Las gemelas de Auschwitz

Fragmento

Las gemelas de Auschwitz

PRÓLOGO

Las puertas del vagón se abrieron completamente por primera vez después de muchos días, la luz del sol nos iluminó como una bendición. Decenas de judíos llegamos apiñados en aquel diminuto vagón de ganado que acababa de atravesar la campiña traqueteando y alejándonos cada vez más y más de nuestro hogar en Rumania. La gente, desesperada, se empujó entre sí para salir.

En cuanto nos lanzaron hacia la plataforma me sujeté con fuerza de la mano de mi hermana gemela. No estaba segura de si debía sentirme contenta de que nos hubieran sacado del vagón o temerosa por lo que se avecinaba. Sentimos la frescura del aire temprano de la mañana. El viento frío entumeció nuestras piernas desnudas a través de la delgada tela color guinda de nuestros vestidos idénticos.

Supe de inmediato que era muy temprano por la mañana porque el sol apenas comenzaba a salir en el horizonte. Adondequiera que volteaba había altas cercas de alambre con afiladas púas. Desde las elevadas torres de vigilancia se asomaban y nos apuntaban con sus pistolas los patrulleros de las Schutzstaffel, mejor conocida como las SS. Otros soldados sujetaban a perros guardianes mientras éstos jalaban de sus cadenas y ladraban y aullaban como un perro rabioso que vi una vez en la granja. Los perros guardianes también tenían espuma en la boca y dientes puntiagudos de un blanco deslumbrante. De pronto percibí los latidos de mi corazón.

Mi hermana me apretó con su palma húmeda y tibia. Mi madre, mi padre y nuestras dos hermanas mayores, Edit y Aliz, estaban de pie junto a nosotras cuando escuché a mi madre susurrar intensamente a mi padre.

—¿Auschwitz? ¿Es Auschwitz? ¿Dónde estamos? ¿No es Hungría?

—Estamos en Alemania —fue la respuesta.

Habíamos cruzado la frontera hacia territorio alemán. De hecho estábamos en Polonia, pero los alemanes habían asumido el poder del país. Todos los campos de exterminio estaban en la Polonia alemana. No nos habían llevado a un campo húngaro de trabajos forzados para hacernos laborar, sino a uno de exterminio nazi para asesinarnos. Antes de que pudiéramos digerir la noticia sentí que alguien me empujaba el hombro y me lanzaba hacia un lado de la plataforma.

—Schnell! Schnell! ¡Rápido! ¡Rápido! —les gritaron los guardias de las SS a los prisioneros que aún quedaban en el vagón de ganado para que salieran a la gran plataforma.

Nos movieron a empellones y Miriam se acercó aún más a mí. Cada vez que los guardias empujaban a los adultos contra nosotras o los jalaban para alejarlos, la débil luz del día se bloqueaba y se desbloqueaba. Parecía que a los prisioneros nos estaban eligiendo para una cosa o para otra. Pero ¿para qué?

Entonces los sonidos que nos rodeaban empezaron a aumentar de volumen. Los guardias nazis jalaron a más gente y la empujaron al lado izquierdo o al derecho de la plataforma de selección. Los perros gruñían y ladraban. La gente en el vagón de ganado empezó a llorar, a gritar, a chillar al mismo tiempo; como los estaban separando, todos buscaban a los miembros de su familia. A los hombres los separaron de las mujeres, a los niños de sus padres. La mañana hizo erupción y se tornó en un pandemónium. Todo empezó a moverse más y más rápido a nuestro alrededor. Era un manicomio.

—Zwillinge! Zwillinge! ¡Gemelas! ¡Gemelas! —Unos segundos después, un guardia que pasaba apresuradamente se paró en seco frente a nosotros. Se nos quedó viendo a Miriam y a mí con nuestros vestidos idénticos.

—¿Son gemelas? —le preguntó a mamá.

—¿Eso es bueno? —preguntó ella titubeante.

—Sí —respondió el guardia.

—Sí, son gemelas —contestó ella.

Sin decir una palabra, el guardia nos jaló a Miriam y a mí, y nos separó de mamá.

—¡No!

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡No!

Miriam y yo gritamos y lloramos mientras tratábamos de alcanzar a nuestra madre. Ella, a su vez, extendió los brazos y luchó por seguirnos, pero un guardia la sujetó y luego la arrojó bruscamente al otro lado de la plataforma.

Nosotras dimos alaridos. Lloramos. Suplicamos, pero nuestras voces se perdieron entre el caos, el ruido y la desesperación. No importó cuánto lloráramos ni cuán fuerte gritáramos. No importó. Debido a esos vestidos idénticos color guinda, debido a que éramos gemelas idénticas y a que fue tan fácil detectarnos en medio de aquella multitud de sucios y fatigados prisioneros judíos, Miriam y yo fuimos elegidas. Poco después estaríamos frente a Josef Mengele, el médico nazi conocido como el Ángel de la Muerte. No lo sabíamos aún, pero él era quien decidía quiénes en la plataforma vivirían y quiénes morirían. Lo único que sabíamos en ese momento era que estábamos brutalmente solas. Y sólo teníamos diez años.

Nunca volvimos a ver a papá ni a mamá, ni a Edit ni a Aliz.

Figura 1. Europa del Este a principios de la Segunda Guerra Mundial.

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