Hijos de Dune (Dune 3)

Frank Herbert

Fragmento

Capítulo 1

Las enseñanzas de Muad’Dib se han convertido en el terreno de juego de los académicos, los supersticiosos y los corruptos. Él nos enseñó a vivir de manera equilibrada, una filosofía gracias a la que un hombre puede afrontar los problemas que surgen de un universo en constante cambio. Dijo que la humanidad no ha dejado de evolucionar y que será un proceso que nunca tendrá fin. También afirmó que esa evolución se basa en principios cambiantes que solo conoce la eternidad. ¿Cómo puede un razonamiento corrompido jugar con tal esencia?

Palabras del mentat Duncan Idaho

Un haz de luz iluminó la alfombra rojo oscuro que cubría el suelo de la caverna. La luz brillaba sin una fuente aparente, como si existiese solo en la superficie del tejido granate de fibras de especia entrelazadas. Era un pequeño círculo inquisitivo de unos dos centímetros de diámetro que se estiraba o se encogía de forma errática. Ascendió por el extremo verde oscuro del lecho, avanzó y se retorció al llegar a la superficie irregular de la cama.

Debajo de la colcha verde yacía un chiquillo de pelo cobrizo, rostro infantil redondeado y labios generosos... una figura a la que le faltaba la enjuta cualidad de la tradición Fremen, aunque tampoco presentara la hinchazón del agua propia de un habitante de otros mundos. La figura se agitó cuando la luz pasó sobre sus párpados cerrados. Después desapareció de improviso.

Solo se oía el sonido de una respiración regular y, detrás de él, el tenue goteo del recolector de agua de una trampa de viento que había a mucha altura en la caverna.

La luz volvió a aparecer en la estancia, algo más grande y unos lúmenes más reluciente. En esta ocasión sugería la existencia de una fuente que estaba en movimiento: una figura encapuchada apareció en el arco de la puerta, lugar donde se originaba la iluminación. La luz volvió a revolotear por toda la habitación, como si investigara o probase algo. Emanaba de ella cierta amenaza, una turbada insatisfacción. Evitó al muchacho dormido, hizo una pausa en la rejilla del conducto de ventilación que había en una esquina superior y se dedicó a explorar un bulto que había en los pliegues de los cortinajes verdes y dorados que cubrían y ablandaban las ásperas paredes de roca desnuda.

Después la luz volvió a apagarse. La figura encapuchada se movió con un traicionero rumor de tela y se colocó en el puesto que había junto al arco de la entrada. Cualquiera que estuviese al corriente de la rutina del sietch Tabr habría sospechado de inmediato que se trataba de Stilgar, naib del sietch, guardián de los gemelos huérfanos que un día cogerían el testigo de su padre, Paul Muad’Dib. Stilgar realizaba a menudo inspecciones nocturnas en los aposentos de los gemelos, empezando siempre la ronda en la estancia donde dormía Ghanima y terminándola en la habitación contigua, donde se aseguraba de que Leto no corría ningún peligro.

«Soy un viejo estúpido», pensó Stilgar.

Rozó la superficie fría del proyector lumínico antes de volver a encajárselo en el fajín. El proyector lo irritaba, aunque reconocía que dependía de él. Se trataba de un artilugio sutil del Imperio, un instrumento que detectaba la presencia de cuerpos vivos a partir de un determinado tamaño. Solo había detectado la presencia de los dos niños que dormían en las alcobas reales.

Stilgar sabía que sus pensamientos y emociones eran como la luz, que era incapaz de dominar su inquietud interior. Algún poder mayor que él controlaba ese movimiento. Lo proyectaba hasta ese preciso instante, donde percibía la acumulación de peligro. En ese lugar descansaba el imán de los sueños de grandeza de todo el universo conocido. Allí yacían la riqueza temporal, la autoridad secular y el más poderoso de todos los talismanes místicos: la autenticidad divina del legado religioso de Muad’Dib. Un pavoroso poder se concentraba en esos gemelos, Leto y su hermana Ghanima. Muad’Dib viviría en ellos mientras siguiesen con vida, aunque él hubiese muerto.

No eran unos meros niños de nueve años, eran una fuerza de la naturaleza, objetos de veneración y temor. Eran los hijos de Paul Atreides, que se había convertido en Muad’Dib, el Mahdi de todos los Fremen. Muad’Dib había avivado un estallido de humanidad. Los Fremen se habían desperdigado fuera de ese planeta en una Yihad incontenible y habían arrastrado su fervor por todo el universo humano en una oleada de dominio religioso, cuya intensidad y omnipresente autoridad habían dejado su huella en todos los planetas.

«Y, sin embargo, estos hijos de Muad’Dib están hechos de carne y sangre —pensó Stilgar—. Dos simples estocadas de mi cuchillo bastarían para detener sus corazones. Su agua volvería a la tribu.»

Su caprichosa mente se rebeló ante ese pensamiento.

«¡Matar a los hijos de Muad›Dib!»

Pero los años lo habían vuelto más sabio gracias a la introspección. Stilgar conocía el origen de ese pensamiento tan terrible. Surgía de la siniestra de los condenados, no de la diestra de los bendecidos. El ayat y burhan de la Vida guardaban pocos misterios para él. Durante un tiempo se había sentido orgulloso de considerarse un Fremen, de pensar en el desierto como un amigo, de llamar Dune al planeta en sus pensamientos en lugar de Arrakis, que era como estaba señalado en todos los mapas estelares imperiales.

«Qué sencillas eran las cosas cuando nuestro mesías solo era un sueño —pensó—. Al encontrar a nuestro Mahdi desatamos sobre el universo incontables sueños mesiánicos. Todos los pueblos subyugados por la Yihad sueñan ahora con la venida de su propio líder.»

Stilgar contempló la alcoba oscura.

«Si mi cuchillo liberara a todos esos pueblos, ¿harían de mí un mesías?»

Leto se agitó inquieto en su lecho.

Stilgar suspiró. Nunca había conocido al abuelo de los Atreides del que el niño había heredado el nombre, pero muchos decían que Muad’Dib tenía su misma moralidad. ¿Se habría saltado esa rectitud una generación? Stilgar se vio incapaz de responder a esa pregunta.

Pensó: «El sietch Tabr es mío. Soy su gobernante. Soy naib de los Fremen. Sin mí, Muad’Dib no habría existido. Ni estos gemelos..., que gracias a Chani, su madre y mi consanguínea, llevan mi sangre en sus venas. Formo parte de ellos junto a Muad’Dib, Chani y todos los demás. ¿Qué es lo que le hemos hecho a nuestro universo?».

Stilgar no consiguió averiguar por qué tales pensamientos acudían a él por la noche ni por qué le hacían sentir tan culpable. Se encogió bajo su túnica con capucha. La realidad no se parecía en nada al sueño. El Desierto Amigo, que en el pasado se había extendido de polo a polo, había quedado reducido a la mitad de su tamaño original. El mítico paraíso de expansivo verdor lo llenaba de consternación. No era como el sueño. Y llegó a la conclusión de que él también había cambiado con el planeta. Se había convertido en una per

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