Cartas a Antonia

Alfredo Molano Bravo

Fragmento

LA HERENCIA DE MI PAPÁ

Por Alfredo Molano Jimeno

Antonia nació el 3 de noviembre de 2006 en la Clínica de la Mujer en Bogotá. El trabajo de parto empezó en la madrugada y, ahora que caigo en la cuenta, como a la misma hora en que mi papá murió. Ese día me llamó con voz nerviosa a decirme que Adriana, mi hermana, ya estaba en el hospital y que allá me esperaba en cuanto pudiera. Llegué como a las tres de la mañana y él estaba en la sala de espera con ese gesto de ilusión que hacía tornando sus ojos hacia arriba y metiendo el cuello en los hombros. Me contó que ya había visto a la bebé, que era rosada, flaca y chiquitica. Desde ese viernes hasta el jueves 31 de octubre de 2019, cuando murió, mi papá se desvivió por Antonia.

No mucho tiempo antes de que naciera mi sobrina, tal vez un año, mi papá había regresado de Estados Unidos, donde terminó sus largas noches de exilio. Estuvo unos siete u ocho años viviendo, o mejor, sobreviviendo, fuera de Colombia por cuenta de que a Carlos Castaño le parecía que su pluma era más peligrosa que la guerrilla, y lo sentenció con algunas cartas amenazantes, entre ellas, una escrita en la primera página de El libro negro del comunismo. Un par de meses antes de que Antonia naciera, mi hermana llegó de España, donde había estado los últimos siete años, algunos de los cuales los pasó junto a mi papá en su primera etapa del exilio en Barcelona.

Adri llegó sola y ya barrigona. Fue así como la relación entre Antonia y mi papá fue mucho más que la de un abuelo con su nieta. Los primeros dos años vivieron juntos, con mi hermana, claro, en la casa de La Calera. La niña fue creciendo, aprendió a gatear con la cola parada y sin flexionar las piernas. En las mañanas, cuando mi papá ya llevaba horas despierto y cinco tintos encima, corría a buscarla al oír sus primeros gorgojeos. Le gustaba sacarla al aire vespertino para darle un breve paseo por el jardín. Saludaban al perro y al caballo y él trituraba una hoja con sus dedos gordos y chiquitos para que ella oliera, al tiempo que le explicaba: es eucalipto, un romero, una hierbabuena.

En cuanto creció y pudo alimentarse por sí misma, mi papá se la llevó a cuanto viaje pudo. Pienso que ninguno de sus hijos viajamos tanto con él como lo hizo Antonia. Tenían una complicidad y un lazo afectuoso muy profundo y particular, que muchas veces despertaba celos en hijos, nietos y hasta en algunos de sus amores. Nunca se preocupó por disimular su preferencia por Anton, como le decía. La llevaba a cine a ver películas gringas que él odiaba y hasta se aguantaba las jornadas de compras en un centro comercial de moda, un acto que aborrecía con todas sus fuerzas pero que, a la voz de que fuera con ella, hasta le parecía divertido.

Y fue tanto el amor y el miedo que tenía de no estar para ella cuando fuera adulta, que hace muchos años decidió escribirle un libro. Texto que inicia con una carta que leyó el día de su bautismo, cuando Anton tendría unos tres años. Este libro no es la reunión de cartas desperdigadas al azar en sus correos y archivos. No. Es un texto póstumo, pero no inconcluso. Lo escribió hasta unos días antes de su muerte. La mayoría de las cartas estaban ya corregidas e incluidas en una carpeta con el nombre que llevaba el libro. Muchas veces se le oyó hablar de este texto, lo hizo no como uno más de sus veinte y tantos libros, sino como el mejor regalo que le habría hecho a esa niña que tanto amó.

Durante quince años le escribió sus enseñanzas y reflexiones. Hizo una bitácora de los recuerdos que vivieron juntos y tuvo fuerza para escribir un diario de la enfermedad contra la que batalló seis meses. Meses durante los cuales, paradójicamente, Anton no pudo acompañarlo como ella hubiera querido por vivir en Perú. Tal vez para bien de ambos. Lo cierto es que cuando mi papá murió, este libro estaba terminado, como estaban también claros su legado y su herencia.

Más allá de su prestigio, de los cientos de textos escritos y del cargo que ocupó como comisionado de la verdad, su gran obra es una familia de viajeros, de lectores, de gente a la que le duele el país, que goza con la belleza y sufre con la pobreza de la gente llana. Alfredo Molano Bravo fue un patriarca, un centro familiar de reunión y decisión. Todos los domingos había espaguetis al almuerzo. Encabezaba la mesa en la que solíamos estar sus hijos, su hermana, sus sobrinos, sus nietos, su primera esposa y mi mamá. Hasta su casa llegábamos uno a uno a contarle nuestras historias y angustias, y nos íbamos pasadas las seis de la tarde, cuando la hora gris se asentaba y el lamento melancólico de las mirlas le daba paso al crepitar de la chimenea.

Nos enseñó el amor por el Llano, a montar a caballo y a amarlos como integrantes de la familia; nos inculcó la alegría del caminante cuando corona una montaña, se interna en una selva o remonta un río crecido; nos hizo fieles a un terruño que llamamos resguardo y está inundado de sus huellas, donde vivieron sus padres y ahora viven mis hijos. Con su ejemplo nos dio lecciones de valentía en los días oscuros del paramilitarismo y la acechanza del “paraejército” que los secundaba. O en la noche que, infartado, emprendió el regreso desde la orilla del río Muco acompañado por su hermana y el escolta, dejando la caravana decembrina cargada de niños y de sueños.

Nos dejó, en fin, acompañados de su recuerdo y de su presencia inefable. Presencia y recuerdos que reviví hasta el llanto reuniendo estas cartas y organizándolas. Fue una inmersión en mi dolor y mi amor por él. Fue casi como desenterrarlo para volver a enterrarlo, pero bien valió la pena porque de todos sus libros es el más profundo, autobiográfico y universal. En todas las casas habrá una Antonia amada que necesite saber en qué país nació. Y a nuestra Antonia, y a cada uno de nosotros, nos acompañará la voz de mi padre en cada paso que demos.

Al morir mi papá quedamos huérfanos, además de sus familiares, 126 pares de tenis. Tenis de tela, en su mayoría marca Converse, que se convirtieron en un sello de su auténtica manera de vivir, y con los que anduvo, según unos cálculos superficiales, unos 14.000 kilómetros. En sus cajones guardaba tres cuchillos, tres radios, siete jeans Levi’s, una docena de sacos de lana, otra de camisas de algodón hechas a su medida, veinte pares de medias tobilleras de colores, en especial aguamarinas, rojas y rosadas; tres pares de gafas, su collar de coral rojo y un eneagrama de plata, un reloj, una valiosa biblioteca y un caballo.

Dejó publicados veintisiete libros y sin publicar unos tres, entre ellos, este que agrupé, una novela erótica y un libro de relatos a medio escribir. También dejó, además del resguardo en La Calera, dos casas donde vivirán sus sueños y sus nietos: una a orillas del Magdalena, y otra donde se besan los ríos Vichada y Muco. Lugares donde atesoramos los mejores recuerdos que de él podemos tener, donde siempre resonará su sonrisa y a donde acudiremos a buscar la fuerza que nos falta y que él tuvo de sobra, porque su he

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