Mala lengua (Mapa de las lenguas)

Álvaro Bisama

Fragmento

I

I

Se llamaba Carlos Díaz Loyola y nació en Licantén, a las orillas del río Mataquito, cuando el fantasma del presidente José Manuel Balmaceda recorría los campos como un ectoplasma tibio, hecho de culpa y promesa. También llegó a ser conocido como Pablo de Rokha, nombre con el que reemplazó al de Carlos poco antes de la década del veinte, en el momento en que se convirtió en un escritor furioso al que nadie supo leer muy bien, porque él mismo era una vanguardia privada, un ejército de sí mismo y la fábula de una genealogía. En esa heráldica inventada, fue el patriarca de su propio clan y avanzó por su época como una bola de demolición, rompiendo y perdiendo todo a la vez mientras escribía una obra que lo instalaría como uno de los cuatro grandes de la poesía chilena del siglo XX. Los otros, que eran Pablo Neruda, Vicente Huidobro y Gabriela Mistral, fueron sus amigos y enemigos y nunca supieron muy bien qué hacer con él, ni cómo entender su obra que era atroz, tremenda y suponía un gesto radical para los demás (los lectores, la cultura chilena, la historia completa de la literatura) pero sobre todo para sí mismo. De este modo, tuvo un clan y una revista y viajó por el país y el mundo y se quedó solo y puso fin a su vida en 1968 cuando nada tenía mucho sentido porque todo lo que había conocido ya no estaba y no le quedaban fuerzas para aguantar lo que viniese.

Antes, escribió y publicó varias decenas de libros, casi todos volúmenes donde la poesía se confundía con el ensayo y la novela. Allí, la diatriba muchas veces alcanzó la condición de arte perfecto aunque De Rokha ante todo es recordado por un poema largo donde describe el mapa de Chile como una mesa interminable llena de comidas típicas, al modo de una fiesta que se extiende a través de las provincias. También dirigió empresas y fue profesor y político, aunque trabajó mucho tiempo como vendedor viajero, cargando con cuadros y libros a lo largo del territorio. Escribió sobre Satanás, Jesucristo, Moisés y Mahoma. Leyó a la vez a Nietzsche, Schopenhauer y Walt Whitman y luego los cambió por Marx y Mao Tse-Tung, a quienes entendió como otras vanguardias poéticas. Cosechó enemigos y detractores y vivió mascando una rabia oscura, hecha de la conciencia del desamparo y de la falta de reconocimiento popular. Cuando en 1965 le dieron el Premio Nacional de Literatura ya era tarde. Su mujer y el mayor de sus hijos habían muerto y sus poemas existían como rumores y susurros; eran apenas visibles, como una leyenda que se mezclaba con los mitos de su personalidad y el eco de sus propias palabras; la suya era una poesía que exigía del lector variadas formas de compromiso.

Un resumen de su vida no alcanza. Sus numerosos libros, donde destacan Los gemidos, Escritura de Raimundo Contreras, Arenga sobre el arte, Genio del pueblo o Acero de invierno, siguen leyéndose como textos vivos y radicales, mientras que sus amigos y compañeros de ruta, como el crítico literario Juan de Luigi, el poeta Guillermo Quiñonez, el escritor Mario Ferrero o el pintor Abelardo Paschín, parecen haberse hundido en el río del olvido, del mismo modo que buena parte de esa cultura chilena a la que él exigió una comprensión y una altura que nunca recibió de vuelta.

Sobre el final, De Rokha aguantó hasta que no le quedó nada o casi nada. Siempre había aspirado a volverse un patriarca y muchas veces escribía como tal. Parecía vociferar solo, siempre dispuesto a abrazar de vuelta a quien escuchase sus gritos. Ahí estaba su herencia, esa habilidad para aglutinar tras de sí a los perdedores, los solitarios, los revolucionarios, los locos, los surrealistas, los chinos, los pobres o los olvidados como si fuesen miembros de su propia familia. Esa era su pandilla salvaje, su multitud. Ese era su ejército, su legión, su grupo de amigos. Su clan, una banda de malditos y fracasados, de autores invisibles, de héroes oscuros y poetas inéditos. Aquel culto exigía despreciar las mieles del éxito e insistir en el valor moral o revolucionario de la literatura como un fuego exterminador de cualquier falsedad, de cualquier impostura. Porque De Rokha fue el rey secreto de esa tierra imaginaria y el jefe de una familia que era más que una familia.

En un siglo donde la literatura se consolidó muchas veces como una serie de operaciones y relaciones públicas, él perdió casi todas las partidas. «Yo soy como el fracaso total del mundo, ¡oh Pueblos! /El canto frente a frente al mismo Satanás, /dialoga con la ciencia tremenda de los muertos, /y mi dolor chorrea de sangre la ciudad», anotó en uno de sus primeros poemas y se dedicó a cumplir esa declaración a rajatabla por el resto de sus días.

II

II

Coyhaique. Duerme. El viaje ha sido agitado. Queda poco. Afuera está la niebla. Afuera está el frío. El sur de Chile es una tormenta. Este es el lugar donde se termina todo: el viaje, la picaresca, la epopeya trashumante de libros y cuadros. Por ahora Pablo de Rokha duerme. Ha cenado bien. Atravesó el sur. Cruzó la isla de Chiloé. Sobrevivió a un temporal. Pueblo tras pueblo atrajo a los amigos y enemigos. La familia se quedó en Santiago, esperando. Todos en una casa con un patio grande, una casa chilena, una casa vieja que pudo parecerse a las de su infancia.

Antes, pasó por una tormenta. Estuvo a punto de naufragar. En medio de la lluvia, el viento, las olas y los relámpagos, salió a la cubierta y sacó dos pistolas. La pequeña se la pasó a su amigo y biógrafo Mario Ferrero, quien lo acompañaba y que contaría la historia años después en un libro de crónicas. La otra se la quedó él, una Smith & Wesson calibre 44, cacha nacarada. Un arma legendaria que era el recuerdo del recuerdo de una guerra. En medio de la tormenta, De Rokha miró a Ferrero. Le dijo que tenían que suicidarse. Ferrero lo miró de vuelta. El barco se sacudió, casi se dio vuelta mientras caía sobre el mar agitado, atravesando olas parecían muros de un cemento negro cuyo contacto podía astillar la madera. Entonces los llamaron desde la cabina. El capitán quería hablar con ellos. El capitán se apellidaba Aldana. Cada uno llevaba su arma en la mano. Aplazaban lo inevitable, de ésta no salían vivos. En la cabina, Aldana les sirvió whisky. Bebieron los tres. El trago los calmó. El alcohol hizo aparecer una valentía estoica, una calma artificial.

Nadie se va a morir por ahora, nadie va a naufragar, dijo Aldana. He visto cosas peores, acotó. Ellos lo escucharon. El barco dejó la tormenta, siguieron el viaje, guardaron las armas.

Ahora, más y m

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