Álvaro

Juan Esteban Constaín

Fragmento

Noticia

La primera campaña presidencial en Colombia de la que tengo un recuerdo nítido es la de 1986. Mi familia era liberal —tan liberal que yo pude salir conservador, aunque no del partido, por suerte— y le hacía fuerza a Virgilio Barco. Todavía me acuerdo de unas banderitas rojas triangulares que yo blandía en Popayán como si fueran ringletes: “Con Barco, unidos para el cambio”. Pero mi abuela, que tenía un parentesco con él porque sus abuelos eran medio hermanos, sí decía: “Lástima que Álvaro Gómez sea tan inteligente”. Fue una frase que me inquietó desde entonces, yo tenía siete años. La noche de las elecciones crucé la cuadra y arranqué unos afiches de Álvaro que Armando Perafán, un vecino gordísimo que teníamos, había colgado en su Renault 4 blanco. Me pareció un acto de rebeldía, un gesto de victoria. Luego, con los años, me acostumbré a ver a Álvaro Gómez como una figura recurrente del paisaje nacional, siempre estaba allí. Una de las tantas mañanas en que no quise ir al colegio, y solían ser muchas, demasiadas, vi una entrevista suya en la televisión y recuerdo habérmela visto toda y haber pensado que mi abuela tenía razón: Álvaro Gómez Hurtado era muy inteligente. Quedé como embrujado viendo cómo movía las manos, el peso de cada una de sus palabras que caían sin esfuerzo en el lugar perfecto.

Pero eso lo descubrí de verdad muchos años después, cuando en mi adolescencia me dediqué a leer y a leer libros de historia y de filosofía política. Sabía que me gustaban las ideas conservadoras, en el sentido romántico de la palabra, pero no sabía muy bien por qué. Entonces me leí un excelente libro de Alberto Bermúdez: Álvaro Gómez, su pensamiento vive. Había pasado un año de su asesinato y me conmovieron, me maravillaron todos los textos de Gómez que estaban recogidos allí. Era ese un discurso que contrastaba no solo con la mediocridad del momento sino con la pompa vacía y veintejuliera de la oratoria colombiana. En cambio aquello tenía profundidad, belleza, encanto. Luego, en una librería de viejo en Cali, conseguí una ajada edición popular de La Revolución en América: llegué a mi casa, la abrí, no podía creerlo. Cómo era posible que yo no hubiera leído ese libro antes; cómo era posible que ese libro tan brillante y erudito se hubiera escrito aquí. Ese día me hice alvarista para siempre, y a mucho honor. Un alvarismo platónico, digamos, ya sin ninguna aspiración electoral ni práctica. Pero cuanto más leía de él y sobre él más lo admiraba y más me convencía de lo que pienso aún, y es que Álvaro Gómez Hurtado fue el estadista más grande de Colombia en el siglo XX.

Pero también, al convencerme de ello, entendí que esa certeza no era fácil de defender. Descubrí o recordé (ay, mi abuela) que sobre la figura de Gómez gravitaban una serie de prejuicios y acusaciones muy duros e imposibles de borrar. Ni siquiera cuando sus propias palabras o la historia estaban en franca contradicción con lo que se decía de él, ni siquiera así era posible desactivar esa animadversión histórica profesada en su contra y que lo marcó para siempre durante su carrera política, y que también ha sido uno de los caminos más recurrentes para aproximarse a su figura ya después de muerto. Eso por no hablar de la impunidad que aún reina en torno al atentado que le costó la vida, ese magnicidio ejecutado por lo que él mismo llamaba el Régimen.

Lo mejor es que gracias a mi admiración por Álvaro Gómez tuve el privilegio en la vida de conocer a su viuda, Margarita Escobar de Gómez. Y puedo decir, con gran orgullo, que el nuestro fue un amor a primera vista y que nos hicimos amigos desde ese día y para siempre. Hubo una época en la que para mí no había más felicidad que irme una tarde entera a hablar con ella y a tomar Coca-Cola y a comer pandeyucas. Yo la grababa (muchas de esas conversaciones están presentes aquí, así como cartas inéditas de la familia) y ella me contaba su historia asombrosa y apasionante, luego comentábamos telenovelas, luego veíamos libros o fotos. Margarita fue para mí como una especie de abuela adoptiva y una de las personas más importantes de mi vida; un espíritu sereno, alegre a pesar de todo, culto, lúcido. Me parecía increíble tenerla allí durante horas, hablando conmigo, pues la primera vez que leí a Álvaro hablar sobre ella en un libro me pareció eso: que debía de ser maravilloso tenerla allí durante horas, hablando con uno. Lo mismo, el mismo milagro, me ocurrió con los libros de su biblioteca, que yo había visto y codiciado en cientos de fotos y revistas. En esas épocas casi prehistóricas, en el año 2001, digamos, no existía la posibilidad que hay hoy de ampliar con los dedos las imágenes para verlas mejor. Y sin embargo yo hacía eso cada vez que veía la biblioteca de Álvaro Gómez Hurtado: aguzaba la mirada para saber qué libros había allí, para descubrir quizás alguno que él hubiera mencionado en alguna parte. Hoy muchos de ellos están conmigo gracias a la amistad y la generosidad de Margarita. Esa fue la lotería que yo me gané en la vida, y qué mejor.

Este texto que el lector tiene entre las manos, ojalá, es un ensayo que a mí se me salió de las mías. Lo digo tal cual. Yo había escrito varias veces sobre Álvaro Gómez Hurtado y sobre mi relación con él y con su familia y sobre todo con su obra y su legado. Siempre buscaba algún pretexto, algún aniversario, para levantar esa bandera, después de lo cual me veía obligado, sin falta, a explicarla y a justificarla, a demostrar que muchas de las acusaciones que le hacían a Gómez, y que me las enrostraban a mí para demeritar mis textos, eran el resultado de una tradición historiográfica y narrativa llena de prejuicios y falacias en la que él y su familia encarnaban de manera recurrente y sistemática, casi por derecho propio, por decreto, el lugar de la maldad, del sectarismo, de la violencia, de lo peor en la historia de Colombia. Ese es un debate interminable que he dado varias veces feliz, y que aquí continúo y amplío en el límite de mis fuerzas; esto es lo que hay, por mi parte ya creo que lo estoy diciendo todo. Pero también me afectaba mucho, y se lo dije a Margarita y a sus hijos y sobrinos y nietos, a quienes hoy considero mi familia, que la memoria de Álvaro Gómez hubiera sido judicializada en exceso, a causa sin duda de la impunidad que desde el primer día ensombreció las investigaciones sobre su asesinato. Dichas investigaciones son un arquetipo, un modelo perfecto y tenebroso de la impunidad en Colombia, y deshacer sus entuertos e intrigas es una proeza que ha costado dolores sin cuento y aún más vidas.

Pero siempre me pareció, desde hace años me lo parece, que era una desgracia que para hablar de Álvaro Gómez estuviéramos reducidos solo a invocar a los peores hampones con sus alias, a citar expedientes, a llorar la injusticia. Lo cual no deja de ser una desdichada paradoja, pues la justicia, que hubiera justicia, fue la obsesión política de Álvaro Gómez toda su vida. Por eso me parecía y me parece que al mismo tiempo que se investiga el magnicidio hay que rescatar y discutir, sí, su legad

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