Rompe tu silencio

Elaine Lin Hering

Fragmento

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Introducción

Todo el mundo sabía que estaba mal que él se atribuyera el mérito de mi trabajo. Había sido yo la que se había quedado despierta hasta tarde para hacer las cuentas. Yo me había coordinado con las partes interesadas. Yo había tomado páginas de notas y las había sintetizado en tres puntos concretos. Todos sabían que lo había hecho yo.

Todos, menos el ejecutivo que importaba.

Pero nadie dijo una palabra cuando mi compañero se atribuyó el mérito.

Cuando el ejecutivo lo elogió por su brillantez.

Cuando ascendieron a mi compañero.

Me enfadé. Me enfadé con él, con los demás y conmigo misma. ¿Por qué no me había defendido? ¿Por qué no había encontrado una manera de atribuirme el mérito? Era mi trabajo. Todo el trabajo era mío.

Pero decir algo parecería mezquino.

Decir algo supondría no saber trabajar en equipo.

Decir algo sería… Qué más da.

No me gusta nada decir lo que pienso. Es agotador y a veces degradante. Implica analizar por qué piensas lo que piensas y justificar lo que haces. Y si nadie más expresa su opinión, puedes sentirte solo en la línea de fuego, sin armadura ni defensas.

Pero, como suele decirse, si no luchas por ti mismo, nadie más lo hará, ¿verdad?

Desde mi profesor de oratoria de secundaria, que me gritaba «¡Habla más alto!», hasta el jefe de mi primer trabajo, que repetía «Cuéntanos lo que piensas de verdad» (pero después me decía que me equivocaba), si me hubieran dado un céntimo cada vez que alguien me ha pedido que dijera lo que pensaba, ya estaría jubilada.

Por desgracia, decir lo que piensas no es tan sencillo como hablar más alto. No todo el mundo tiene el privilegio de poder decir lo que piensa.

¡Te costaría creerlo, pero me resulta muy difícil decir lo que pienso.

Tengo títulos académicos y doy clases en algunas de las mejores universidades del mundo. Soy doctora en Derecho y socia de una empresa de consultoría. He hablado ante audiencias de trescientas mil personas. Me gano la vida hablando y dirigiendo.

Aunque es posible que no solo no te haya costado creerlo, sino que lo hayas dado por sentado.

Al fin y al cabo, soy mujer, asiática y (relativamente) joven. Los estereotipos y las estadísticas dicen que las personas como yo son interesantes en los primeros niveles jerárquicos, pero tienen menos probabilidades de ascender a puestos directivos. Se da por sentado que trabajaremos duro y no crearemos problemas, pero también que carecemos de la visión, la confianza en nosotros mismos, las capacidades y los conocimientos necesarios para dirigir.

Como inmigrante de Taiwán a Estados Unidos en la década de 1980, me criaron con la mentalidad de que si trabajas duro, agachas la cabeza y te integras, recibirás tu recompensa. Mi historia no es tan diferente de la de muchos otros inmigrantes. La receta del éxito era ser guai («obediente») e interpretar los papeles que me asignaban.

Soy la encarnación del mito de la minoría modelo. Familia biparental estable y alumna sobresaliente con muy buenos amigos. Fui a la Universidad de California en Berkeley porque era lo más práctico, ya que, al vivir en ese estado, la matrícula era más barata. Estudié y he dado clases en la facultad de Derecho de Harvard. Marco todas las casillas que se supone que te proporcionan una buena vida. En algunos círculos, todos dirían que he tenido éxito. Entonces, ¿de qué me quejo?

Si el éxito consistiera solo en sentarse a la mesa, se me consideraría exitosa.

Pero sentarte a la mesa no significa que tu verdadera voz sea bien recibida.

Se me pide constantemente que valide decisiones desde la «perspectiva de las minorías», como si yo pudiera hablar en nombre de todas las mujeres, las personas de color y los grupos históricamente oprimidos. A menudo estoy ahí para que los que mandan puedan sentirse bien consigo mismos (o cambiar las estadísticas del informe de accionistas), porque así la sala parece un poco más diversa, no porque quieran escuchar lo que tengo que decir.

Soy una muestra. Estoy ahí, pero en silencio.

El silencio es una estrategia de supervivencia para evitar caer mal. El silencio significa no tener que participar en los supuestos debates sanos que me dejan en carne viva y tambaleante. En algunos casos significa literalmente mantener el trabajo que paga mis facturas.

El silencio es lo que he aprendido e interiorizado, y por lo que en muchos momentos de mi vida se me ha recompensado.

He participado en llamadas de equipo en las que George dice que Chen debería llevar las cuentas porque a los asiáticos se les dan bien las matemáticas. En serio. Estos estereotipos son tan viejos y trillados que parecen una mala comedia de los años ochenta. Lo he dejado correr porque no vale la pena hacer enfadar a George. Solo es una broma. George es así.[1] Además, ¿lo que pasa es de verdad asunto mío? Solo pretendo que hagamos lo que tengamos que hacer. Es más fácil pasar inadvertido.

Pero si no es asunto mío, ¿de quién lo es?

Puede que pienses: «Yo diría algo. Si nadie dice nada, las cosas nunca cambiarán. Soy así. Hago lo correcto y lucho por los demás».

¿De verdad?

Cuando sospechas que la gran idea de tu jefe va a convertir la vida de tu compañero de trabajo en un infierno, ¿dices algo? Cuando sabes que el equipo no podrá cumplir una cuarta parte de los objetivos porque no han sido realistas, ¿dices algo? Cuando lo que hace tu vecino está en el límite de lo ético, ¿dices algo? Cuando el rector hace un comentario insensible que degrada a un alumno, ¿dices algo? Cuando un amigo cuenta un chiste racista mientras estáis tomando una copa, ¿dices algo? Cuando, para tu sorpresa, tu pareja se burla de un vecino discapacitado, ¿dices algo?

Estas personas controlan tu sueldo y tus posibilidades de ascender. Influyen en tu comodidad. Sin duda no lo han dicho con mala intención, ¿verdad?

¿O sí?

Cuando se les pregunta, la mayoría de los jefes dicen que quieren que si su personal ve algo, lo diga. Los jefes quieren que los empleados denuncien tanto las infracciones sanitarias y de seguridad como el mal comportamiento antes de que se conviertan en problemas de relación con los empleados o puedan exigirse responsabilidades a la empresa. Casi todo el mundo dice que quiere mantener relaciones de confianza con sus amigos y sus seres queridos. Para que nos vean, nos conozcan y nos escuchen en esas relaciones tenemos que emplear nuestra voz.

Pero ¿cuántos lo hacemos?

Quedarnos en silencio tiene sus alicientes. Para las personas con identidades tradicionalmente marginadas, emplear nuestra voz puede ser una actividad nueva, incómoda y arriesgada. ¿Cómo vas a decir lo que piensas cuando el mundo te ha repetido una y otra vez que no lo hagas? El silencio proporciona seguridad y garantiza la supervivencia. El bozal puede ser incómodo, pero seguro que resulta más fácil de soportar que las reacciones de los demás ante tu voz. ¿Para qué hacer el numerito de decir lo que piensas si sabes que en realidad no es bien recibido y si, de hecho, empeora las cosas en lugar de mejorarlas?

Aun así, nuestra seguridad, nuestro bienestar y nuestro progreso, individuales y colectivos, nos exigen emplear la voz. ¿En qué posición nos deja?

Este libro trata del silencio.

Cómo hemos aprendido a guardar silencio, cómo nos hemos beneficiado del silencio, cómo hemos silenciado a otras personas y cómo elegir otro camino. Trata de cómo ser más conscientes de lo que hemos aprendido y de desaprender patrones inconscientes para que podamos decidir cómo queremos mostrarnos. Trata de cómo desplegar todo nuestro talento, decir lo que pensamos, ser versiones más completas de nosotros mismos y ayudarnos unos a otros a hacer lo mismo.

Este es un libro para personas a las que les han dicho que emplear su voz es la habilidad de liderazgo que necesitan para pasar al siguiente nivel, que quieren expresar sus puntos de vista en las reuniones y conseguir por fin que las escuchen.

Este es un libro para personas a las que han silenciado, a las que les han dicho que no son lo bastante buenas, que han tenido que valorar con cuidado lo que podían contar y quiénes deben ser, y que luchan por saber cómo suena su voz después de muchos años ninguneadas.

Este es un libro para toda persona que quiera que la vean, la conozcan, la escuchen y la valoren, y que esté llegando a la conclusión de que quienes la rodean no pueden apoyarla si no los orienta sobre la mejor manera de hacerlo.

También es un libro para directivos y familiares bien intencionados que realmente quieren hacer las cosas mejor. Crees que se debe honrar la dignidad de todo ser humano, pero no ves cómo tus acciones silencian a las personas a las que pretendes apoyar.

A lo largo de este libro utilizo el «nosotros» para describirnos porque soy una persona a la que han silenciado. También soy una persona que, a pesar de mis buenas intenciones, silencia a los demás. Aunque los efectos del silencio recaen con más fuerza sobre las personas con identidades marginadas, este libro es para todos nosotros, porque una forma más saludable de hacer las cosas nos necesita a todos.

El silencio es, por definición, una ausencia: ausencia de voz, ausencia de opinión y ausencia de vida. Empieza de forma tan sutil que ni siquiera nos damos cuenta. Retiramos de la conversación o silenciamos lo que de verdad pensamos y lo sustituimos por lo que imaginamos que otros quieren escuchar. Pero al reprimirnos y no crear espacios lo bastante seguros para compartirlos con otras personas, perdemos la idea brillante o la advertencia que nos habría ahorrado futuros dolores de cabeza y de corazón.

Silencio también es tener que morderte la lengua para no crear problemas. Elegir tus palabras para que no provoquen una reacción que no podrías soportar en ese momento. Interpretar el papel que te asignan, no el que tú quieres.

Silencio es cuando no te invitan o no te permiten participar en la conversación porque no hay sitio, no eres bien recibido o no te consideran digno de ella. Silencio es cuando te dicen que callado estás más guapo o que la única razón por la que estás ahí es porque no han decidido que te marches. También es cuando a nadie se le ha ocurrido invitarte y no has pensado que podías pedirlo.

Silencio es cuando no hay suficiente aire en la sala porque las perspectivas, las personalidades y las prioridades de los demás ya han absorbido toda la energía. Es la superposición de voces entre las que no está incluida la tuya y el agotamiento de intentar meter baza.

Silencio es cuando decides que no merece la pena expresar tu idea en voz alta porque las voces de tu cabeza ya te han dicho que es una tontería, como solían decirte los niños en la escuela. Es decidir no revelar información ni contar tus opiniones porque el gasto de energía, los esfuerzos y las posibles consecuencias no compensan.

Silencio es ocultar partes de nosotros porque a los demás no les parecen aceptables. Es deformar lo que somos y ocultar lo que estamos destinados a ser para que otras personas no tengan que enfrentarse a molestias que no desean. Es negar nuestra dignidad para que otros puedan salirse con la suya.

Silencio es querer crear un espacio donde las personas se sientan seguras y quieran decir lo que piensan, pero no conseguirlo. Es decir que la diversidad, la equidad y la inclusión forman parte de nuestro ADN, pero no saber cómo crear esa composición genética. Es querer hacer lo correcto, pero descubrir que todo lo que intentas está mal.

Silencio son los mensajes que hemos interiorizado sobre lo que es apropiado, aceptable o bueno, mensajes que hemos aprendido a lo largo de nuestra vida en función de lo que hemos visto y oído, y por los que nos han recompensado.

A menudo el silencio es el camino que ofrece menos resistencia. Demasiado a menudo parece el único camino. Nuestros hábitos respecto del silencio son tan instintivos que olvidamos que podemos elegir. Cuando has aprendido a vivir en silencio, olvidas cualquier otra posibilidad.

Seguramente conoces el refrán «La palabra es plata y el silencio es oro».

Los estudiosos han rastreado las raíces de este refrán hasta obras árabes del siglo IX, donde la palabra y el silencio se relacionan por primera vez con el valor monetario.[2] Y no cabe duda de que tanto la sabiduría antigua como la práctica moderna proclaman los beneficios del silencio. El silencio sigue siendo un hilo conductor en la mayoría de las prácticas religiosas y espirituales. El mauna hindú es un voto de guardar silencio durante un periodo de tiempo para acallar la mente. Los monjes budistas valoran el silencio como una forma de aprender a hablar adecuadamente y sin violencia. Tanto la Biblia como el Corán señalan la importancia del silencio y advierten de los peligros de la lengua. El silencio es lo que hace posible la plenitud mental.

Diversos estudios muestran que trabajar en silencio exige menos carga cognitiva y genera niveles de estrés más bajos que trabajar con ruido de fondo.[3] Dos minutos de silencio pueden reducir la presión arterial y aumentar la circulación sanguínea en el cerebro.[4] Imke Kirste, bióloga regenerativa de la Universidad de Duke, descubrió que en ratones dos horas de silencio al día estimulaban el desarrollo celular del hipocampo, la región del cerebro relacionada con el aprendizaje, la memoria y la regulación emocional.[5] Algunos neurólogos contemplan estos hallazgos con optimismo respecto del uso terapéutico del silencio para curar daños cerebrales en humanos.

Incluso Bambi, la clásica película de dibujos animados de Disney, preconiza las virtudes del silencio: «Si al hablar no has de agradar, te será mejor callar». Pero ¿quién decide lo que es agradable? ¿Qué pasa si lo que digo y mi forma de decirlo no te agrada? ¿Qué hacemos?

Si el silencio tiene tantas virtudes, ¿por qué deberíamos romperlo?

La mayoría de las organizaciones y de los grupos sociales son homogéneos. La mayoría de las grandes empresas del mundo occidental siguen siendo predominantemente blancas. Los directores de muchas empresas mundiales todavía son hombres blancos. El patriarcado blanco (organización social en la que los hombres blancos detentan el poder y los principales privilegios) sigue siendo rampante. Sí, acabo de decir patriarcado blanco, y soy muy consciente de que puedes pensar que soy demasiado radical, pero la homogeneidad genera normas y culturas que no apoyan todas las identidades. Aunque haya algunas muestras no blancas y no masculinas sentadas a la mesa, sus acciones (o su silencio) seguramente respaldan las normas de la mayoría, y para eso se ha contado con ellas.

El problema de quién determina lo que es apropiado y aceptable no se limita al lugar de trabajo. Cambia tu imagen, lo que comes o lo que te parece divertido, y entonces quizá te acepten en el club social o en el grupo de amigos. Nos segregamos en función de cuánto dinero ganamos, qué opiniones políticas y religiosas tenemos y con quién nos sentimos cómodos. (Los economistas y sociólogos me pedirían que dijera «clasificamos» en lugar de «segregamos»,[6] pero si el efecto es de hecho una segregación, llamémoslo por su nombre en lugar de silenciar la realidad). Las comunidades en las que vivimos y los pueblos que formamos tienen el poder de apoyar o silenciar las partes de nosotros que nos convierten en quienes somos.

Sé de lo que hablo. Llevo décadas, desde que emigré a Estados Unidos, intentando encajar. Mis padres tuvieron el privilegio de elegir en qué barrio vivir. Eligieron zonas residenciales blancas en lugar de un enclave étnico y me pusieron un nombre occidentalizado porque así tendría más posibilidades de encajar. Con el tiempo, ser la única niña no blanca en la escuela me llevó a ser la única socia no blanca en una empresa de consultoría.

Solía decirme que mi superpoder era ser camaleónica, ser capaz de mezclarme con personas diferentes a mí. Significaba que tenía la capacidad de trabajar con obreros de mantenimiento de carreteras en la Australia rural y con organizadores de microfinanzas en Tanzania. Significaba que podía desempeñar los papeles necesarios para conectar con ejecutivos cuarenta años mayores que yo y tener credibilidad. Significaba que sabía cómo recibir la retroalimentación que necesitaba para «parecer más masculina» cuando trabajaba con los gerentes de una compañía de seguros mundial. En definitiva, sabía cómo hacerme más apetecible para el consumo de otras personas.

Pero me di cuenta de que con ese enfoque estaba perdiendo algo.

A mí. Mis pensamientos. Mis sentimientos. Mis ideas. Mi sentido de la existencia.

Llevo más de una década organizando talleres, impartiendo conferencias y formando a directivos en técnicas de negociación, conversaciones difíciles, aumento de la influencia e intercambio de retroalimentación, todas ellas habilidades fundamentales para dirigir y trabajar en un mundo cada vez más automatizado y desconectado. Aunque las teorías y las prácticas de mis colegas del Harvard Negotiation Project son sólidas, me he preguntado: ¿por qué algunas personas siguen sin negociar o sin mantener conversaciones difíciles?, ¿por qué, pese a las súplicas de la dirección y del personal de recursos humanos, el jefe sigue sin dar su opinión, pero al empleado lo despiden o lo trasladan con otro jefe?, ¿por qué nos quejamos con nuestros amigos de personas de nuestra organización religiosa, nuestro equipo de fútbol y nuestra familia, pero no hablamos directamente con ellas?, ¿por qué necesitamos eliminar partes de nosotros para que nos acepten?

La respuesta es la omnipresente influencia del silencio.

Todos hemos aprendido el silencio, nos hemos beneficiado de él y nos han recompensado por él. Hemos aprendido en qué momento guardar silencio nos beneficia. En qué momento el silencio se considera adecuado o profesional. En qué momento nos produce un mejor resultado o nos ayuda a evitar el dolor a corto plazo. Nos sentimos cómodos con el silencio porque nos resulta familiar. Es un mecanismo de afrontamiento y una estrategia para mantener el orden. El silencio conduce a una serie de resultados conocidos, ante todo nuestra seguridad y nuestro bienestar personal a corto plazo. Mordernos la lengua nos permite estar tranquilos en la mesa de Navidad. Al fin y al cabo, con un poco de suerte no volveremos a verlos hasta el año que viene, ¿verdad?

Estos patrones inconscientes en torno al silencio dirigen nuestro comportamiento diario, pero si no entendemos el papel que desempeña el silencio en nuestra vida y cómo lo utilizamos, no podremos tomar la decisión consciente de elegir otro camino.

Nuestro silencio es solo una parte del rompecabezas. Lo queramos o no, cada uno de nosotros también silencia a los demás.

Puede que ahora mismo te pongas nervioso. «¡Yo no soy así! Soy amable, inclusivo y acogedor. Cuido a los demás y los ensalzo, no los menosprecio».

Te escucho. Y, si eres humano, la realidad es que en algún momento, incluso sin querer, has dificultado que alguien diera su opinión. Todos lo hemos hecho.

Seré la primera en admitirlo.

Cuando, en la escuela, otra madre me pregunta qué planes tengo para mi hijo este verano, me encojo de hombros y le contesto que todavía estoy pensándolo. Ella añade de inmediato: «Sabes que participar en los campamentos tiene muchas ventajas, ¿verdad?».

Y antes de que haya podido responder:

«Los programas de ciencias son los mejores. Incluso ofrecen comidas orgánicas».

«Mejor aún si consigues el programa bilingüe, porque ayuda al desarrollo cerebral».

«Quieres que tu hijo tenga éxito, ¿verdad?».

Desconecto porque no necesito su insistencia (por bien intencionada que sea) en mi vida. La siguiente vez que la veo, camino un poco más despacio y me entretengo con el móvil para evitar interactuar con ella. «Olvido» contestar a sus mensajes.

¿Estoy orgullosa de mostrar mi tendencia a evitar los conflictos? Sin duda no.

¿Es mezquino por mi parte? Puede ser.

Pero ¿puedo lidiar con una persona más que, sin conocer mi contexto, quiere darme consejos que no le he pedido? No.

El silencio me permite mantenerla donde la quiero: a una distancia prudente.

Todos hemos enviado el mensaje de que no queríamos escuchar lo que una persona pretendía decirnos. Quizá porque se equivocaba. O porque no estábamos de acuerdo con ella. O porque sus palabras nos hacían daño. Quizá era la duodécima pregunta que nos hacía en cuatro minutos, y no teníamos fuerzas para responder a otro «por qué» (padres de niños pequeños, ¡estoy con vosotros!).

Intencionadamente o no, todos hemos silenciado a otras personas, pero no se trata de culpar a nadie. Lo que pretendo es ayudar a aumentar nuestra autoconsciencia para que nos parezcamos más a las versiones de nosotros mismos que queremos ser y creemos espacios en los que el sentimiento de pertenencia, la dignidad y la justicia sean realidades.

Romper el silencio exige consciencia y acción, y por eso este libro se estructura en dos partes.

La primera parte se centra en aumentar nuestra consciencia individual y colectiva del silencio en el que vivimos y al que contribuimos cada día. Los cinco primeros capítulos aportan una perspectiva básica sobre el silencio que hemos aprendido y sobre cómo nos silenciamos a nosotros mismos y silenciamos a los demás. La segunda parte del libro ofrece estrategias prácticas para utilizar tu voz y crear familias, equipos y comunidades que apoyen la voz en lugar del silencio. Básicamente, los cinco últimos capítulos te darán consejos prácticos sobre qué hacer de manera diferente.

A aquellos de vosotros a los que, como a mí, os interese sobre todo pasar a la acción, os pido que no os saltéis los primeros cinco capítulos. Cambiar el comportamiento sin entender lo que está en juego a nivel cognitivo y emocional ni por qué el cambio es importante puede resultar inútil y es mucho menos probable que ese cambio se mantenga. Crear espacio para tu voz y la de los demás no consiste solo en decir las palabras correctas. Desaprender nuestros hábitos en torno al silencio exige una mínima comprensión de por qué el silencio es problemático. Romper el silencio también exige que cada uno de nosotros cultive la voluntad de provocar la incomodidad personal y social necesaria para desarrollar nuevas respuestas reflejas. En los primeros cinco capítulos te ayudaré a cultivar esa consciencia con la mayor claridad y empatía posibles.

UN PENSAMIENTO

He tenido el honor de facilitar conversaciones que normalmente no se mantienen. Tanto en llamadas de diagnóstico sin filtro en las que los subordinados directos dicen lo que de verdad piensan de sus jefes como en reuniones de equipos directivos en las que se toman las decisiones o ante personas que no se dan cuenta de que soy bilingüe y hablan como si no las entendiera, he llegado a escuchar lo que muchos piensan y sienten.

A lo largo de este libro recurro a casos concretos, investigaciones y ejemplos personales. Los casos se basan en experiencias que me han contado, dinámicas que he observado y conversaciones en las que he participado. También incluyo ejemplos cotidianos entre amigos, familiares, compañeros de trabajo y miembros de la comunidad que pueden parecer inocuos para ilustrar cuán amplio e invasivo es el silencio en nuestra vida.

Desde el género, la raza y el origen étnico hasta la edad, la educación, el orden de nacimiento y tantas otras cosas, todos nosotros poseemos muchas identidades. Cuando una identidad concreta es un factor principal en lo que un caso pretende ilustrar, explicito la identidad. Esto significa que decido identificar y capitalizar la identidad racial de todo individuo, incluido el blanco. Cuando la identidad no es un factor principal para el ejemplo concreto, omito el detalle para intentar subrayar la universalidad de nuestras experiencias humanas. Aunque tu identidad no sea la misma que la de las personas de los casos, te invito a considerar cómo la dinámica te afecta a ti y a las personas que te rodean.

Si queremos que nos escuchen y crear espacios en los que se pueda escuchar a otras personas, tenemos que entender cómo el poder, la identidad, los privilegios y los patrones aprendidos nos conducen al silencio. Tenemos que apoyar la voz gestionando el papel que desempeña el silencio. Tenemos que entender y elegir activamente nuestra relación personal con el silencio. Tenemos que desaprender las maneras en que nos silenciamos a nosotros mismos y silenciamos a los demás. Tenemos que romper el silencio.

PRIMERA PARTE

Consciencia

1

El silencio aprendido

No quiero ir a casa de la tía Becca. ¡Huele fatal! —gritó Charlie, de cinco años.

La madre de Charlie lo hizo callar de inmediato.

—Vamos, Charlie. Pórtate bien.

—Pero es verdad —insistió él.

La madre de Charlie lo pensó un minuto.

Era verdad. Ni siquiera los ambientadores y el nuevo neutralizador de aire que había comprado y le había regalado a Becca podían enmascarar el olor a gato. Siendo sincera, tampoco a ella le entusiasmaba ir a casa de su hermana.

—Aun así, Charlie —contestó, muy seria—, es tu tía. Tenemos que ir.

—No quiero.

—Me da igual. Vamos a ir.

Charlie puso mala cara, pero lo aceptó.

Como Charlie, todos empezamos la vida con opiniones y preferencias: adónde queremos ir, qué queremos hacer y qué entornos preferimos. Pero con el tiempo, en nombre de la corrección y el respeto, muchos aprendemos no solo a guardar silencio sobre esos pensamientos, sino también que esos pensamientos no importan. Nuestra familia y nuestros amigos refuerzan las normas y las sedimentan como buenas, adecuadas y normales. Creamos hábitos reflejos cuando nos silenciamos a nosotros mismos y silenciamos a otras personas en función de experiencias individuales, estructurales, sociales e intrapersonales.

En este capítulo abordaré cómo se manifiesta el silencio en cada uno de los ámbitos anteriores para que entiendas mejor cómo aparece y da forma a tu vida cotidiana. Espero hacer consciente lo que a menudo es inconsciente para que podamos tomar decisiones más informadas sobre si esos mensajes y hábitos nos sirven hoy en día.

¿QUÉ ES LA VOZ?

La voz es lo contrario del silencio.

Pero la voz es más que decir algo en una conversación. La voz es la expresión de nuestras creencias, valores, opiniones, perspectivas y singularidad. La voz es utilizar nuestros pensamientos, ideas y acciones para dar forma al mundo que nos rodea y expresar lo que creemos que importa a través de nuestras palabras y acciones. La voz es la libertad de creer, hablar y vivir mostrándonos como queremos, no como quieren los demás. La voz significa participar en la toma de decisiones sobre tu vida y la de los que te rodean. En definitiva, nuestra voz es a lo que dedicamos tiempo, energía y esfuerzo.

Cómo aprendemos el silencio

Cada uno de nosotros tiene su propia relación con el silencio, basada en los mensajes que hemos recibido a lo largo de los años sobre cuándo, dónde, cómo y con quién está bien compartir partes de nosotros. Aunque no entendamos la influencia del silencio aprendido, este tiene poder sobre nosotros. Es una fuerza invisible que afecta a nuestra vida, pero que no podemos controlar ni moldear.

Pero cuando empezamos a entender a grandes rasgos nuestra relación con el silencio, podemos empezar a preguntarnos cuáles de esas cosas aprendidas todavía nos sirven, cuáles queremos poner a prueba y cuáles podríamos dejar atrás. Desaprender el silencio no significa dejar de lado todo lo que hemos aprendido ni decirlo todo siempre. Más bien significa ser conscientes de nuestros valores aprendidos en torno al silencio para poder evaluar si queremos mantenerlos o cambiarlos.

No conozco otra manera de romper el silencio que ponerlo en cuestión y enfrentarse a él.

Más adelante abordaremos las muchas formas de aprender el silencio. En los próximos apartados te invito a reflexionar sobre las siguientes preguntas: ¿qué mensajes has interiorizado sobre quién puede hablar y ser escuchado, y cuya voz importa?, ¿qué hábitos reflejos has desarrollado sobre el empleo de tu voz o el apoyo a la voz de otras personas?, ¿en qué medida esos hábitos te sirven para ser la persona que eres hoy y la que quieres llegar a ser?

A NIVEL INDIVIDUAL

Simone siempre se sentía dividida en cuanto a las cenas del domingo con toda su familia de origen italiano e irlandés. Por un lado, le encantaba jugar al escondite con sus primos. Le encantaba el bullicio de una casa llena de gente y la mezcla de olores dulces y salados que salían de la cocina. Estaba impaciente por comerse el delicioso guiso de su abuela, una receta secreta que había prometido compartir con ella algún día.

Por otro lado, la visita siempre le parecía tensa. Nadie sabía cuándo su abuelo iba a explotar, ni por qué. Estaba simpático y cariñoso, invitando a los niños a sentarse en su regazo mientras fingía ser Santa Claus, y de repente se convertía en un cascarrabias al que nadie podía complacer. Lo curioso era que tenían que darle tentempiés para que no tuviera hambre.

Cuando Simone le preguntó a su padre por qué el abuelo actuaba así, él le contestó: «El abuelo es complicado».

Un domingo, mientras estaban sentándose a la mesa, Simone se puso a hablar de su bicicleta nueva. Su padre había ahorrado para comprarle exactamente la bicicleta que quería, una de dos ruedas con cintas rojas en el manillar, pata de cabra y timbre brillante. Era lo más bonito que había visto en su vida, y cada vez que volvía de dar un paseo la limpiaba para mantenerla en perfectas condiciones.

Al escuchar la conversación, su abuelo la riñó: «No presumas tanto, Simone».

Simone quiso comentar que no estaba presumiendo, que solo estaba compartiendo su emoción, que agradecía mucho el regalo y que no era justo que su abuelo se metiera con ella, pero sabía que no debía responder. Durante años había observado a otros miembros de su familia intentando explicarse, y nunca había acabado bien.

El abuelo se dirigió al padre de Simone. «¿Qué haces malcriando a la niña? Por tu culpa acabará siendo débil».

Simone observó cómo su padre evitaba la mirada furiosa del abuelo, asentía e intentaba cambiar de conversación.

El abuelo siguió diciendo: «¿Me oyes, muchacho? No te dediques a criar hijos blandos. No necesitamos más niños mimados en esta familia».

Las palabras hirieron a todos los que estaban alrededor de la mesa. Cansado, el padre de Simone sugirió que bendijeran la mesa.

Ninguno de nosotros salió del útero con el silencio como respuesta refleja que tenemos hoy, pero, al igual que Simone, empezamos a aprender enseguida.

Cuando éramos bebés, llorábamos. Llorábamos cuando necesitábamos algo o estábamos enfadados. Llorábamos para comunicarnos. Si nadie responde, sabemos que los bebés acaban dejando de llorar porque aprenden que es inútil pedir ayuda.[1] A la mayoría de nosotros nos hicieron callar (y es comprensible), nos tranquilizaron y al final nos dijeron que los niños y las niñas mayores no lloran. Nos enseñaron a suprimir (o regular) nuestras necesidades y emociones.

Esta enseñanza continuó mientras crecíamos y empezábamos a registrar las respuestas que recibíamos de las personas que nos rodeaban, en especial de nuestra familia. ¿Te recompensaban por portarte bien y no expresar tus necesidades y deseos? Piensa en lo que puedes y en lo que no puedes comentar con tu familia de origen. ¿El tiempo, lo que has comido este mediodía y lo que sabes que quieren escuchar? No hay problema. ¿Lo que has visto en las noticias, leído en un libro o escuchado en la radio? Generalmente tranquilo. ¿Política, religión, peso, dinero, si sales con alguien, sentimientos y lo que piensas de verdad? A menudo cuestionable si quieres salir ileso.

Las diferencias generacionales también dan forma al silencio aprendido. Un artículo de la revista Time de 1951 fue el primero en denominar «generación silenciosa» a las personas nacidas entre finales de la década de 1920 y 1945.[2] Vivir la Gran Depresión y los tumultos de la Segunda Guerra Mundial provocó que personas de todo el mundo aprendieran a trabajar duro y a guardar silencio. Lo característico de la infancia era la disciplina estricta y «que te vieran, pero no te oyeran».[3] En Estados Unidos, las investigaciones a ciudadanos sospechosos de deslealtad política por parte del Comité de Actividades Antiestadounidenses de la Cámara de Representantes y del macartismo también tuvieron un efecto silenciador durante esos años.[4] Desde el Gobierno hasta Hollywood, las personas perdían su reputación y su trabajo si se sospechaba que tenían vínculos con el comunismo. Por eso se guardaban sus pensamientos para sí mismas y solo hablaban cuando les hablaban a ellas para que no las acusaran de algo que no habían hecho. Ni siquiera trabajar en silencio y no hacer nada que llamara la atención era garantía de que no fueran a acusarlas de deslealtad.

Aprendimos de qué podemos hablar y con quién por las reacciones de otras personas, si nos hacían callar y si las hacíamos enfadar. También aprendimos si debíamos guardar silencio en función de cómo respondían los que nos rodeaban. Aprendimos cuándo y dónde callarnos en función de qué comportamientos se recompensaban y cómo se recibían las conductas de los que nos rodeaban.

A NIVEL ESTRUCTURAL

Lo que Simone aprendió sobre guardar silencio en las cenas de los domingos le resultó útil en la escuela. Las notas que llevaba a casa señalaban que seguía las instrucciones a la primera y que escuchaba con atención y respeto, lo que la convertía en una alumna excelente.

Los comentarios de la maestra de Simone eran reveladores. Simone no era una alumna excelente porque fuera inteligente, estudiosa o porque siempre respondiera correctamente. Según su maestra, Simone era una alumna excelente porque era obediente y no causaba problemas en clase. Memorizaba las tablas de multiplicar y las repetía. Repetía como un loro las respuestas que sabía que la maestra esperaba. La recompensa por memorizar y repetir como un loro era el cariño y la aprobación de su maestra. La docilidad (o el silencio) era su mayor activo. Una vez más, cumplía con la expectativa estructural de que los niños debían callarse y portarse bien.

A diferencia de ella, su compañero Henry era un niño curioso. Siempre estaba preguntando. Cuando la maestra le pidió que dijera un país de Sudamérica, él contestó:

—¡Bolivia! ¿Sabía usted que en Bolivia está el salar más grande del mundo? ¿Y que durante la estación húmeda el agua convierte el salar en un gran espejo?

—Ya es suficiente, Henry —respondió la maestra—. Solo te he pedido que dijeras el nombre de un país.

Henry se mordió el labio, frustrado. Le había entusiasmado contar lo del salar porque la familia de su madre era originaria de esa zona. Había sido una de las pocas veces que sabía la respuesta a la pregunta de su ma

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