La cuarta pregunta

Élmer Mendoza

Fragmento

La cuarta pregunta

AMANECER EN LA LUNA

Una cachetada me sacude y despierto.

Qué onda, güey, qué rollo.

Nos encontramos en mi jeep, tengo a Dante en el asiento del copiloto y es el que me zarandea. Tiene una cara como si lo único que quisiera fuera matarme.

Dónde estamos, pinche Capi, qué loquera es esta, güey, te pasas de lanza.

Veo a Pitágoras y a Murakami frente al jeep, tirando piedras al paisaje. Nos encontramos en un descampado arenoso donde crecen plantas de poca agua. Deben de ser las siete de la mañana. Mi compa me observa inquisitivo. Entonces recuerdo: ayer agarramos la peda, eran nuestros primeros días de vacaciones de diciembre después de unos exámenes bien perrones. Dante estudia Historia; Pitágoras, Actuación; Murakami, Robótica, y yo, Agronomía. Empezamos temprano, anduvimos recorriendo expendios de cerveza, carretas de mariscos, taquerías y, al final, antros, compartiendo aventuras y lamentándonos de que no hay morra que nos pele; aunque el único jodido soy yo, los tres me seguían la onda: Iveth me dio gas la semana pasada y creo que hasta lloré al contarlo; qué meco, neta que no quiero parecerme a mi mamá que llora por todo. A media noche les hablé del mapa y de Cíbola y Quivira, Pitágoras bromeó con algo de Batman y Robin, y Murakami nos enredó hablando de Steve Jobs y del güey que inventó el Facebook, no recuerdo su nombre. Bien maniacos los batos. Dante nomás me miró. También les compartí que dos días atrás el padre Celerino, que casi vi cómo le dieron cran dos malandrines, uno gordo y otro de barba de candado, me pasó el mapa justo antes de morir y me hizo prometer que buscaría un tesoro para terminar de construir el templo de la colonia Seis de Enero, que me urgían compañeros para hacer el jale y que necesitábamos ir a Sonoyta. ¿Dónde está eso? En el fin del mundo. Dijeron que sí, que era algo bien macana y tomé carretera. Ese dragón se las verá conmigo, presumió Murakami y preguntó qué buscaba la gente en el Seguro Social. Salud, respondimos, y brindamos por la paz del mundo; ahora no tengo idea de donde podríamos estar. Recuerdo que manejé por horas mientras ellos se botaron machín.

Estamos buscando un tesoro, güey, anoche te entusiasmó la idea, hasta querías traerte a una morrita que te estaba dando puerta.

Nos contaste de un mapa, cierto; pero, ¿nos trajiste así nomás, sin discutirlo lo suficiente? Te pasas de gandalla, pinche Capi.

Los vi tan clavados que pensé que no debíamos perder tiempo, se supone que si estás de acuerdo en algo no es necesario discutir, ¿o sí? Al menos eso dice mi abuelo Nacho.

Estás bien pirata, pinche Capi, ¿cómo se te ocurre? Cuando uno anda en la peda todo se le hace fácil. Te mereces unos madrazos; neta que Murakami ya preguntó si te podía romper la madre.

El compañero japonés también es maestro de artes marciales y le encanta bronquearse con la raza para destrozarles algunas costillas, la nariz y lo que resulte: es un destroyer bien plantado. Dante usa un reloj de cuerda, ve la hora y los llama. Me miran como preguntando: ¿qué onda, güey? Les echo el choro:

Lo de buscar el tesoro es en serio. Según me contó doña Herlinda, una de las señoras que ayuda en la iglesia, el padre Celerino exploró durante treinta años sin suerte. Quería terminar la iglesia que está a medias; quiero que vean el mapa, que lo piensen, y si después de eso deciden regresar a casa a esperar la cena de Navidad rascándose los güevos, no hay pedo, los dejo en la primera terminal de autobuses que encontremos.

No me gusta tu tono.

Señala Pitágoras, que acaba de volverse meco.

Ni a mí.

Lo apoya Murakami.

Esa ironía pega en los güevos.

Agrega Dante.

No mamen, güeyes, ¿cómo quieren que les diga, como si fueran niñas fresas menstruando? Para mí, derecha la flecha y ya.

Enseguida se da un silencio como si nos fuera a caer una bomba atómica. Estamos en un llano donde crecen cactus y la vegetación es escasa; es terreno irregular y pedregoso. La atmósfera es fría y pesada; está nublado. Saco el libro de Marcos de Niza donde el padre me entregó el mapa. Lo muestro. Dante observa la vieja tapa dura y sonríe.

Conozco esa crónica. Fray Marcos escribió que en un gran valle vio las siete ciudades de Cíbola y Quivira; Francisco Vázquez de Coronado, que fue a conquistarlas, jamás las encontró.

Quizá equivocó el camino.

Más bien no existieron; según he escuchado no hay un solo indicio, ruinas o lo que sea que demuestre que estuvieron en algún lugar.

¿Quieres decir que fray Marcos las imaginó?

Pregunta Murakami.

No sé gran cosa del caso, pero es lo que se comenta.

Todos los conquistadores que vinieron acá estaban locos.

Afirma Pitágoras.

Bien, vamos viendo qué onda.

Es un libro viejo, de gruesas pastas. Decido abrirlo en el cofre del jeep. Debemos de estar cerca de una carretera porque se escuchan motores de tráiler.

Pónganse truchas, morros, cada que lo abro percibo un ruido cabrón, a ver si ustedes también.

Desde la primera vez que lo desplegué escuché un viento y algunas voces que no entiendo. La verdad me espanté un poco; cuando pasan cosas anormales nunca sé qué hacer y me turbo un buen. Dante, quizá por su carrera, es ahora el más interesado. Le brillan los ojos al güey. Saco el mapa del libro. Es un cuero rígido, de 20 x 20 doblado en dos, con trazos y nombres raros, al menos para mí.

Lo coloco sobre el cofre, lo extiendo y ahí está el viento soplando machín y los murmullos, incomprensibles. Wa wa wa. Incluso algo que podría ser un aleteo. Con la luz de la mañana los trazos son notorios. Pitágoras se queda muy pensativo. Murakami observa curioso, como si estuviera viendo un juguete nuevo. Dante tiene la boca abierta y es el primero en expresar:

No manches, güey, esto es una joya, ¿dónde lo encontraron?

Ni idea, me lo dio el padre Celerino antes de estirar la pata, pero no sé más.

Una vez más callamos. Pitágoras se aparta. Murakami sigue concentrado en el cuero.

¿Sabes algo de los nombres: concac, odam, nop, que se oyen más o menos claros?

Nada, la verdad es que me atrajo más el ruido que las voces. Nunca he puesto demasiada atención en cómo se llaman las cosas.

Pinche Capi, o sea que no investigaste ni lo más mínimo.

Ni lo pensé, bien sabes que a mí eso no se me da; fue doña Herlinda la que me pasó el rollo de Cíbola y Quivira, que por cierto, mi papá opina lo mismo que Dante, que no existen ni existieron, que así llamaban los conquistadores españoles a El Dorado y se suponía que eran ciudades de oro ubicadas al norte. Más bien creo que los indígenas las llamaban Cíbola y Quivira y los españoles El Dorado, algo así me dijo el Viejón.

En efecto, es la primera opción.

Reveló el historiador, sin dejar de apreciar los trazos sobre el cuero.

Un idiota bendice a sus seguidores porque de ellos serán sus err

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