Cuando las arañas tejen juntas pueden atar a un león

Daniel Coyle

Fragmento

cap-1

 

Introducción

Cuando dos más dos suman diez

Comencemos con una pregunta, tal vez la más vieja de todas: ¿por qué la suma total de algunos grupos es más que sus partes mientras que la de otros es menos?

Hace unos años, el diseñador e ingeniero Peter Skillman organizó un certamen para averiguarlo. A lo largo de varios meses, reunió a una serie de grupos de cuatro personas en Stanford, la Universidad de California, la Universidad de Tokio y varios lugares más. Desafió a los distintos grupos a que construyeran la estructura más alta posible con los siguientes elementos:

• veinte espaguetis sin cocinar

• un metro de cinta adhesiva transparente

• un metro de cuerda

• un malvavisco de tamaño normal

El certamen tenía una regla: el malvavisco debía ir en la cúspide. La parte fascinante del experimento, sin embargo, tenía que ver no tanto con la tarea en sí como con los participantes. Algunos de los equipos se componían de estudiantes de empresariales. Otros, de niños de preescolar.

Los primeros se pusieron manos a la obra de inmediato. Empezaron a debatir entre ellos y a trazar estrategias. Examinaron los materiales. Sopesaron todo tipo de planteamientos y formularon preguntas razonables y complejas. Propusieron diversas opciones y profundizaron en las ideas más factibles. Actuaron con profesionalidad, racionalidad e inteligencia. El proceso los llevó a la decisión de seguir una estrategia en particular. Se repartieron las tareas y comenzaron la construcción.

Los preescolares adoptaron un enfoque diferente. No trazaron ninguna estrategia. No analizaron nada ni compartieron experiencia alguna. No formularon preguntas, ni propusieron opciones ni profundizaron en ninguna idea. De hecho, apenas hablaron. Se mantuvieron muy cerca los unos de los otros. No interactuaron de manera fluida ni organizada. Se quitaban los materiales de las manos los unos a los otros con brusquedad y se ponían a construir, sin orden ni concierto. Cuando hablaban, lo hacían con breves irrupciones («¡Aquí! ¡No, aquí!»). La técnica podría describirse como la aplicación de un montón de soluciones todas a la vez.

Si hubiera que apostar al equipo ganador, no sería una elección complicada: apostaríamos por los estudiantes de empresariales, porque poseen la inteligencia, la habilidad y la experiencia necesarias para obtener un resultado óptimo. Así es como se suele concebir el comportamiento grupal. Inferimos que las personas diestras sumarán esfuerzos para trabajar con destreza, del mismo modo que damos por hecho que dos más dos suman cuatro.

Perderíamos la apuesta. En muchas de las pruebas, los preescolares levantaron construcciones de una media de sesenta y cinco centímetros de altura, mientras que las estructuras de los estudiantes de empresariales se quedaban en una media de menos de veinticinco centímetros.[1] 

El resultado es difícil de aceptar porque se antoja imposible. Vemos a estudiantes de empresariales inteligentes y experimentados y nos cuesta imaginar que realizaran una labor conjunta tan mejorable. Vemos a los preescolares, tan poco refinados y duchos, y nos cuesta imaginar que su trabajo colaborativo sería el más fructífero. Pero este imposible, como todos los imposibles, ocurre porque nuestros instintos nos llevan a centrarnos en los detalles equivocados. Nos centramos en lo que vemos, en las habilidades individuales. Pero las habilidades individuales no son lo que cuenta. Lo importante es la interacción.

Aunque los estudiantes de empresariales parezcan colaborar, en realidad están sumidos en un proceso que los psicólogos llaman «gestión del estatus». Tratan de dilucidar cuál es su lugar en el conjunto. ¿Quién manda? ¿Estará bien visto si critico las ideas de Fulano? ¿Cuáles son las reglas? Parecen interactuar de manera fluida, pero su comportamiento es ineficaz y está lleno de dudas y de una competencia sutil. En lugar de centrarse en la tarea, se pierden en la incertidumbre que les provocan los demás. Pierden tanto tiempo gestionando el estatus que al final se olvidan del verdadero problema (el malvavisco es relativamente pesado y los espaguetis son difíciles de fijar). En consecuencia, a menudo fracasan en los primeros intentos y el tiempo se les agota.

El comportamiento de los preescolares parece desorganizado en un primer momento. Pero cuando se les observa como unidad, se aprecia su dinamismo y su eficacia. No compiten por el estatus. Trabajan hombro con hombro y colaboran de forma activa. Obran con rapidez, detectan los problemas y ofrecen su ayuda. Experimentan, asumen riesgos y ven los resultados, lo cual los lleva a adoptar soluciones eficaces.

Los preescolares ganan no porque sean más listos, sino porque su forma de trabajar juntos es más inteligente. Actúan conforme a un sencillo y formidable método, gracias al cual un grupo de personas normales puede rendir por encima de la suma de sus partes.

Este libro explica cómo funciona dicho método.

La cultura de grupo es una de las mayores fuerzas que existen. Percibimos su presencia en los negocios de éxito, en los equipos que compiten en los campeonatos y en las familias prósperas, y notamos tanto su ausencia como cuando se ha vuelto tóxica. Podemos observar su impacto en el balance de cuentas. Una cultura fuerte aumenta los ingresos netos hasta un 765 % a lo largo de diez años, según un estudio realizado en Harvard con más de doscientas empresas. Aun así, el funcionamiento interno de la cultura sigue suponiendo un misterio. Todos queremos implantar una cultura fuerte en nuestras respectivas organizaciones, comunidades y familias. Sabemos que funciona. Pero no sabemos con exactitud cómo funciona.

Esto podría deberse al modo en que concebimos la cultura. Solemos considerarla un rasgo grupal, como el ADN. Las culturas sólidas y bien asentadas, como las de Google, Disney o los Navy SEAL, parecen tan singulares y características que podrían calificarse de inamovibles, como si de alguna manera estuvieran predestinadas a ser así. De acuerdo con este razonamiento, la cultura es una pertenencia determinada por el destino. Unos grupos son agraciados con una cultura sólida y otros no.

Este libro adopta un enfoque distinto. He pasado los últimos cuatro años visitando e investigando a ocho de los grupos de mayor éxito del mundo, entre ellos una unidad militar de operaciones especiales, una escuela de un área desfavorecida, un equipo profesional de baloncesto, un estudio cinematográfico, una compañía de comediantes y una banda de ladrones de joyas.[2] Llegué a la conclusión de que sus respectivas culturas nacían de un conjunto específico de habilidades. Estas, que aprovechan el potencial de nuestro cerebro social con el fin de generar interacciones idénticas a las que empleaban los preescolares para construir torres de espaguetis, conforman la estructura de este libro. La habilidad 1 —labrar la seguridad— profundiza en cómo las señales de vinculación establecen lazos de pertenencia y de identidad; la habilidad 2 —compartir la vulnerabilidad— explica cómo el hábito de afrontar riesgos comunes propicia la cooperación basada en la confianza; la habilidad 3 —definir un propósito— detalla cómo las narraciones implantan objetivos y valores comunes. Estas tres habilidades actúan en conjunto de forma paulatina, primero estableciendo la conexión del

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