La corrupción en el poder

Jorge Enrique Robledo

Fragmento

De hacerle trampa a la ley…
a incluir la trampa en la ley

Los capítulos de este libro están basados en varios de los debates de control político que realicé en el Senado luego de 2010, en los que denuncié abusos y vivezas contrarios al progreso del país*. Y esta introducción apunta a darles un marco más general a los casos que se denuncian y a llamar la atención sobre sus causas y la inmensa gravedad que ha alcanzado la corrupción en Colombia, estimulada por las sumas astronómicas a las que han llegado los negocios públicos y privados y por ciertos cambios conceptuales introducidos por la ideología neoliberal, que reducen a poco o a nada los criterios que orientaron las leyes y las normas diseñadas para impedir o hacer más difíciles las corruptelas, de manera que se pasó de hacerle trampa a la ley a incluir la trampa en la ley o, en palabras de Daniel Samper Pizano, a que la corrupción alcanzara “formas reglamentarias”.

No hay colombiano que no sepa que la corrupción en Colombia ha llegado a niveles escandalosos, bastante más altos que los promedios internacionales, y ello en un mundo en el que, en todos los países, las más variadas, enormes y descaradas corruptelas son el pan de cada día. Algunas cifras son elocuentes.

De acuerdo con el Índice de Competitividad Global del Foro Económico Mundial (2015-2016), Colombia se ubicó en el puesto 126 entre 140 países en el indicador de Ética y Corrupción, advirtiendo que el puesto 140 es el peor. El indicador desglosa otros tres rubros en los que al país también le va muy mal. Desvío de fondos públicos: 131 entre 140, Confianza pública en políticos: 131 entre 140, y Pagos irregulares y sobornos: 97 entre 140.

De acuerdo con la Encuesta Nacional sobre Prácticas contra el Soborno en las Empresas Colombianas, elaborada por Transparencia Colombia, el 91 por ciento de los empresarios percibe que se ofrecen sobornos en el entorno de los negocios, el 76 por ciento considera que en el cierre de los negocios y contratos es la opción más usada y calculan en el 17,3 por ciento el promedio del valor que se paga de manera secreta, para poder ganar una adjudicación.

Felipe Córdoba, auditor general de la República, señala que hay 17.000 procesos de responsabilidad fiscal, por 19 billones de pesos, y que la recuperación de los recursos públicos por acción del control fiscal apenas llega al 0,07 por ciento. Y la Contraloría General señala que el 72 por ciento de la contratación con los recursos de regalías se hizo mediante procesos contractuales en los que se presentó un solo oferente, realidad que ha sido denunciada desde hace tiempo y cuya corrección ni siquiera se intenta.

En el país hay conciencia de la gran corrupción del sector público, hasta el punto de exagerarla: cada funcionario y cada político, sin exceptuar a nadie, es corrupto —se afirma—, idea que tiene origen en que es verdad que hay corruptos por montones y en que los medios de comunicación —bien llamados formadores de opinión— siempre tienen un caso para mencionar y machacan algunos. Pero, al mismo tiempo, es llamativo aunque no extraño que de la percepción de corrupta se excluya, en todo o en enormes proporciones, a la empresa privada, a pesar de que es imposible robarse cualquier cosa de importancia en el Estado sin tener por lo menos un socio o compinche en el sector privado e incluso puede suceder que los recursos públicos se los roben solo entre privados, cuando logra engañarse al funcionario que tiene entre sus funciones impedir el fraude.

Exceptuando las corruptelas relativamente menores —como robarse insumos de papelería o de aseo de las oficinas—, la corrupción pública no es un delito de yo con yo. De ninguna manera. Es un crimen que se hace en asocio con privados corruptos, como ocurre cuando el funcionario actúa con dolo en beneficio de un contratista de obras públicas, de una trasnacional, un banquero, un importador o un narcotraficante.

Que la gran corrupción privada sea ignorada por muchos no obedece a que no exista o a que sea de montos menores, sino a que en la empresa privada hay un pacto para no sacarse los trapos al sol, ni en torno a las conductas lícitas ni a las ilícitas, y porque los formadores de opinión suelen pasar sobre ella con la mayor rapidez. Y es muy grave que esto ocurra porque ninguna lucha en serio contra una corrupción en extremo destructiva podrá darse si se parte de ocultar la existencia de una de las partes inherentes al proceso, ocultamiento que aunque puede obedecer a un simple prurito ideológico de algunos —todo lo privado es bueno—, contiene el fondo gravísimo de facilitar, también en extremo, las corruptelas de quienes son todo menos inocentes, al reducir, tras el ardid de la perfección de lo privado por el simple hecho de serlo, a poco o nada los instrumentos legales de protección de los recursos y las decisiones públicas, según se verá más adelante.

Señalar la muy amplia y creciente corrupción como característica de la actual sociedad colombiana, en el sector público y en el privado, no significa que considere corruptos a todos y cada uno de los servidores públicos y de los negociantes privados. No. Porque no es verdad y porque contiene el veneno de fomentar la desmoralización y la idea de que este país no tiene arreglo, posturas ideológicas que promueven los corruptos para justificarse y hacer que las gentes honradas de Colombia, que son casi todas, no actúen con el propósito de enfrentarlos donde quiera que se encuentren.

La corrupción en la sociedad es tan vieja como la codicia de los seres humanos e, inclusive, aparece como un lubricante de los negocios, cuyos actores se encuentran sometidos a la ley de la selva de aumentar las ganancias como sea o perecer, porque lo normal es la existencia de competidores que no se paran en pelillos morales. Seguramente a eso se refería el presidente de Colombia que pasó a la historia porque propuso “reducir la corrupción a sus justas proporciones”, alarmado, según insinuó, porque las corruptelas se habían desbordado, verdad que desde cuando él la mencionó se ha incrementado en proporción geométrica en el mundo y particularmente en Colombia.

Ya en el siglo XIX, el economista inglés J. F. Dunning, hablando sobre las tasas de ganancia que podían motivar que el capital se invirtiera, dependiendo de los riesgos menores o mayores, dijo:

(…) un diez por ciento asegurado, y se le puede usar en todas partes (…) al 100 por ciento pisotea todas las leyes humanas; con el 300 por ciento no hay crimen que no se atreva a cometer, inclusive a riesgo del cadalso. Cuando el desorden y la discordia dan ganancia, los estimula. Prueba de ello, el contrabando y la trata de negros15.

Hoy se ilustraría el tema con el narcotráfico y otros negocios y decisiones con las que se defrauda al Estado y a los particulares en porcentajes incluso mayores. En la medida del aumento de la población y de las economías, y de la consolidación de los monopolios nacionales y trasnacionales, la escala de los negocios ha alcanzado tallas descomunales, de tantos dígitos, que no caben en las calculadoras, con las cuales también se han incrementado en grande las utilidades, llegando hasta porcentajes como los que menci

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