La quinta ola 2 - El mar infinito

Rick Yancey

Fragmento

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EL TRIGO

 

 

 

 

No habría cosecha.

Las lluvias de la primavera despertaron los brotes dormidos, y unas yemas de color verde reluciente nacieron de la tierra mojada y se levantaron como quien se estira tras una larga siesta. Cuando la primavera dio paso al verano, las cañas de color verde reluciente se oscurecieron, broncearon y volvieron marrón dorado. Los días se alargaron y caldearon. Densas torres de turbulentas nubes negras trajeron la lluvia, y los tallos marrones brillaban en la penumbra perpetua que moraba bajo la bóveda. El trigo creció y las espigas maduras se inclinaron ante el viento de la pradera como una cortina ondulada, como un interminable mar encrespado que se extendía hacia el horizonte.

Cuando llegó la cosecha, no había granjeros para arrancar las espigas de los tallos, restregarlas entre sus manos callosas y separar el grano de la paja. No había cosechador que masticara los granos y disfrutara del crujido de la delicada piel entre sus dientes. El granjero había muerto a causa de la plaga, y lo que quedaba de su familia había huido a la ciudad más cercana, donde ellos también habían sucumbido, sumándose así a los miles de millones que habían perecido en la tercera ola. La vieja casa construida por el abuelo del granjero era ahora una isla desierta rodeada de un infinito mar marrón. Los días se acortaron y las noches se enfriaron, y el trigo crepitaba mecido por el viento seco.

El trigo había sobrevivido al granizo y a los relámpagos de las tormentas de verano, pero nada lo salvaría del frío. Cuando los refugiados se ocultaron en la vieja casa, el trigo estaba muerto, asesinado por el puño de hierro de una gran helada.

Cinco hombres y dos mujeres que no se conocían antes de aquella última temporada de cultivo, y que ahora estaban unidos por la promesa implícita de que cualquiera de ellos era más importante que la suma de todos.

Los hombres se turnaban para vigilar en el porche. Durante el día, el cielo sin nubes era de un reluciente azul pulido y el sol, que avanzaba bajo por el horizonte, pintaba el marrón apagado del trigo de un dorado luminoso. Las noches no eran amables, sino que parecían caer con rabia sobre la tierra, y la luz de las estrellas transformaba el marrón dorado del trigo en el color de la plata pulida.

El mundo mecanizado había muerto. Los terremotos y tsunamis habían arrasado las costas. La plaga había devorado a miles de millones de personas.

Y los hombres del porche vigilaban el trigo y se preguntaban por lo que vendría después.

Una tarde, a primera hora, el hombre de guardia vio que el mar muerto de mazorcas se abría y supo que se acercaba alguien, que alguien aplastaba el trigo para llegar hasta la vieja granja. Llamó a los de dentro. Una de las mujeres salió y se quedó con él en el porche; juntos observaron los altos tallos que desaparecían en el mar marrón, como si la misma tierra los absorbiera. Quien fuera (o lo que fuera) no se veía por encima de la superficie del trigo. El hombre bajó del porche y apuntó con su fusil hacia el trigo. Esperó en el patio, mientras la mujer esperaba en el porche y el resto lo hacía dentro de la casa, con el rostro pegado a las ventanas; nadie hablaba. Esperaban a que se abriera la cortina de trigo.

Cuando lo hizo, de ella surgió un niño, y el silencio de la espera se rompió. La mujer salió corriendo del porche y bajó el cañón del fusil. «No es más que un crío. ¿Vas a disparar a un niño?». Y el hombre hizo una mueca de indecisión y de rabia por saber traicionado todo lo que antes daban por hecho. «¿Cómo podemos saberlo? —le pregunto a la mujer—. ¿Cómo vamos a estar seguros de nada?». El niño salió del trigo dando traspiés y cayó al suelo. La mujer corrió hasta él y lo cogió en brazos, apretando el sucio rostro del niño contra su pecho, mientras el hombre del arma se colocaba frente a ella. «Hace mucho frío, tenemos que llevarlo dentro». Y el hombre sintió una gran presión en el pecho. Estaba dividido entre lo que el mundo había sido y aquello en lo que el mundo se había transformado, entre lo que él era antes y lo que era ahora, y el precio de todas las promesas rotas le pesaba en el corazón. «Es un crío, ¿vas a disparar a un niño?». La mujer pasó junto a él, subió los escalones, llegó al porche y entró en la casa; el hombre agachó la cabeza como si rezara y después la levantó como si suplicara. Esperó unos minutos para ver si alguien más salía del trigo, ya que le resultaba asombroso que un niño pequeño hubiera sobrevivido tanto tiempo solo e indefenso sin que nadie lo protegiera. ¿Cómo iba a ser posible?

Cuando entró en el salón de la vieja granja, vio que la mujer sostenía al niño en su regazo. Lo había envuelto en una manta y le había dado agua; el niño rodeó la taza con sus deditos rojos de frío y los demás se reunieron en la habitación sin que nadie dijera nada. Todos observaban al niño, maravillados. «¿Cómo es posible?». El niño gimió. Desvió la mirada de una cara a otra en busca de algo familiar, pero eran tan desconocidos para él como lo eran ellos entre sí antes de que el mundo acabara. Se quejó de que tenía frío y de que le dolía la garganta. Tenía mucha pupa en la garganta.

La mujer que lo sostenía le pidió que abriera la boca. Vio el tejido inflamado en el fondo de la boca, pero no vio el finísimo cable incrustado cerca de la abertura de la garganta. No pudo ver el cable ni la diminuta cápsula conectada a su extremo. Al inclinarse sobre el niño para ver mejor la garganta, no podía saber que el dispositivo que le habían colocado dentro estaba calibrado para detectar el dióxido de carbono de su aliento.

Nuestro aliento es el gatillo.

Nuestros niños son el arma.

El estallido vaporizó la vieja granja al instante.

El trigo tardó más. No quedó nada de la granja, ni de los anexos, ni del granero en el que guardaban la abundante cosecha cada dos años. Sin embargo, los tallos esbeltos y secos que consumió el fuego se convirtieron en cenizas y, al ponerse el sol, un helado viento del norte barrió la pradera y se llevó las cenizas al cielo, para después transportarlas durante cientos de kilómetros antes de depositarlas de nuevo, convertidas en una nieve gris y negra que se posó con indiferencia en el suelo baldío.

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