las vidas de esos lémures (que hoy viven en los trópicos y especialmente en Madagascar), nos enteramos con sorpresa de que se entregan a una especie de adoración matinal. Se sientan con las manos levantadas y el cuerpo en la misma postura que el famoso muchacho griego en actitud orante, calentándose al sol… Así pues, podemos suponer justificadamente que Aurora, la diosa romana del amanecer, tiene su origen remoto en el ejercicio matinal del lémur.

Podemos encontrar una cura de la melancolía en la meditación de estas ideas, o en la razón que ofrece un científico para distinguir al hombre de la bestia. «La superioridad anatómica del hombre —nos dice— es de grado más que de clase, y las diferencias no son absolutas. Su cerebro es más grande y más complejo, y sus dientes se asemejan a los de los animales en número y diseño, pero son más pequeños y forman una serie continua y, en algunos casos, difieren en orden de sucesión.»

Tenemos realmente muchos motivos para sentirnos orgullosos y felicitarnos, entre ellos el nuevo y amistoso interés mostrado entre las naciones. «Richard L. Garner —cito de nuevo a herr Schwidetzky— fue al Congo a fin de observar a gorilas y chimpancés en su ambiente natural y para investigar su lenguaje. Llevó consigo una jaula de alambre, que montaba en la jungla y desde la que observaba a los simios.» Por desgracia, la jaula de alambre, elegida por su invisibilidad práctica para las mentes imaginativas e idealistas, siempre está presente durante esos experimentos. «No obstante, Garner trató de enseñar palabras humanas a un pequeño chimpancé, el cual imitaba correctamente la posición de los labios para formar la palabra “mamá”, pero no emitía sonido alguno.» Esto resulta interesante porque, recientemente, un psicoanalista ha afirmado que la razón del estado actual de desasosiego en Europa es que cada hombre desea ser el hijo único de una viuda.[*] En consecuencia, vemos que, si se imbuyen de ciertas doctrinas y discursos de la civilización, las naciones inocentes, bucólicas y atrasadas de los simios llegarán a ser tan adelantadas, tan «civilizadas», como el resto de nosotros. ¿Quién sabe si llegarán incluso a construir cañones?

Para proseguir en nuestra búsqueda de algún antídoto contra la melancolía, podemos buscar en nuestro montón de basura alguna actitud rígida, e incluso espléndida, ante la muerte, alguna exageración de las actitudes corrientes en la vida. Quienes se caracterizan por su docilidad han llamado excentricidad a esta actitud, rigidez, protesta o explicación. Pero esas momias arrojan sombras cuyas proporciones geométricas son incorrectas, y de tales distorsiones puede alzarse una risa polvorienta.

Los ingleses son especialmente propensos a la excentricidad, y creo que esto se debe, en parte, a ese conocimiento peculiar y satisfactorio de su infalibilidad que es el sello distintivo y el derecho de nacimiento de la nación británica.

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