Olympo

Dan Simmons

Fragmento

¿Cómo pudo Homero saber estas cosas? ¡Cuando todo esto sucedió, él era un camello en Bactria!

LUCANO,

El sueño

... la verdadera historia de la tierra debe ser en último término la historia de una guerra interminable. Ni sus amigos, ni sus dioses, ni sus pasiones dejarán al hombre en paz.

JOSEPH CONRAD,

Notas sobre la vida y cartas

Oh, no escribas más la historia de Troya

si tierra debe ser el pergamino de la Muerte.

Ni mezcles con cólera laya la alegría

que amanece sobre los libres:

aunque una sutil esfinge renueve

acertijos de muerte que Tebas nunca supo.

Otra Atenas surgirá

y a tiempos más remotos

lega, como el ocaso a los cielos,

el esplendor de su cenit;

y deja, si nada tan brillante puede vivir,

todo lo que la tierra puede tomar o puede dar el Cielo.

PERCY BYSSHE SHELLEY,

Hellas

Primera parte

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

1

Justo antes del amanecer, Helena de Troya despierta con el sonido de las alarmas antiaéreas. Palpa los cojines de su cama pero su actual amante, Hockenberry, se ha marchado: ha vuelto a perderse en la oscuridad antes de que las criadas despierten, como hace siempre después de sus noches de amor, como si se tratara de un acto vergonzoso. Sin duda ahora se encamina furtivamente hacia su casa por los callejones y callejas menos iluminados por las antorchas. Helena piensa que Hockenberry es un hombre extraño y triste. Entonces recuerda: «Mi marido ha muerto

Paris muerto en combate singular con el implacable Apolo, es realidad un hecho acaecido hace ya nueve días: los grandes funerales en los que participarán tanto troyanos como aqueos comenzarán dentro de tres horas si el dios auriga que ahora se alza sobre la ciudad no destruye Ilión por completo en los próximos minutos... pero Helena no puede creer que Paris haya muerto. ¿Paris, hijo de Príamo, derrotado en el campo de batalla? ¿Paris muerto? ¿Paris arrojado a las oscuras cavernas del Hades sin belleza de cuerpo ni elegancia de acción? Impensable. Se trata de «Paris», el hermoso muchacho que se la robó a Menelao, burlando a los guardias y cruzando los verdes prados de Lacedemonia. Se trata de Paris, su amante más atento incluso después de una larga década de guerra, a quien secretamente se refería como su «brioso semental cebado en la cuadra».

Helena se levanta de la cama y sale al balcón abriendo las cortinas de seda a la luz previa al amanecer de Ilión. A mediados de invierno nota el mármol frío bajo sus pies descalzos. El cielo está aún lo bastante oscuro para que resulten visibles cuarenta o cincuenta reflectores enfocados hacia las alturas rastreando dioses o diosas y carros voladores. Apagadas explosiones de plasma ondean sobre la semicúpula del campo de energía de los moravecs que protege la ciudad. De repente, múltiples rayos de luz coherente (sólido lapislázuli, verde esmeralda, rojo sangre) brotan del perímetro defensivo de Ilión. Mientras Helena observa, una enorme explosión sacude el cuadrante norte de la ciudad; su onda expansiva sacude las torres de Ilión y los rizos de su largo y oscuro cabello. Los dioses han empezado a utilizar bombas físicas para vencer el campo de fuerza durante las últimas semanas, y las bombas unicelulares proyectan cambios de fase cuánticos en el escudo de los moravecs. O eso han tratado de explicarle Hockenberry y la divertida criatura de metal, Mahnmut.

A Helena de Troya le importan un comino las máquinas.

«Paris ha muerto.» La idea le resulta insoportable. Helena estaba preparada para morir con Paris el día en que los aqueos, dirigidos por Menelao, su ex marido, y por su hermano Agamenón, derribaran las murallas, como debían hacer según su amiga la profetisa Casandra, y dieran muerte a cada hombre y niño de la ciudad, violaran a las mujeres y se las llevaran como esclavas a las islas griegas. Helena estaba preparada para ese día, preparada para morir por su propia mano o por la espada de Menelao, pero nunca creyó realmente que su amado, engreído, divino Paris, su brioso semental, su hermoso marido guerrero, pudiera morir antes que ella. Durante más de nueve años de asedio y gloriosa batalla, Helena confiaba en que los dioses mantuvieran a su amado Paris vivo e intacto en su cama. Y lo habían hecho. Pero ahora lo habían matado.

Recuerda la última vez que vio a su marido troyano, diez días antes, saliendo de la ciudad para enfrentarse en combate singular con el dios Apolo. Paris nunca había parecido más confiado con su elegante armadura de bronce resplandeciente, la cabeza bien alta, su largo cabello sobre los hombros como la crin de un garañón, sus dientes blancos brillando mientras Helena y miles de personas observaban y aplaudían desde la muralla, sobre las puertas Esceas. Sus rápidos pies lo habían llevado siempre «seguro y arropado en su gloria», como le gustaba cantar al bardo favorito del rey Príamo. Pero aquel día lo llevaron a su propia muerte a manos del furioso Apolo.

Y ahora está muerto y, si los informes entre susurros que Helena ha oído son ciertos, su cuerpo está calcinado y destrozado, los huesos rotos, el rostro dorado y perfecto convertido en un cráneo obscenamente sonriente, los ojos azules derretidos y reducidos a sebo, jirones de carne chamuscada cuelgan de sus pómulos calcinados como... como esos primeros trozos de carne ceremonial apartados del fuego del sacrificio porque han sido considerados indignos.

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