Sin límites

Daniela Legarda

Fragmento

Capítulo 1. Familia

Ser la menor de tres hermanos es una condición que siempre me ha gustado y no la cambiaría por nada del mundo. Por ejemplo, uno de los primeros recuerdos que tengo, de cuando aún era bebé, es haber estado siempre en los brazos de mi mamá, mi abuelita o mis tías, observando el mundo que me rodeaba desde la altura de su abrazo. Desde ahí arriba podía ver a mis hermanos jugando o corriendo. Siempre los buscaba y los encontraba al lado mío, jugando juntos, y sonreía al verlos saltar.

Creo que en ese entonces me sentía como el Sol con los planetas, pues todo el mundo giraba alrededor mío, en un juego interminable de sonrisas. Debo admitirlo: ¡ser la menor tiene grandes ventajas! La gente me sonreía, me mimaba, me peinaban y me servían deliciosas compotas con sabor a pollo o manzana, y de verdad el hecho de estar tan cerca de mi mamá, mi abuelita y mis tías me dio cierta seguridad, tranquilidad y serenidad. Estoy convencida de que nací para ser la menor de la familia, pues incluso hoy en día, que ya soy adulta, me gradué de la universidad, tengo una especialización, dirijo empresas y algunos proyectos y cuento con millones de seguidores en redes sociales; tengo que confesar que me siento muy cómoda sabiendo que siempre seré la pequeña de mi casa.

Yo creo que los hermanos menores tenemos características muy particulares, pues recibimos las experiencias, los logros, las lecciones y los golpes de nuestros hermanos mayores. Es decir: somos observadores pequeños y despreocupados que, desde un cómodo balcón, miramos el teatro de la vida de la familia entera. De esa forma aprendemos millones de cosas que nos impiden repetir algunos de sus errores y agudizan nuestro juicio. Modestia aparte, creo que gracias a este trabajo de vigilancia y aprendizaje, los hermanos menores tenemos bastante sabiduría familiar. Sé que en algunas familias continúan tratando a los hijos menores como bebés, aunque sean adultos, pero realmente creo que podemos ser muy útiles si nos escuchan, pues somos como esponjitas y vamos absorbiendo todo lo que pasa a nuestro alrededor.

A los tres años me bajé de los brazos, tal vez cansada de estar cargada, y me uní a los juegos con mis hermanos. En ese entonces Fabio tenía nueve años y María seis, y nos gustaba jugar desde que iniciaba el día. Recuerdo que cuando nos servían el desayuno, la mesa del comedor se convertía en una sala de discusión, en donde el tema era a quién le habían servido más frutas o más jugo; o sea, todos teníamos que tener la misma cantidad, o habría pelea. Por esa época a Fabio le dio por decirme que él era un mago que podía hacer desaparecer las cosas, y aunque yo en el fondo sabía el resultado, siempre le decía que sí cuando me preguntaba si quería que hiciera magia. Entonces, él tomaba una de las galletas de mi plato de desayuno y la colocaba enfrente de mí, y luego me decía: “Repite conmigo: Abracadabra, patas de cabra”, y yo le hacía caso. Después me decía que cerrara los ojos y me pedía que soplara. Yo soplaba y, cuando abría los ojos, ¡oh, sorpresa! La galleta había desaparecido.

Yo miraba a Fabio y lo veía reírse, atragantándose, mientras María festejaba alzando los brazos y diciendo: “¡Magia, magiaaaaaa!”. Recuerdo que los miraba desconcertada, con los ojos chiquitos y un puchero dibujado en la boca, y después llegaba mi grito más alto: “¡MAMÁAA! ¡Seeee comieron mis galletaaaaaaaas!”. Mi mamá llegaba de inmediato y los regañaba o simulaba castigarlos; ellos corrían por toda la casa para que no los alcanzara, y yo continuaba sollozando, pero la verdad es que verlos correr me hacía sonreír. Cuando eres la más pequeña de la familia, muchas veces no te incluyen en los juegos porque eres muy chiquita, o muy llorona, y por eso, aunque este juego se repetía todos los días y siempre terminaba en gritos, me encantaba jugarlo, porque para mí pasar tiempo con mis hermanos era lo más importante del mundo.

Sin duda Fabio y María habían encontrado una nueva distracción: molestar a su hermana pequeña, y cada día se inventaban juegos diferentes. Por ejemplo, se escondían de mí para luego aparecer cubiertos con una sábana, lo que hacía que se me pusieran los pelos de punta y que gritara del susto. Recuerdo también que una vez María me invitó a jugar al salón de belleza. Peinó mi largo cabello negro, que en ese momento me llegaba más abajo de los hombros, y lo cortó hasta dejarlo a la altura de la nuca; me maquilló las mejillas, me puso labial y me pintó las uñas. Cuando mi mamá me vio así, gritó muy fuerte —como yo cuando me asustaban vestidos de fantasmas— y María se ganó un regaño de verdad.

Cuando me pongo a pensar en mi infancia, la recuerdo con cariño y nostalgia. Siempre había risas y juegos a mi alrededor, y aunque muchas veces terminaba perdiendo, me divertía mucho con mis hermanos. Además, tenía clarísimo que cuando perdía, siempre podía gritar, como si fuera una alarma, lo que hacía que mi mamá apareciera mágicamente para defenderme.

Papá no tardó mucho en notar la desventaja de nuestros juegos, en los que siempre la más pequeña terminaba llorando. Entonces, un día me dijo: “Mira, cada vez que te hagan algo, en vez de llorar, ¡defiéndete!, y contéstales así: @#$%&ˆ#*, o así ¡@#$%ˆ*”.

Después de eso, y de ahí en adelante, la pequeñita de tres años gritaba groserías y malas palabras por toda la casa: “Fabio y María, ¡devuélvanme mi $%#@&^ galleta!”, “Fabio, come @#$%ˆ”, “María, dame mi @#$%ˆ& muñeca”. Mi mamá abría los ojos desconcertada, al escucharme usar ese lenguaje, y mi papá nos miraba de lejos y se reía. Tal vez no fue la mejor forma, ni la más común o la más refinada, pero sin duda así fue que aprendí a defender mis cosas y a protegerme de los demás.

Nunca te sientas pequeño o frágil; tu pensamiento, tus palabras e ideas pueden cambiar tu entorno, e incluso el mundo.

Mi papá me contó que una vez mi abuelito, Héctor Lizcano, un reconocido industrial de la ciudad de Barranquilla, nos invitó a una gran cena para presentarnos a algunos miembros de la familia que vivían por fuera de Colombia. Fuimos a un restaurante donde alistaron una mesa muy sobria para treinta personas. Nosotros nos ubicamos al frente de nuestro abuelo, el patriarca del clan, el viejito bonachón que había guiado y conducido a la familia con sus sabios consejos.

Recuerdo que mi papá y mamá estaban muy elegantes, y a mí me pusieron un vestidito rosado con una cinta del mismo color, que disimulaba mi pelo corto y me hacía ver como un verdadero angelito. La cena transcurría normalmente, con charlas d

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