Mi nombre es Lorena Meritano Gelfenben. Nací en una hermosa ciudad llamada Concordia en la provincia de Entre Ríos, en la República Argentina. Soy la primera hija de Adela María Luz Gelfenben Galante y Enrique Ítalo Meritano Solavaggione, y nieta de Celia Galante Katz y Aaron Gelfenben Muravchik por parte de madre y de María Luisa Solavaggione Esteves e Ítalo José Meritano Nosari por parte de padre. Soy hermana de Javier y Renato Meritano, soy “la hermana mayor”, aunque históricamente, entre nosotros, siempre jugamos a que soy la menor y, cada vez que nos vemos (un momento muy hermoso en mi vida), mis hermanos me preguntan: “¿Cuántos años teníamos en ese momento?”.
Y eso me recuerda que, en algún tiempo de mi vida, me preocupaba decir mi edad. Hoy no me gusta celebrar mis cumpleaños como lo hace la mayoría de la gente. Eso de la fiesta, la torta, el ruido, la gente y todo lo que eso implica… no disfruto de ningún tipo de lugar en el que haya más de tres personas reunidas hablando a la vez, sea playa, montaña, celebraciones, velorios, reuniones laborales o personales, mucho menos los eventos sociales que impliquen algún tipo de compromiso.
Nunca me gustó hacer ese tipo de celebraciones, pero reconozco que desde el 2014, año de la detección de mi cáncer, algo se sumó al conteo de los años: ahora, cuando los cumplo, lo digo con orgullo y sin tanto rollo porque, estén tres o cincuenta personas festejando conmigo, nadie puede negar que es una mezcla de milagro y bendición que yo pueda cumplir año tras año.
Tengo 47 años, muy bien vividos. Quiero contar de dónde vengo para que la gente me conozca. Probablemente muchos podrán creer que me conocen por mi trabajo: por mi actuación en telenovelas en Perú, México, Colombia, Venezuela y Estados Unidos, alguna obra de teatro, series, participaciones especiales, pero la realidad es que no saben quién soy, quién es mi familia, de dónde vengo, cómo son mis orígenes… Conocen retazos de la historia de mi vida, eso lo tengo claro, pero no por eso saben quién soy. Soy un ser humano que se formó como actriz, presentadora, modelo. También es cierto que muchos tienen prejuicios y fantasías alrededor de quienes trabajamos en el mundo del espectáculo, y parte de este recuento que quiero hacer es para mostrar que, ante todo, soy un ser humano y que, como cualquier otro, provengo de algún lado. A partir de ahí se construyeron todos mis aprendizajes y todavía lo hacen: qué significa ser buena persona, qué significa respetar a los demás, respetarse a uno mismo, cuáles son los valores que aprendí desde mis orígenes y que hoy son parte de mi bandera.
Quince de esos años los viví ininterrumpidamente junto a mi familia, que era de clase media, como hija de una maestra y un viajante. Luego, antes de emprender mi viaje a México, volvería a vivir tres años más con mi papá y mi mamá en Concordia, de los 18 a los 21; papá trabajaba para Café La Virginia, igual que su padre, el Tata Ítalo, hijo de Don Miguel Meritano y de Doña Angela Nosari, mis bisabuelos paternos. Mi viejo recorría en su auto la provincia de Entre Ríos vendiendo café, té y especias y mamá era maestra y ejerció su profesión hasta que se enfermó de cáncer, paró de dar clases por obvias razones y tiempo después se jubiló. Luego seguirían trabajando juntos en un emprendimiento comercial familiar.
Como típica familia de clase media argentina, no teníamos casa propia. Vivimos siempre en la casa de los abuelos, en la sede de esa época de Café La Virginia de Concordia, donde mi abuelo era el gerente, hasta que se mudaron a la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe. Allí radicaba todo el resto de la familia paterna, incluidos los nonos —mis bisabuelos—, los padres de la abuelita Mary, María Luisa Solavagione Stevez, la mamá de mi papá, hija de Juan Bautista Solavaggione, “el Nono” para todos nosotros. “El Nono” era un italiano muy tierno y “la Nona”, Concepción Esteves, era una española muy simpática. Los dos vivían en el antiguo barrio Arroyito de la ciudad de Rosario.
Guardo recuerdos familiares muy lindos de los viajes con mis padres y hermanos a Rosario a visitar a los abuelos, primos, tíos y a los nonitos, especialmente las Navidades, cuando se reunía toda la familia en casa de los abuelos; también las visitas a los primos Meritano, que al final se convertían en una fiesta. Viví una infancia feliz, llena de anécdotas, como aquella vez en la que estaba en casa de mis abuelos rosarinos y pensé inocentemente que podía jugar con fósforos en el lavadero. Al final casi provoco un incendio que gracias a Dios no pasó a mayores.
Para ir desde Concordia a Rosario en auto, había que cruzar el túnel subfluvial que une las provincias de Entre Ríos y Santa Fe, construido bajo el lecho del río Paraná. Era toda una gran aventura en esa época andar más de dos mil metros en un auto por debajo de la tierra atravesando un río.
Durante otra temporada vivimos en la casa del abuelo Aaron, papá de mi mamá, hijo de don Adolfo Gelfenben y de doña Esther Muravchik, mis bisabuelos maternos, y desde mis seis años en la casa de la calle San Juan 722, propiedad de mi abuela materna Celia Galante, hija de don Natalio Galante, un ruso de Odesa, y de doña Victoria Katz, del mismo país de origen y religión: rusos judíos.
A mi abuela, la exmujer del abuelo Aaron, le decíamos Baba Celia a partir del término “bobe”, que en ídish significa, justamente, “abuela”. Para esa época era bastante extravagante que estuvieran separadas dos personas de esa edad, y fue mucho más impresionante y hermoso cuando el abuelo Aaron se mudó con nosotros a vivir bajo el mismo techo —cuando ya tuvimos nuestra propia casa— porque ahí, con nosotros, también vivía su exmujer, y cada uno tuvo su propia habitación. Lo lindo era que se juntaban en la cocina a hacer varenikes y a hablar en ídish como grandes amigos. El ídish ha sido históricamente el idioma de los askenazíes, o sea, los judíos de Europa central y oriental, y de sus descendientes en todo el mundo.
En la casa que tuvimos con mis papás vivimos todos: mis padres, mis hermanos y mis abuelos, además de todas las mascotas que supimos adoptar: perros, gatos, conejos, tortugas, que nunca faltaron en nuestro hogar; en esa casa transcurrió nuestra infancia y adolescencia hasta que la vendimos. Pasó así: mi mamá, después de mi partida tan temprana del país, la ida de mis hermanos a estudiar a Rosario, que luego se instalaron y formaron sus familias en Buenos Aires, y la muerte de mi padre, se había quedado sola. Durante años tratamos de convencerla de que lo hiciera, hasta que lo logramos: vendió la casa. Así se cerró el capítulo que recuerdo como el más hermoso de nuestras vidas: el de nuestra Concordia natal. Ya todos vivimos en Buenos Aires, cada uno en su casa, como corresponde.
Los viejos, a mis doce años,