Fragmento del prefacio a Un pasado ajeno al tiempo
En principio, lo que aquí se narra debería recibir el nombre de Historia, pero quien escribe ha sido incapaz de hacer otra cosa que plasmar sus recuerdos, los cuales carecen del rigor propio de tal epígrafe.
Lo cierto es que tampoco resulta preciso llamarlo «pasado», pues nada de lo que aquí se relata sucedió en el ayer, está sucediendo en el presente ni sucederá en el mañana.
No ha sido mi intención dar cuenta de los pormenores de los acontecimientos, sino proporcionar tan solo un marco de referencia para el recuerdo y la posteridad. Los detalles que se han conservado son más que suficientes: flotan a la deriva en el espacio dentro de contenedores sellados. Ojalá alcancen un nuevo universo y allí perduren.
Así pues, solo he escrito un marco. Uno que sirva algún día para facilitar la tarea de reconstruir los hechos a partir de la información disponible. Aunque, huelga decirlo, dicha tarea no recaerá sobre ninguno de nosotros, sigo anhelando que llegue la hora de acometerla.
Por desgracia, me temo que tal ocasión ni se dio en el ayer ni se da en el presente ni se dará en el mañana.
Muevo el sol para colocarlo en el oeste. Al variar el ángulo de incidencia de la luz, las gotas de rocío sobre los brotes de los campos empiezan a brillar de repente como una multitud de ojillos abriéndose al tiempo. Luego atenúo la intensidad de la luz para acelerar la llegada del atardecer. Al ver mi silueta proyectada en el horizonte distante, la saludo con la mano. Ella hace lo propio, y yo vuelvo a sentirme joven al verla.
Qué momento tan maravilloso. Ideal para ponerse a recordar.

Mayo de 1453
La muerte de la Maga
Constantino XI Paleólogo detuvo por un instante las cavilaciones en las que andaba inmerso. Hizo a un lado la montaña de planos defensivos que tenía delante, se alisó la túnica púrpura y aguardó.
Su percepción del paso del tiempo tenía una precisa rigurosidad: en el momento justo, llegó un poderoso y violento temblor que parecía provenir de las profundidades de la tierra. Los candelabros de plata vibraron con un lúgubre silbido y el polvo, que debía de llevar mil años acumulado en los techos del Gran Palacio, comenzó a caer sobre las llamas de las velas y a explotar en minúsculas chispas al entrar en contacto con ellas.
Exactamente cada tres horas, justo lo que tardaban los otomanos en volver a cargar las bombardas diseñadas por el ingeniero Orbón, gigantescos proyectiles de roca de más de media tonelada batían las murallas de Constantinopla. Eran las más resistentes del mundo de la época, ampliadas y reforzadas desde que en el siglo V Teodosio II mandara construirlas, además de ser también el principal motivo por el que hasta el momento la corte bizantina había sobrevivido a tantos y tan poderosos enemigos.
Sin embargo, las gigantescas balas de roca estaban causando estragos en las murallas, y con cada nueva embestida se desprendían más y más pedazos, como si se tratara de las mordeduras de un gigante invisible. El emperador podía imaginar la escena: con los escombros de la explosión aún flotando en el aire, una multitud de soldados y ciudadanos, cual marabunta de valientes hormigas en medio de una tormenta de arena, se arrojaba sobre la herida recién abierta para tratar de llenar el hueco con cualquier cosa que tuvieran a mano, ya fueran restos de otros edificios, sacos terreros o valiosos tapices árabes... Era incluso capaz de imaginar la nube de polvo, en la que se reflejaba la luz del ocaso, cernirse sobre Constantinopla como un manto de oro.
Desde el comienzo del asedio de la ciudad, cinco semanas atrás, aquellos temblores se sucedían siete veces al día con una cadencia tan puntual y regular que parecía que los produjera un reloj gigantesco, uno que marcase el paso de los días y las horas de otro mundo, el mundo de los herejes. En comparación, el compás del reloj de latón en forma de águila bicéfala que había en un rincón de la estancia, símbolo de la cristiandad, resultaba extraordinariamente débil.
Los temblores cesaron. Al cabo de un rato Constantino consiguió, no sin esfuerzo, volver a la realidad que tenía ante él e indicó al guarda que estaba listo para recibir a quien fuera que aguardase al otro lado de las puertas.
Frantzes, uno de los consejeros más cercanos al emperador, entró seguido de una muchacha de aspecto demacrado.
—Majestad, esta es Helena —anunció con una reverencia, para a continuación hacerse a un lado e indicar a la chica que avanzara.
El emperador la observó aproximarse. Las mujeres nobles de Constantinopla solían vestir lujosos ropajes de adornos ostentosos, mientras que las vestiduras de la plebe siempre eran blancas y holgadas, y cubrían el cuerpo hasta los tobillos. Helena, en cambio, parecía combinar ambos estilos: en lugar de llevar una túnica bordada con hilo de oro, vestía de blanco como una plebeya y al mismo tiempo se cubría con una lujosa capa que no era del púrpura reservado a la nobleza, sino ocre. Su rostro, de una sensualidad muy provocadora, evocaba la imagen de una flor dispuesta a marchitarse entre oro y riquezas antes que a medrar en el estiércol.
Una prostituta. Probablemente de las que se ganaban bien la vida. Temblaba mucho y mantenía la vista baja, pero el emperador vio en su mirada un ímpetu y un anhelo insólitos en las de su clase.
—¿Practicas la magia? —preguntó Constantino, que deseaba dar por concluida aquella audiencia lo antes posible.
Frantzes era un hombre que hacía gala de una cautela muy metódica. Solo un pequeño número de los aproximadamente ocho mil soldados que defendían Constantinopla en aquel momento pertenecía a su ejército; los acompañaban alrededor de dos mil mercenarios genoveses más algunos otros que aquel competente consejero había logrado reclutar entre los habitantes de la ciudad. A pesar de que el emperador no se sentía muy entusiasmado con su última idea, el historial de aquel hombre aconsejaba darle al menos una oportunidad.
—Sí, alteza. Puedo matar al sultán. —La débil voz de Helena temblaba como hebras de seda al viento.
Cinco días antes, Helena se había presentado ante la puerta del palacio y había exigido ver al emperador. Cuando los guardas trataron de quitársela de encima, les mostró un objeto que los dejó estupefactos. Aunque desconocían qué era, estaban seguros de que fuera lo que fuese no debía obrar en su poder. En lugar de permitirle ver al emperador, lo que hicieron fue detenerla e interrogarla para descubrir cómo había conseguido aquel objeto. Solo después de corroborar los detalles de su historia la condujeron en presencia de Frantzes.
El ministro sacó un fardo envuelto en una tela de lino, lo desenvolvió y colocó con cuidado su contenido sobre el escritorio del emperador, que se mostró tan atónito como los soldados al ver el mismo objeto cinco días antes. Sin embargo, a diferencia de ellos, Constantino sabía muy bien qué era lo que tenía ante sí.
Más de nueve siglos antes, durante el reinado de Justiniano el Grande, los más diestros artesanos habían forjado dos cálices de oro puro engarzados con piedras preciosas que irradiaban una belleza tal que llegaba al alma. Los dos cálices eran idénticos salvo en la forma y disposición de las piedras. Uno de ellos pasó por las manos de los sucesivos emperadores bizantinos, mientras que el otro quedó sepultado junto con otros tesoros dentro de una cámara secreta escondida bajo los cimientos de Santa Sofía en 537, año en que se había reconstruido la basílica.
El cáliz que el emperador conocía había perdido el lustre con el paso del tiempo, pero el que tenía delante en ese momento parecía forjado el día anterior.
Al principio nadie creyó a Helena, convencidos de que debía de habérselo robado a alguno de sus clientes ricos. A pesar de que la existencia de una cámara oculta bajo la gran basílica era un secreto a voces, pocos conocían su ubicación exacta. Además, estaba sellada por las enormes piedras de los cimientos y no contaba con puerta ni túneles de acceso, de modo que para entrar en ella era necesario un grandioso esfuerzo de ingeniería, que hubo que realizar a pesar de todo, ya que cuatro días antes el emperador había ordenado reunir todos los objetos de valor de Constantinopla por si caía la ciudad. Era una medida desesperada, pues como él bien sabía, los turcos habían bloqueado todas las salidas de la ciudad tanto por tierra como por mar y en caso de querer huir con las riquezas no iba a tener por dónde hacerlo.
Fueron necesarios treinta operarios que trabajaron durante tres días para acceder a la cámara oculta, cuyas paredes estaban formadas por piedras tan descomunales como las de la Gran Pirámide de Keops. En el centro hallaron un enorme sarcófago de piedra sellado por doce gruesos flejes de hierro entrecruzados. Hizo falta un día más para que, entre cinco operarios trabajando a destajo bajo la atenta mirada de varios guardas, se consiguieran cortar los flejes y la tapa del sarcófago.
Lo primero que sorprendió a los presentes no fue ninguno de los tesoros y reliquias que llevaban casi mil años ocultos, sino un humilde racimo de uvas todavía fresco.
Según el relato de Helena, cinco días antes había dejado en el sarcófago un racimo de uvas al que le quedaban siete granos por arrancar, justo como aquel.
Cuando los obreros cotejaron los tesoros con la lista que figuraba en la parte interior de la tapa del sarcófago, comprobaron que todo seguía allí a excepción del cáliz. De no haber sido porque se hallaba junto a Helena y por el testimonio de la mujer, todos los presentes habrían sido ejecutados en el acto aunque hubiesen jurado y perjurado que la cámara y el sarcófago habían aparecido intactos.
—¿Cómo conseguiste hacerte con él? —preguntó Constantino.
Helena tembló aún más. Era obvio que su magia no la ayudaba a sentirse segura. Miró aterrorizada al emperador y al cabo de unos instantes logró balbucir:
—Esos lugares... los veo... los veo como si... —Hizo una pausa para tratar de hallar las palabras—. Como si estuvieran abiertos...
—Demuéstralo. Saca algo de una urna sellada.
Helena negó con la cabeza, muda de miedo. En busca de ayuda, miró a Frantzes, que dijo:
—Según ella, solo puede hacer su magia en un lugar concreto que no debe revelar y al que nadie ha de seguirla. De lo contrario, perderá sus poderes para siempre.
Helena asintió con vehemencia.
El emperador hizo una mueca de desprecio.
—En Europa, te habrían quemado en la hoguera hace tiempo... —masculló.
Helena se derrumbó en el suelo y se hizo un ovillo. Su menuda figura parecía la de una niña.
—¿Sabes matar? —la interpeló el emperador.
Helena siguió temblando. Solo después de que Frantzes insistiera en varias ocasiones, asintió.
—Muy bien —dijo el emperador mientras miraba al consejero—. Pongámosla a prueba.
Frantzes condujo a Helena por un largo tramo de escaleras. Las llamas de las antorchas que marcaban el camino emitían pequeños círculos de luz. Debajo de cada antorcha había dos soldados de guardia, cuyas brillantes armaduras reflejaban la luz y proyectaban en las paredes siluetas centelleantes.
Llegaron al fin a una especie de cueva oscura. Helena se arrebujó con la capa para protegerse del frío del lugar, que era donde se almacenaban las reservas de hielo del palacio para el verano.
Ya no había hielo, sino un prisionero acuclillado en un rincón debajo de una única antorcha. A juzgar por las ropas, debía de ser un oficial anatolio. Dedicó a Frantzes y Helena una mirada lobuna y salvaje entre los barrotes de hierro.
—¿Lo ves? —dijo el consejero, señalándolo.
Helena asintió.
Frantzes le entregó un saco de piel de carnero.
—Ya puedes marcharte. Vuelve con su cabeza antes del amanecer.
Helena extrajo del saco una cimitarra que destelló a la luz de la luna creciente. Se la devolvió a Frantzes y dijo:
—No la necesito, mi señor.
Acto seguido comenzó a subir las escaleras con paso silencioso. Según pasaba bajo cada círculo de luz de las antorchas, su forma parecía cambiar: a veces era una mujer y otras, un gato. Luego desapareció.
Frantzes se volvió hacia uno de los guardias y ordenó:
—Reforzad la vigilancia. —Señaló al prisionero y añadió—: No le quitéis ojo de encima ni un instante.
Después de que el soldado se marchara, Frantzes hizo un gesto con la mano y un hombre emergió de la oscuridad. Iba ataviado con los negros hábitos de un fraile.
—No te le acerques demasiado —advirtió el consejero—. Da igual si la pierdes, lo importante es que no te descubra en ningún caso.
El fraile asintió y subió las escaleras tan silenciosamente como lo había hecho Helena.
Esa noche, Constantino XI durmió igual de mal que todas las noches desde que había comenzado el asedio de Constantinopla: cada vez que parecía conciliar el sueño, las sacudidas volvían a desvelarlo. Antes del alba acudió a su estudio, donde encontró a Frantzes esperándolo.
Ya no se acordaba de la bruja. A diferencia de su padre, Manuel II, y de su hermano mayor, Juan VIII, Constantino era un hombre pragmático y había observado que aquellos que ponían su fe en supersticiones y milagros eran más propensos a sufrir muertes prematuras.
A una señal de Frantzes, Helena entró en la estancia sin hacer ruido. Tenía el mismo aspecto asustadizo que la primera vez que el emperador la había visto. Alzó el saco de cuero con mano temblorosa. En cuanto vio el saco, Constantino pensó que todo aquello había sido una pérdida de tiempo: no abultaba ni tampoco chorreaba sangre. Era imposible que contuviese la cabeza del prisionero.
Sin embargo, Frantzes no parecía decepcionado, sino abstraído, confuso como un sonámbulo.
—No ha traído lo que le pedimos, ¿verdad? —inquirió el emperador.
—En cierto modo, sí... —respondió el consejero, y, tras tomar el saco de manos de Helena, lo colocó sobre el escritorio del emperador y lo abrió. Luego se quedó mirándolo con la expresión de quien se encuentra ante un fantasma.
El emperador miró dentro del saco. Contenía algo gris y tan viscoso como el sebo de un carnero. Frantzes acercó un candelabro y dijo:
—Es el cerebro de aquel anatolio.
—Le ha trepanado el cráneo... —se admiró Constantino al tiempo que se volvía hacia Helena, que seguía temblando, envuelta en su capa y mirando alrededor con ojos de ratón asustado.
—No, majestad —repuso Frantzes—. El cadáver del prisionero ha aparecido intacto. Puse veinte hombres a custodiarlo, cinco en cada turno de guardia, que lo observaban sin cesar desde ángulos distintos. También puse sobre aviso a los guardias de la bodega. Ni un mosquito habría pasado inadvertido... —Se detuvo, todavía afectado por la impresión que le producía el relato de los hechos.
El emperador le indicó con un gesto que continuara.
—Dos horas después de que ella se hubiese ido —prosiguió el consejero—, el prisionero cayó al suelo y empezó a sufrir convulsiones. Muchos de los presentes eran veteranos soldados curtidos en numerosas batallas, e incluso había entre ellos un experimentado médico griego, pero ninguno recuerda haber visto morir a alguien de ese modo. Al cabo de una hora, Helena volvió con este saco en la mano. Luego, cuando el médico abrió el cráneo del cadáver, lo encontró vacío.
Constantino observó con detenimiento el cerebro del saco: estaba completo y sin indicios visibles de daño alguno, lo que era indicativo de que un órgano tan frágil como aquel debía de haber sido extirpado con sumo cuidado. Posó a continuación la vista sobre los finos dedos con que Helena asía su capa. Los imaginó descendiendo sobre la hierba para coger una seta, arrancando una flor de una rama...
A continuación levantó la vista hacia la pared, como si a través de ella hubiese visto algo enorme elevándose en el horizonte. El palacio se estremeció debido a otra tremenda sacudida provocada por las bombas, pero por primera vez el emperador no sintió temblor alguno.
«Si de verdad existen los milagros, ahora es el momento de que se manifiesten.»
Constantinopla se encontraba en una situación desesperada, pero no se habían perdido todas las esperanzas. Tras cinco semanas de cruentos enfrentamientos, el enemigo también había sufrido serias bajas.
Había lugares en los que los cadáveres de los turcos se amontonaban formando pilas tan altas como las murallas, y los asaltantes estaban tan exhaustos como los defensores. Días antes, una valiente flota genovesa cargada de suministros había conseguido entrar en el Cuerno de Oro a través de la barrera del Bósforo. Todos estaban convencidos de que era la avanzadilla de los refuerzos enviados por la cristiandad.
La moral del bando otomano estaba en horas bajas. La mayoría de los comandantes quería aceptar las condiciones de la tregua ofrecida por la corte bizantina y emprender la retirada, aunque ninguno se atrevía a manifestarlo. La razón de que no se hubiesen dado por vencidos era un único hombre.
Se trataba de un hombre que hablaba latín con fluidez, buen conocedor de las artes y de las ciencias, y diestro en el arte de la guerra.
No había dudado un instante a la hora de ahogar a su propio hermano en una bañera y asegurarse así el camino al trono. Había decapitado a una bella esclava delante de sus soldados para demostrar que no existía mujer capaz de tentarlo... El sultán Mehmed II era el eje sobre el que giraban las ruedas de la máquina de guerra otomana. Y si dicho eje se rompía, la máquina se vendría abajo.
Quizá sí se había producido un milagro.
—¿Qué esperas conseguir? —inquirió el emperador sin dejar de mirar la pared.
—Quiero que me hagan santa —repuso de inmediato Helena, que había estado esperando esa pregunta.
Constantino asintió. Tenía sentido: ¿qué podían importarle el dinero o las riquezas a una mujer a la que no había candado o cerrojo que se le resistiera? Pero una ramera apreciaba el honor de ser beatificada.
—¿Eres descendiente de los cruzados?
—Sí, alteza. Mis antepasados participaron en la última cruzada —respondió, y se apresuró a puntualizar—: En la cuarta no.[1]
El emperador posó la mano sobre la cabeza de Helena, que se arrodilló.
—Ve con Dios, muchacha. Mata a Mehmed II y serás la salvadora de Constantinopla, honrada y recordada como una mujer santa por los siglos de los siglos.
Al anochecer, Frantzes condujo a Helena por las murallas cercanas a la puerta de San Romano. La arena del suelo próximo a las murallas se había oscurecido por la sangre seca de los muertos. Había cadáveres desparramados por doquier, como si hubiesen caído del cielo. Al otro lado de los muros, el humo blanco de los gigantescos cañones enemigos se extendía sobre el campo de batalla de manera tan liviana y elegante que parecía fuera de lugar en aquel cruento escenario. Más lejos todavía, bajo el cielo gris plomizo, los campamentos otomanos se extendían hasta donde no alcanzaba la vista, y montones de estandartes con la media luna, tan abundantes como troncos en un bosque, ondeaban en la húmeda brisa marina.
En dirección opuesta, los barcos de guerra otomanos se distribuían por el Bósforo como clavos negros que fijaban la azul superficie del mar.
Helena cerró los ojos.
«Este es mi campo de batalla; esta es mi guerra», pensó.
Acudieron a su mente leyendas de su infancia e historias de sus antepasados narradas por su padre: en Provenza, al otro lado del Bósforo, había una pequeña aldea sobre la cual un día se cernió una auspiciosa nube de la que surgió un pequeño ejército de niños ataviados con brillantes armaduras con cruces rojas y encabezados por un ángel. Su antepasado, un aldeano, había respondido a su llamada y cruzado el Mediterráneo para luchar por Dios en Tierra Santa. En el transcurso de las cruzadas ascendió hasta convertirse en templario. Más tarde, en Constantinopla, conoció a una hermosa mujer, una guerrera sagrada de la cual se enamoró y con la que dio inicio una gloriosa estirpe...
Tiempo después, ya de mayor, Helena descubrió la verdad: solo los mimbres de la historia eran auténticos. Su antepasado había sido, en efecto, hijo de un cruzado que, justo después de que la plaga arrasara su pueblo, se había unido a ellos con el único objetivo de llenar el estómago. Al bajar del barco se encontró en Egipto, donde lo vendieron como esclavo junto a otros diez mil niños. Tras años de cautiverio, consiguió escapar y vagó por Constantinopla, donde sí que conoció a una guerrera santa bastante mayor que él. Sin embargo, el destino de la mujer no había sido mucho mejor que el suyo: Constantinopla había aguardado con ansia el advenimiento de poderosos guerreros cristianos para combatir a los infieles, pero en su lugar tan solo llegó un puñado de mujeres desvalidas. Indignada, la corte bizantina se negó a alimentar a las guerreras santas y todas se vieron obligadas a prostituirse.
Durante más de cuatrocientos años, la tan «gloriosa» estirpe de Helena había tenido que limitarse a sobrevivir. Para cuando su padre llegó al mundo, la pobreza de la familia era casi absoluta. Desesperada y hambrienta, Helena siguió los pasos de su ilustre bisabuela y se dedicó al mismo oficio. Cuando su padre se enteró, le propinó una terrible paliza y amenazó con matarla si volvía a sorprenderla haciéndolo... a menos que accediera a llevarse los clientes a casa para que de ese modo él pudiera negociar un mejor precio en su nombre y ayudarla a «administrar» el dinero.
Helena terminó por marcharse de casa para trabajar por su cuenta. Estuvo en Jerusalén y en Trebisonda; llegó incluso a visitar Venecia. Ya no pasaba hambre y llevaba hermosos vestidos. Sin embargo, en el fondo sabía que no era diferente de una brizna de hierba que crecía en el barro de la carretera: indistinguible del lodo cuando el viajero de turno la aplastaba.
Fue entonces cuando se produjo el milagro; o, mejor dicho, cuando ella topó con él.
Helena se consideraba muy distinta de Juana de Arco, otra mujer que también había sido elegida por Dios. A fin de cuentas, ¿qué había recibido la Dama de Orleans? Solo una espada. En cambio, a ella Dios le había concedido algo mucho mejor: un don que la iba a convertir en la mujer más venerada después de María.
—Ese es el campamento de el-Fātiḥ el Conquistador —indicó Frantzes, señalando en dirección opuesta a la puerta de San Romano.
Helena miró hacia donde señalaba y asintió.
Entonces el consejero le entregó otro saco de piel de carnero.
—Dentro encontrarás tres retratos suyos desde tres ángulos diferentes y con distintas vestiduras. También hay un machete; lo necesitarás. Queremos su cabeza entera, no solo el cerebro. Será mejor que esperes a que anochezca. De día no estará en su tienda.
—Recordad lo que os advertí, mi señor —dijo Helena, cogiendo el saco.
—Por supuesto.
—No me sigáis. Si entráis en el lugar al que debo acudir, la magia dejará de funcionar para siempre.
El espía disfrazado de fraile que la había seguido la vez anterior le había contado a Frantzes que Helena había sido muy cuidadosa y cambiado de camino de forma brusca o vuelto sobre sus pasos en múltiples ocasiones hasta alcanzar por fin el distrito de Blanquerna. El consejero se sorprendió al oírlo, dado que era la parte de la ciudad que había sufrido los peores bombardeos, y nadie salvo los soldados se aventuraba en ella.
El espía la había visto adentrarse en las ruinas de un minarete que en otro tiempo había formado parte de la mezquita local. La razón por la que esa torre había permanecido en pie a pesar de que Constantino había ordenado demoler todas las mezquitas de la ciudad era que, durante la última plaga, unos cuantos enfermos habían muerto en el interior, por lo que nadie quería acercarse demasiado. Más tarde, después de que comenzara el asedio a la ciudad, un proyectil perdido había destrozado la parte superior.
Atendiendo las advertencias de Frantzes, el espía no había entrado. Lo que sí hizo fue interrogar a dos soldados que lo habían hecho antes de que el proyectil dañase el minarete. Según le contaron, en un principio habían querido montar un puesto de vigilancia, pero desistieron al no ser lo bastante elevado. También le explicaron que no albergaba nada, a excepción de unos cuantos cuerpos descompuestos que para entonces ya debían de ser esqueletos.
Esta segunda vez Frantzes no mandó seguir a Helena. Se quedó mirándola mientras se abría paso entre las filas de soldados en lo alto de las murallas. Su capa destacaba mucho entre la mugre y la sangre incrustadas en las armaduras de los militares, que, exhaustos, no le prestaron atención. Cuando descendió al fin la muralla, sin hacer ningún esfuerzo por despistar a posibles espías que la siguiesen, fue directa hacia el distrito de Blanquerna y desapareció en la noche que ya envolvía la ciudad.
Constantino XI miraba cómo se evaporaba el agua de un pequeño charco en el suelo, metáfora de cómo se desvanecían sus esperanzas.
Acababan de partir doce espías. El lunes anterior, camuflados con los turbantes y uniformes de las fuerzas otomanas, habían conseguido burlar las filas enemigas en un pequeño bote para ir al encuentro de la flota europea que se suponía que estaba de camino para ayudar a los sitiados. Sin embargo, se encontraron un Egeo desierto y sin rastro de la famosa flota. Desengañados, los espías emprendieron el camino de regreso y, tras cruzar por segunda vez las filas enemigas, se presentaron ante el emperador con la desoladora noticia.
Constantino entendió al fin que la ayuda prometida por Europa no era más que una vana ilusión. Los reyes de la cristiandad habían decidido darle cruelmente la espalda y dejar Constantinopla en manos de los infieles, y ello después de tantos y tantos siglos durante los cuales la ciudad santa había resistido las hordas mahometanas.
Unos gritos de alarma procedentes del exterior retumbaron de pronto en sus oídos. Un guardia vino a informarle de que se había producido un eclipse lunar, lo que representaba una gran catástrofe, pues siempre se había dicho que mientras la luna brillase Constantinopla no caería.
A través de la rendija de la ventana, el emperador observó que la luna desaparecía en la sombra, como si entrase en la sepultura que era el cielo. Entonces tuvo el presentimiento de que Helena nunca regresaría y de que jamás vería la cabeza de su enemigo.
Transcurrió un día. Después una noche. Tal como esperaba, no hubo noticias de Helena.
Frantzes y sus hombres detuvieron los caballos frente al minarete del distrito de Blanquerna y se apearon. Ninguno de ellos daba crédito a sus ojos: bajo la fría y blanca luz de la recién salida luna, el minarete parecía intacto. Su afilada punta señalaba hacia el cielo estrellado.
El espía juró que la última vez que había estado allí faltaba la parte superior de la estructura. Muchos otros oficiales y soldados de la zona corroboraron su testimonio.
Frantzes miró en dirección al cielo y sintió que la ira crecía en su interior. No importaba cuántas personas sostuvieran lo contrario, el espía había mentido, y ahí estaba el minarete completo para atestiguarlo. Sin embargo, Frantzes no quiso perder el tiempo castigándolo. Ahora que la ciudad estaba a punto de sucumbir, todos iban a recibir su condena a manos de los conquistadores.
Un soldado advirtió en la mirada de Frantzes lo que el consejero imperial estaba pensando, pero no dijo nada. Sabía que la parte superior del minarete no había sido destruida por una bala de cañón. Había descubierto que le faltaba esa parte una mañana, hacía dos semanas, sin que ninguna pieza de artillería hubiese sido disparada la noche anterior y sin que hubiera quedado escombro alguno en el suelo. Los dos soldados que estuvieron con él aquella mañana y que podían corroborar su historia habían muerto en el campo de batalla, de modo que prefirió no decir nada. Nadie iba a creerle.
Frantzes y sus hombres entraron en el minarete, donde vieron los cadáveres de las víctimas de la plaga. Los perros los habían destrozado y desperdigado por las ruinas. No vieron ningún indicio de vida.
Subieron por las escaleras hasta el piso superior. Allí, iluminada por la temblorosa luz de una antorcha, vieron a Helena. Estaba acurrucada bajo una ventana y parecía dormida, pero tenía los ojos entornados y en ellos se reflejaba la luz de las antorchas. Llevaba la ropa sucia y hecha jirones y el pelo revuelto. Un par de arañazos, quizás autoinfligidos, le cruzaban la cara.
Frantzes miró alrededor. Estaban en lo alto del minarete, un espacio cónico completamente vacío. Advirtió que la gruesa capa de polvo que lo cubría todo presentaba apenas unas huellas, como si Helena, al igual que ellos, hubiera llegado hacía poco.
Entonces Helena despertó y arañó las paredes con las uñas para incorporarse. La luz de la luna que se colaba por la ventana daba a su pelo un halo plateado.
La mujer abrió los ojos de par en par y miró. Solo después de un gran esfuerzo consiguió volver a la realidad. Sin embargo, volvió a cerrar los ojos enseguida. Era como si tratase de permanecer en el sueño.
—¿Qué haces aquí? —gritó Frantzes.
—No..., no puedo ir...
—¿Adónde?
Todavía con los ojos entornados para terminar de saborear el recuerdo como una niña que se aferrase a su juguete preferido, Helena respondió:
—Hay mucho espacio... Se está tan a gusto...
Abrió los ojos y, aterrorizada, vio dónde se encontraba.
—Pero aquí... —prosiguió—. Es como estar dentro de un ataúd, tanto dentro como fuera del minarete. ¡Tengo que volver!
—¿Y tu misión?
—¡Un momento! —Helena se santiguó—. ¡Un momento!
Frantzes señaló hacia afuera a través de la ventana.
—¿Crees acaso que podemos esperar más?
Se oyó de pronto un gran revuelo. Si se prestaba atención era posible distinguir dos sonidos diferentes. Uno procedía de extramuros: Mehmed II había decidido emprender el asalto final de Constantinopla al día siguiente. En ese mismo instante el joven sultán recorría a caballo los campamentos otomanos y prometía a sus soldados que lo único que quería para sí era la propia Constantinopla, que sus tesoros y sus mujeres les pertenecerían a ellos y que tras la caída de la ciudad dispondrían de tres días para apropiarse de cuanto quisieran. Las tropas reaccionaron con vítores ante la promesa del sultán, a los que se sumó el sonido de trompetas y tambores. Aquel estruendo de alegría, unido al humo y las chispas que se elevaban de las fogatas de los campamentos, amenazaba Constantinopla como el rugido de una enorme oleada mortal.
En cambio, el sonido procedente del interior de la ciudad era lúgubre y quedo. Todos los ciudadanos habían desfilado por el lugar para reunirse en Santa Sofía, donde asistirían a una última misa. La escena era inédita en la historia de la cristiandad y jamás se volvería a repetir: acompañados por himnos solemnes e iluminados por la tenue luz de las velas, el emperador bizantino, el patriarca de Constantinopla, cristianos ortodoxos de Oriente, católicos italianos, soldados de armadura, marineros procedentes de Venecia o Génova y una gran multitud de ciudadanos se congregaban ante Dios con el fin de prepararse para la batalla final de sus vidas.
Frantzes supo que su plan había fracasado. Quizás Helena no fuese más que una hábil embaucadora y no poseyera poderes mágicos. Esa era la opción que prefería con diferencia, pues existía otra mucho más inquietante y peligrosa: que sí los poseyera y los hubiese puesto al servicio de Mehmed II, quien le habría encargado otra misión. Al fin y al cabo, ¿qué podía ofrecerle Bizancio que fuera de su interés si se hallaba al borde de la ruina? La promesa de convertirla en santa resultaba sumamente difícil de cumplir: ni Constantinopla ni Roma estarían dispuestas a beatificar a una bruja que además era prostituta. Sí, lo más probable era que hubiese regresado con dos objetivos en mente: Constantino XI y él. ¿No había sentado suficiente precedente aquel ingeniero húngaro? Fue ante Constantino XI que Orbón se presentó en primer lugar con los planos de sus cañones gigantes. Pero como el Emperador carecía de dinero no ya para sufragar la construcción de aquellas máquinas mastodónticas, sino incluso su propio sueldo, Orbón cambió de bando y se fue con Mehmed II. Los bombardeos diarios servían de recordatorio constante de su traición.
Frantzes dirigió una mirada al espía, que desenvainó la espada en el acto y la clavó en mitad del pecho de Helena. La hoja la atravesó por completo y fue a hundirse en una rendija de la pared de piedra, a su espalda. El espía trató de recuperar el arma, pero se había atascado. Entonces Helena apoyó las manos en la empuñadura y él, temeroso de tocarlas, retrocedió.
Frantzes y sus hombres se marcharon.
Helena no emitió el más mínimo quejido durante la ejecución. La cabeza se le ladeó poco a poco, y cuando los mechones de su cabello se apartaron del rayo de luna que los iluminaba, perdieron su halo plateado y se sumieron en las tinieblas. La luna alumbró un pequeño trozo de suelo en el oscuro interior del minarete sobre el que un reguero de sangre se deslizaba como una estrecha serpiente negra.
Tanto dentro como fuera de la ciudad, los sonidos cesaron para dar paso al silencio que precede a una gran batalla. El Imperio romano de Oriente saludó su último amanecer en aquel lugar situado a caballo entre Europa y Asia, entre la tierra y el mar.
La maga murió ensartada en la pared del segundo piso del minarete. Fue quizá la única maga auténtica de toda la historia de la especie humana. Para su desgracia, diez horas antes la Era de la Magia también había tocado a su fin.
Dicha era había comenzado a las cuatro de la tarde del 3 de mayo de 1453, cuando un fragmento de alta dimensionalidad entró en contacto con la Tierra por primera vez. Finalizó a las nueve de la noche del 28 de mayo de 1453, cuando dicho fragmento dejó atrás el planeta y, después de veinticinco días y cinco horas, lo devolvió a su órbita habitual.
Constantinopla sucumbió el 29 de mayo al atardecer.
Cuando la encarnizada matanza de aquel día se acercaba a su inevitable final, Constantino XI, solo frente a las hordas otomanas que se abalanzaban sobre él, gritó: «¡¿No hay un solo cristiano aquí dispuesto a perder la cabeza?!» Se rasgó las vestiduras imperiales y desenvainó la espada para hacer frente a la turba que se aproximaba. Su armadura plateada resplandeció por un instante antes de perderse en un mar granate como una pieza de lata que se sumerge en ácido sulfúrico.
La relevancia histórica de la caída de Constantinopla no se hizo patente hasta varios años después. En un primer momento, aquello solo supuso el último estertor del Imperio romano para la mayoría de la gente. El período bizantino no había sido más que un bache en el camino que había dejado tras de sí la gran cuadriga de la antigua Roma, que pese a haber gozado de esplendor durante cierto tiempo terminó evaporándose como el agua de un charco bajo el sol. En su día, los romanos silbaban despreocupados al bañarse en sus fastuosas termas, convencidos de que su imperio, al igual que el granito con que estaban construidas las piscinas en que flotaban, duraría eternamente.
Pero ahora ya sabemos que no hay nada que dure para siempre. Que todo cuanto existe tiene un final.
Era de la Crisis, año 1
La opción «vida»
Yang Dong quería salvarse, pero sabía que tenía pocas posibilidades de conseguirlo.
De pie en el balcón del piso superior del centro de control, observó el acelerador de partículas detenido. Desde allí veía en su totalidad la circunferencia de veinte kilómetros que formaba el colisionador. Al contrario de lo habitual, el anillo no estaba soterrado, sino encapsulado en un tubo de cemento. La forma redondeada de las instalaciones parecía el círculo de un punto final al sol poniente. ¿A qué frase ponía fin? Confiaba en que solo marcase el fin de la física.
Hubo un tiempo en el que Yang Dong tenía una férrea convicción: que, si bien la vida y el mundo podían ser feos, en los límites de las escalas micro y macro todo cuanto existía era armonioso y bello; que el mundo donde vivimos es mera espuma que flota en el perfecto y profundo océano de la realidad. En cambio, ahora le parecía que el día a día era una hermosa concha que contenía microrrealidades que, al igual que las macrorrealidades que la contenían a su vez, eran mucho más feas y caóticas.
Aquello le resultaba demasiado aterrador.
Sería mejor que dejara de pensar en ello. Podía dedicarse a una nueva profesión que no tuviera nada que ver con la física, casarse, tener hijos, vivir una vida tranquila y feliz como la de tantos otros. Claro que, para ella, una vida así solamente contaría como media vida.
Pero había otra cosa que también la perturbaba, algo que tenía que ver con su madre, Ye Wenjie: había descubierto por casualidad que su ordenador había recibido una serie de mensajes encriptados, lo que despertó su curiosidad. Como pasaba con tantos otros ancianos, la madre de Yang no estaba familiarizada con los pormenores de internet ni tampoco con los de su ordenador, de modo que se había limitado a borrar los mensajes siguiendo el procedimiento habitual y dejando un rastro digital. No era consciente de que, incluso después de haber formateado el disco, los datos podían recuperarse con facilidad.
Por primera vez en toda su vida, Yang Dong hizo algo a espaldas de su madre y recuperó la información de los archivos borrados. Tardó varios días en leer todos los datos. Así fue como supo de la existencia del mundo de Trisolaris y del secreto que guardaban los extraterrestres y su madre.
La revelación dejó consternada a Yang Dong. Aquella mujer de la que había dependido la mayor parte de su vida resultó ser un tipo de persona cuya mera existencia jamás habría podido creer. No se atrevía a pedirle explicaciones. Nunca lo haría, pues en el momento en que la confrontara, el cambio de la imagen que tenía de su madre terminaría de consumarse de forma irrevocable. No, era mejor fingir que era la misma mujer que había conocido siempre y vivir como si nada hubiera ocurrido. Claro que, para ella, una vida así solamente contaría como media vida.
Vivir solo media vida tampoco era una tragedia. A juzgar por lo que había podido observar, era lo que hacía gran parte de la gente que le rodeaba. Siempre que a uno se le diera bien olvidar e ignorar, era posible vivir media vida sin apenas dificultades, incluso con cierto grado de felicidad.
Sin embargo, la suma del fin de la física con el secreto de su madre le había hecho perder una vida entera.
Yang Dong se apoyó contra la barandilla y admiró el abismo que tenía ante sí con una mezcla de terror y fascinación. Entonces sintió que la barandilla cedía a causa del peso que estaba ejerciendo sobre ella y dio un paso atrás de inmediato, como si se hubiera electrocutado. Temerosa de seguir allí más tiempo, regresó a la sala de los terminales.
Aquel era el lugar donde se encontraban los terminales del superordenador que el centro usaba para analizar los datos generados por el colisionador. Los habían apagado varios días antes, pero ahora había unos cuantos encendidos, lo que supuso cierto alivio para Yang Dong. Eso sí, era consciente de que el superordenador ya había empezado a utilizarse para otros proyectos que no tenían nada que ver con el acelerador de partículas.
En la sala había un único joven, que se levantó al verla entrar. Su aspecto llamaba mucho la atención, puesto que llevaba unas gafas gruesas de color verde. Yang le explicó que solo estaba allí para recoger sus cosas, pero en cuanto el chico de las gafas verdes supo quién era, empezó a hablarle entusiasmado sobre el programa que estaba ejecutando y que podía verse en los terminales.
Era un modelo matemático de la Tierra. A diferencia de anteriores proyectos similares, aquel simulaba la evolución pasada, presente y futura de la superficie terrestre, teniendo en cuenta un gran número de factores biológicos, geológicos, astronómicos, atmosféricos y oceánicos, entre otras variables.
Gafas Verdes encendió varios monitores grandes, en los que Yang Dong vio algo muy diferente a los gráficos de datos y las curvas anteriores. Eran imágenes brillantes y coloridas de lo que parecían ser continentes y océanos a vista de pájaro. El joven movió con destreza el ratón para ampliar varias zonas, y aparecieron en primer plano imágenes de ríos y árboles.
Yang Dong sintió cómo el aliento de la naturaleza impregnaba aquel lugar que hasta hacía poco había estado dominado por la abstracción de los números y los teoremas. Se sintió como si la hubieran liberado de una prisión.
Después de escuchar la explicación de Gafas Verdes, Yang Dong recogió sus cosas y se dispuso a marcharse tras despedirse con cortesía. Aun dándole la espalda, notó que él la seguía mirando. Estaba acostumbrada a que los hombres reaccionaran de aquel modo en su presencia. Esta vez, en lugar de molestarse, sintió consuelo, la misma cálida caricia que el sol proporciona en invierno. De pronto sintió un imperioso deseo de expresarse, de comunicarse. Se volvió.
—¿Crees en Dios? —preguntó.
Ella misma se sorprendió al formular la pregunta. Luego, cuando se percató de que tampoco resultaba una pregunta tan fuera de lugar teniendo en cuenta el modelo que se estaba ejecutando, se sintió algo aliviada.
La pregunta también había dejado estupefacto a Gafas Verdes. Al cabo de unos segundos, cuando consiguió cerrar la boca, preguntó con sumo cuidado:
—¿A... a qué dios te refieres?
—Pues a Dios. Dios a secas.
Volvió a embargarle la misma sensación de cansancio de antes. No tenía fuerzas ni paciencia para explicarse mejor.
—No, no creo en Dios —contestó Gafas Verdes al fin.
—Pero... —comenzó a decir ella mientras señalaba las imágenes de los monitores—. Los parámetros físicos que rigen la existencia de la vida son implacables. Piensa en el agua líquida, por ejemplo: solo puede existir dentro de un ajustado rango de temperaturas. Y desde el punto de vista de la cosmología, resulta todavía más evidente: a poco que los parámetros de las condiciones que propiciaron el Big Bang hubieran diferido en un margen de ni siquiera una milmillonésima parte, no tendríamos elementos pesados y, por lo tanto, no existiría la vida. ¿No es prueba suficiente de un diseño inteligente?
Gafas Verdes negó con la cabeza.
—No soy un experto en el Big Bang, pero te equivocas respecto a la Tierra. La vida nació de la Tierra, pero la vida también la cambió. El entorno actual del planeta es el resultado de su interacción con la vida.
Cogió el ratón y empezó a clicar.
—Hagamos una simulación.
Apareció un panel de configuración lleno de vertiginosos campos numéricos en una de las pantallas más grandes. Cuando deseleccionó una casilla de verificación de la parte superior, los campos quedaron vacíos.
—Vamos a deseleccionar la casilla de verificación de la opción «vida» para ver cómo habría evolucionado la Tierra sin ella. Ajustaré la simulación para que sea aproximada, y así los cálculos no llevarán demasiado tiempo.
Yang Dong miró otro terminal y vio que la supercomputadora estaba funcionando a pleno rendimiento. Una máquina como aquella consumía tanta electricidad como una ciudad pequeña, pero no le pidió a Gafas Verdes que la detuviera.
Un planeta de nueva formación apareció en la pantalla más grande. Su superficie aún era roja, tan incandescente como un ascua recién sacada del fuego. Se enfrió conforme fueron transcurriendo las distintas eras geológicas, y los colores y las formas de la superficie mutaron de manera hipnótica. Minutos más tarde, un planeta naranja apareció en la pantalla, indicativo de que la simulación había llegado a su fin.
—No es más que un cálculo aproximado; hacerlo de forma más precisa llevaría un mes.
Gafas Verdes amplió la imagen y desplazó el ratón por la superficie del planeta. Se vio pasar un ancho desierto, luego un grupo de montañas de formas extrañas que parecían enormes columnas, y a continuación un abismo sin fondo y una depresión circular parecida a un cráter de impacto.
—¿Qué es? —preguntó desconcertada Yang Dong.
—La Tierra. Sin vida, este es el aspecto que tendría la superficie hoy en día.
—Pero... ¿y los océanos?
—No hay océanos. Ni tampoco ríos. Toda la superficie está seca.
—¿Me estás diciendo que, sin vida, el agua líquida no existiría en la Tierra?
—Puede que la realidad hubiera sido aún más impactante. Recuerda que esto es una simulación muy somera. Aun así, se puede apreciar el gran impacto que ha tenido la vida en la formación de la Tierra tal y como es en la actualidad.
—Pero...
—¿Creías que la vida no es más que algo blando y frágil que se aferraba a la superficie del planeta?
—¿Acaso no lo es?
—Olvidas el poder del tiempo. Si una colonia de hormigas es capaz de transportar un grano de arroz en un día, en mil millones de años pueden arrasar el mismísimo monte Tai. Siempre y cuando disponga del tiempo necesario, la vida es más fuerte que el metal y la roca, más poderosa incluso que cualquier tifón o volcán.
—¡Pero la formación de las montañas depende de las fuerzas geológicas!
—No necesariamente. Aunque la vida no sea capaz de formar montañas, sí puede alterar la distribución de las cadenas montañosas. Pongamos por caso que hay tres montañas, dos de ellas cubiertas de vegetación. La erosión allanará mucho antes la que se encuentra pelada. Cuando digo «mucho antes» hablo en términos de millones de años, ¿eh? Eso no es nada en términos geológicos.
—¿Y cómo desaparece un océano?
—Habría que consultar el registro de la simulación, pero es muy engorroso. Aunque la intuición me dice que las plantas, los animales y las bacterias han sido muy importantes a la hora de determinar la composición de nuestra atmósfera. Sin vida sería muy diferente. Posiblemente no sería capaz de proteger la superficie terrestre de los vientos solares ni los rayos ultravioleta, de modo que los océanos se evaporarían y el efecto invernadero no tardaría en convertirla en una réplica de la atmósfera de Venus, lo que haría que el vapor de agua terminara por perderse en el espacio. Al cabo de varios miles de millones de años, la Tierra quedaría completamente seca.
Yang Dong no dijo más. Se quedó mirando aquel planeta hueco y amarillento.
—La Tierra en la que vivimos ahora es un hogar construido por la vida para sí misma. No tiene nada que ver con Dios —sentenció Gafas Verdes a la vez que extendía los brazos como queriendo abarcar el monitor y visiblemente orgulloso de su elocuencia.
Yang Dong no estaba de humor para seguir discutiendo, pero en el momento en que Gafas Verdes deseleccionó la opción «vida» del panel de configuración, algo le pasó por la cabeza. Formuló la aterradora pregunta:
—¿Y el universo, entonces?
—¿Qué pasa con el universo? —preguntó perplejo Gafas Verdes, que estaba cerrando la simulación.
—Si usáramos un modelo matemático parecido para simular el universo entero y deseleccionáramos la opción «vida» desde el principio, ¿cómo sería el universo resultante?
Gafas Verdes se quedó pensando un rato.
—Obviamente tendría el mismo aspecto que ahora, si los resultados son correctos. Cuando hablaba del efecto de la vida sobre el entorno me refería al contexto de la Tierra. En el caso del universo, la vida es tan infrecuente que su impacto en la evolución del cosmos puede soslayarse.
Yang Dong tuvo que morderse la lengua para no responder. Se despidió una vez más y forzó una sonrisa de agradecimiento. Tras abandonar el edificio miró hacia el cielo nocturno, preñado de estrellas.
Gracias a los documentos secretos de su madre, sabía que la vida no era una rara ocurrencia del universo, sino más bien todo lo contrario: el cosmos estaba muy concurrido.
¿Cuánto había cambiado el universo a consecuencia de la vida? ¿Hasta dónde habían llegado esos cambios?
Se apoderó de ella un sentimiento de pánico.
Supo que ya era tarde para salvarse. Trató de no pensar, de sumir su mente en un oscuro vacío, pero una pregunta se empeñaba en atormentarla:
¿Era la naturaleza realmente natural?
Era de la Crisis, año 4
Yun Tianming
El doctor Zhang se dirigió a la habitación de su paciente, Yun Tianming, para hacerle la revisión diaria. Antes de marcharse, el médico le dejó sobre la cama una nota en la que le decía que después de tanto tiempo ingresado en el hospital le convenía saber lo que pasaba en el mundo. A Yun Tianming le extrañó, porque tenían televisión en el cuarto. Quizás el doctor le había querido decir algo con aquello.
Al hojear el periódico, Yun Tianming observó que, a diferencia de antes de que lo ingresaran, Trisolaris y la Organización Terrícola-trisolariana habían dejado de acaparar titulares. Había al menos un puñado de artículos sobre temas que no tenían nada que ver con la Crisis. La tendencia de la humanidad a centrarse en el aquí y el ahora volvía a quedar patente: la preocupación por hechos que iban a producirse al cabo de cuatro siglos había dado paso al interés por el presente.
No le sorprendió. Intentó recordar cómo habían sido las cosas cuatrocientos años antes: China estaba regida por la dinastía Ming, y le parecía —no estaba del todo seguro— que Nurhaci acababa de fundar el imperio que acabaría derrocándola previa matanza de millones de personas. En Occidente se habían terminado los años oscuros del medievo y aún faltaban más de cien años para que apareciera la máquina de vapor, trescientos para la electricidad. Cualquier persona de la época que hubiera perdido el sueño pensando en cómo iba a ser la vida al cabo de cuatrocientos años se habría convertido en objeto de mofa y escarnio por parte de sus contemporáneos; y del mismo modo que entonces habría resultado ridículo preocuparse, también lo era ahora.
En su caso concreto, y en vista de cómo había evolucionado la enfermedad que padecía, ni siquiera tenía sentido preocuparse por cómo serían las cosas al cabo de un año.
No obstante, una noticia le llamó la atención. Pese a no tratarse de uno de los principales titulares, era una noticia destacada en primera plana:
El Comité Permanente de la Asamblea Popular Nacional aprueba la Ley de la Eutanasia en sesión especial
A Tianming le pareció extraño. Habían convocado aquella sesión legislativa especial para tratar la cuestión de la Crisis Trisolariana, pero dicha ley no parecía guardar ninguna relación con ella.
¿Era eso lo que el doctor Zhang quería que viera?
Un repentino ataque de tos lo obligó a dejar el periódico y tratar de dormir.
Al día siguiente, dieron varias entrevistas y reportajes por televisión sobre la Ley de la Eutanasia, pero no parecían haber despertado demasiado interés. Por la noche, Tianming tuvo dificultades para conciliar el sueño: no paraba de toser, le costaba respirar, se sentía débil y tenía náuseas debido a la quimioterapia. El paciente que ocupaba la cama contigua vino a sentarse al borde de la suya y le sostuvo el tubo de oxígeno. Se apellidaba Li, pero todos lo llamaban Lao Li, «Viejo Li».
Lao Li miró alrededor para cerciorarse de que los demás pacientes que compartían la habitación estaban dormidos y dijo:
—Tianming, al final me voy a ir antes de lo que pensaba.
—¿Le van a dar el alta?
—No, hombre. Van a hacerme la eutanasia.
Tianming se incorporó en la cama.
—Pero ¿eso por qué? Con lo devotos y cariñosos que son sus hijos...
—Es justo por ellos que me he decidido. Como esto se alargue mucho más, van a tener que hipotecarse, y todo ¿para qué? Si lo mío no tiene cura... Debo obrar con responsabilidad. Por ellos y por mis nietos.
Lao Li exhaló un hondo suspiro, golpeó con suavidad el hombro de Tianming y luego se metió en la cama.
Tianming se durmió mirando las sombras proyectadas por los árboles al otro lado de la cortina. Por primera vez desde que cayó enfermo, tuvo un sueño agradable.
Soñó que surcaba un mar en calma a bordo de un barquito de papel. El cielo era de un neblinoso gris oscuro, y caía una suave llovizna que no parecía alcanzar la superficie del agua, pues esta se mantenía tan lisa como un espejo. El agua, también gris, se confundía con el cielo en todas direcciones, de forma que no había horizonte ni tampoco orilla...
Al despertarse por la mañana, Tianming no consiguió explicarse cómo, en sueños, había estado tan seguro de que la llovizna no se detendría jamás; de que la superficie del agua se mantendría tersa del todo y de que el tono del cielo seguiría teniendo el mismo color plomizo.
El hospital estaba a punto de llevar a cabo el procedimiento solicitado por Lao Li.
Tras no pocos debates internos, los medios de comunicación habían convenido en emplear la expresión «llevar a cabo». El término «ejecutar» fue descartado desde el principio por razones obvias, «realizar» tampoco sonaba bien, y «completar» parecía sugerir que la muerte ya era un hecho, lo cual tampoco era del todo preciso.
El doctor Zhang preguntó a Yun Tianming si se sentía con fuerzas para asistir a la eutanasia de Lao Li y se apresuró a añadir que, al tratarse de la primera que se llevaba a cabo en la ciudad, era conveniente que se hallaran presentes representantes de los distintos grupos de interés, pacientes incluidos, y que por eso lo invitaba.
Sin embargo, Yun Tianming no podía quitarse de la cabeza la idea de que aquella petición escondía algún motivo. Aun así, accedió en señal de agradecimiento al amable trato que el doctor Zhang siempre le había dispensado. Más tarde tuvo la repentina sensación de que tanto la cara como el nombre del doctor le resultaban familiares, aunque era incapaz de recordar la razón por más que lo intentara. Tal vez no se había dado cuenta hasta entonces de aquella extraña familiaridad porque hasta el momento todas sus interacciones se habían centrado, como era natural, en su enfermedad y su tratamiento. La manera en la que un doctor se comportaba y hablaba en un contexto laboral era muy distinta a la que empleaba para hablar de tú a tú con otra persona.
Ninguno de los miembros de la familia de Lao Li estaban presentes en el momento de llevar a cabo el procedimiento. Les había ocultado su decisión y solicitó que fuera la Oficina de Asuntos Civiles municipal, y no el hospital, la que les diera la noticia. La nueva Ley de la Eutanasia permitía obrar de tal modo.
Se presentaron un montón de periodistas, pero a la mayoría no se le permitió entrar. La sala de eutanasia había sido antes una habitación del edificio de emergencias del hospital, y una de las paredes estaba formada por uno de esos espejos falsos detrás del cual los observadores podían ver lo que ocurría en el interior de la habitación sin que el paciente se diera cuenta.
Yun Tianming se abrió paso entre la multitud de observadores hasta que llegó frente a la mampara de cristal. En cuanto vio el interior de la sala de eutanasia sintió tal aversión que estuvo a punto de vomitar.
Fuera quien fuese el responsable de la decoración de la habitación, se había lucido: las ventanas tenían cortinas de encaje, había jarrones con flores por doquier y las paredes estaban atestadas de corazones de cartulina rosa. Por bienintencionado que fuera, aquel claro intento de humanizar la situación lograba el efecto contrario: aportaba una especie de júbilo artificioso a la ya de por sí espantosa sombra de la muerte. Era como si hubieran querido convertir un sepulcro en una alcoba nupcial.
Lao Li yacía en la cama que había en el centro de la estancia. Parecía tranquilo. A Yun Tianming se le hizo un nudo en la garganta cuando se dio cuenta de que no habían tenido ocasión de despedirse de verdad. En el interior, dos notarios se encargaban de los detalles legales del procedimiento. Salieron después de que Lao Li firmara los documentos.
Entonces entró en la sala otro hombre que comenzó a explicarle paso a paso los detalles concretos del procedimiento. A pesar de llevar bata blanca, no estaba claro que se tratase de un doctor. El hombre empezó señalándole a Lao Li el monitor situado al pie de la cama. Le preguntó si podía leer bien lo que decía en él, a lo que Lao Li asintió. Entonces el hombre le pidió que probara a usar el ratón que tenía en una mesita adyacente a la cama para hacer clic en los botones que aparecían en pantalla y añadió que si le parecía difícil, existían otros métodos de interacción. Lao Li probó el ratón e indicó que le servía.
Entonces, Yun Tianming recordó que Lao Li le había dicho una vez que nunca había usado un ordenador, y que cada vez que necesitaba dinero en efectivo tenía que hacer cola en el banco porque era incapaz de usar un cajero. Aquella debía de ser la primera vez que Lao Li usaba un ratón en su vida.
El hombre de la bata blanca explicó luego a Lao Li que aparecería en la pantalla una pregunta que le sería formulada hasta en cinco ocasiones. En cada una de ellas, vería debajo seis botones numerados del cero al cinco. Si Lao Li quería contestar afirmativamente, tendría que hacer clic con el ratón en el número especificado por las instrucciones, que cambiaría al azar cada vez que se repitiera la pregunta. En caso de desear contestar negativamente, solo debía hacer clic en el cero y el procedimiento se interrumpiría de inmediato.
No iba a haber dos botones con un simple sí y un simple no. Según aquel hombre, la razón era evitar una situación en la que el paciente presionara el mismo botón una y otra vez sin pensar.
Entonces entró una enfermera para fijar una aguja en el brazo de Lao Li. El tubo de la jeringuilla de la aguja estaba conectado a un inyector automático del tamaño de un ordenador portátil. El hombre de la bata blanca tomó luego un paquete precintado que abrió, y del que extrajo un pequeño frasco de vidrio con un líquido amarillento.
Con sumo cuidado, llenó el tubo acoplado al inyector con el contenido del frasco y se marchó con la enfermera.
Lao Li se quedó solo en la habitación.
La pantalla mostró entonces la pregunta, que al mismo tiempo fue enunciada por una amable y delicada voz femenina:
¿Desea poner fin a su vida? En caso afirmativo, pulse el 3. De lo contrario, pulse el 0.
Lao Li pulsó el 3.
¿Desea poner fin a su vida? En caso afirmativo, pulse el 5. De lo contrario, pulse el 0.
Lao Li pulsó el 5. El proceso se repitió dos veces más y luego apareció el siguiente mensaje:
¿Desea poner fin a su vida? Esta es la última confirmación. En caso afirmativo, pulse el 4. De lo contrario, pulse el 0.
A Yun Tianming le invadió una enorme tristeza, que casi lo hizo desmayarse. No había sufrido tanto dolor y rabia ni cuando había muerto su madre. Quería gritarle a Lao Li que pulsara el cero, romper la mampara de cristal, hacer callar a aquella voz tan agradable y ominosa.
Pero Lao Li pulsó el 4.
Sin emitir sonido alguno, el inyector pareció cobrar vida. Yun Tianming vio cómo disminuía la columna de líquido amarillento en el interior del tubo de vidrio. Lao Li no se movió. Cerró los ojos y se durmió.
Todo el mundo se dispersó. Dejaron a Yun Tianming donde estaba, con la mano contra el cristal. No miraba el cuerpo sin vida que había dentro. Tenía los ojos abiertos, pero no veía nada.
—No ha sufrido.
Era la voz del doctor Zhang. Habló con un tono tan imperceptible como el zumbido de un mosquito. Yun Tianming sintió el peso de una mano sobre el hombro izquierdo.
—Es una combinación de grandes dosis de barbitúricos, relajantes musculares y cloruro potásico. Los barbitúricos son los primeros en hacer efecto y duermen al paciente. Después, el relajante muscular interrumpe la respiración. Y luego, el cloruro potásico detiene el corazón. El proceso no dura más de veinte o treinta segundos en total.
Al cabo de unos instantes, la mano del doctor Zhang abandonó el hombro de Yun Tianming, que oyó cómo se alejaban sus pasos. Tianming no se volvió.
Recordó de pronto por qué le sonaba aquella cara.
—Doctor —le llamó con suavidad. Los pasos se detuvieron. Tianming continuó sin volverse—. Usted conoce a mi hermana, ¿no?
La respuesta no llegó hasta después de una larga pausa.
—Pues... sí... Éramos compañeros de instituto. Recuerdo haberle visto a usted de pequeño un par de veces.
Yun Tianming abandonó el edificio principal del hospital con paso mecánico. Ahora lo comprendía todo. El doctor Zhang trabajaba para su hermana, que lo quería ver muerto. No, quería... quería someterlo a un procedimiento.
A pesar de que Tianming tenía un recuerdo feliz de la infancia que había compartido con su hermana, lo cierto era que se habían distanciado a medida que fueron creciendo. No por nada en especial: ninguno de los dos le había hecho nada malo al otro. Sin embargo, habían terminado alejándose hasta ser casi desconocidos, y encima ambos intuían cierto aire de desprecio en el trato del otro.
Si bien su hermana destacaba por su mala fe, no podía decirse lo mismo de su capacidad intelectual. Además, se había casado con un hombre que era igual que ella, por lo que ninguno tenía un nivel económico especialmente elevado. Aun sin hijos, seguían sin poder permitirse comprar una casa y, dado que los padres de él no tenían espacio, la pareja terminó viviendo bajo el techo del padre de Tianming.
Tianming, por su parte, siempre fue un pobre solitario. No había logrado mucho más que su hermana, ni en lo laboral ni en lo personal. Siempre había vivido recluido en los pisos proporcionados por cada empresa en la que había trabajado y delegado completamente en su hermana la responsabilidad de cuidar a su anciano padre.
De pronto, Yun Tianming se puso en el lugar de su hermana. Su seguro no cubría los gastos de su hospitalización, y cuanto más se prolongara, más subiría el importe de la factura que estaba pagando el padre de ambos con sus ahorros, un dinero que nunca ofreció a la hermana de Tianming para ayudarla a comprarse una casa en propiedad, en una muestra de claro favoritismo por el varón. Desde el punto de vista de su hermana, el padre de ambos estaba gastando un dinero que también le pertenecía a ella. Era, además, un dinero desperdiciado en tratamientos que solamente iban a ralentizar el avance de la enfermedad, no curarla. Si Tianming escogía la eutanasia, preservaría la herencia de su hermana y él sufriría menos.
El cielo estaba cubierto de nubes grises, como en su sueño. Miró aquel gris infinito y dio un largo suspiro.
«Está bien —pensó—; si tantas ganas tienes de que me muera, me moriré.»
Le vino a la mente el relato La condena de Franz Kafka, y aquel padre que tras una discusión acababa condenando a muerte a su hijo. Este acataba la decisión de su progenitor con la naturalidad de quien acepta salir a tirar la basura o levantarse a cerrar la puerta, salía disparado de la casa y atravesaba la calle hasta llegar a un puente, saltar y morir. Kafka contó a su biógrafo que en el momento de escribir la escena tenía en mente «una violenta eyaculación».
Ahora era capaz de entender a aquel hombre que, portafolio en mano y bombín calado, había recorrido en silencio las sombrías calles de Praga hacía más de cien años, aquel hombre tan solitario como él.
Cuando Yun Tianming volvió a su habitación, alguien lo estaba esperando: se trataba de Hu Wen, un antiguo compañero de facultad. Era lo más parecido a un amigo que Tianming había tenido en los años de universidad. El vínculo que los unía no era exactamente amistad, y es que Hu Wen era una de esas personas que se llevan bien con todo el mundo y nunca olvidan un nombre. Pero, a pesar de ello, tenía a Yun Tianming por un conocido. No habían tenido contacto desde que se graduaron.
En lugar de llevarle flores o la típica cesta de fruta, Hu Wen se presentó con una caja de cartón llena de latas de bebida.
Después de un breve e incómodo intercambio de saludos, Wen le hizo a Tianming una pregunta que le sorprendió:
—¿Te acuerdas de aquella excursión que hicimos en tercero? La primera vez que viajó toda la promoción junta.
Por supuesto que se acordaba. Fue la primera vez que Cheng Xin se sentó a su lado y le habló.
Fue ella la que tomó la iniciativa de acercarse. De no haber sido así, Tianming estaba más que seguro de que en los cuatro años de carrera jamás habría tenido la valentía de hacerlo. Aquel día estaba sentado a solas en una explanada cerca de la presa de Miyun, a las afueras de Pekín. Ella se sentó a su lado y empezaron a charlar.
Se dedicaron a lanzar piedras al agua mientras hablaban. Aunque la conversación no se salió de los típicos temas de dos compañeros de promoción que todavía se están conociendo, Tianming era capaz de recordar cada palabra. Más tarde, Cheng Xin y él hicieron un barquito de papel y lo hicieron flotar. Una suave brisa lo desplazó poco a poco hasta que se convirtió en un pequeño punto en la distancia...
Aquel hermoso día de su época universitaria brillaba con fuerza en su recuerdo, aunque en realidad no hizo muy buen tiempo: llovía y la superficie del agua de la presa estaba llena de ondas. Las piedrecitas que cogían estaban húmedas. Sin embargo, a partir de aquel momento Tianming se enamoró de los días en que lloviznaba de aquella manera, del aroma de la tierra mojada y de los guijarros húmedos. Incluso de vez en cuando hacía un barquito de papel y lo colocaba en su mesilla de noche.
Se preguntó de repente si ese mundo que había soñado había nacido de aquel recuerdo sepultado en la memoria.
Wen quería hablar de algo que había ocurrido más tarde el mismo día de la excursión, de unos hechos que no habían dejado ningún recuerdo especial en la mente de Tianming pero que, sin embargo, luego sí fue capaz de rememorar gracias a Wen.
Aquel día, después de que unas amigas de Cheng Xin la llamaran y ella se marchara, Wen se había sentado su lado.
«No cantes victoria tan pronto —había dicho—; es así de amable con todo el mundo...»
Tianming lo sabía.
El tema de conversación cambió cuando Wen se fijó en la botella de agua mineral que Tianming tenía en la mano.
«¿Qué coño estás bebiendo, tío?»
El agua de la botella era verdosa y flotaban en ella hojas y briznas de hierba.
«Nada, agua con unas cuantas hierbas desmenuzadas. No hay bebida más orgánica... —dijo. Su buen humor lo volvía mucho más locuaz de lo habitual. Añadió—: Debería montar una empresa para comercializarla. Seguro que tendría éxito.»
«Pues debe de saber a rayos...»
«¿Es que los cigarrillos y el alcohol saben bien? Hasta la Coca-Cola sabe raro la primera vez que se prueba. Pasa lo mismo con todo lo que es adictivo...»
—¡Esa conversación me cambió la vida! —exclamó Wen al tiempo que abría la caja de cartón para sacar una lata. Era de un tono verde oscuro con la imagen de un prado. La marca registrada era Tormenta Verde.
Wen tiró de la anilla y le entregó la lata a Tianming, que dio un sorbo: era una bebida de profundo aroma con regusto a hierbas y un tanto amarga. Al cerrar los ojos, le pareció verse de nuevo bajo aquella lluvia fina a orillas de la presa y con Cheng Xin a su lado...
—La receta de esta es especial. La normal es más dulce —explicó Wen.
—¿Y se vende bien?
—¡De puta madre! Lo único malo es el coste. Ahora me dirás que las hierbas no cuestan nada, pero la verdad es que hasta que no esté en condiciones de comprarlas a gran escala me están saliendo más caras de lo que me costaría cualquier fruta o fruto seco. Además, para que el producto sea seguro, los ingredientes tienen que esterilizarse y procesarse, lo que reduce el margen de beneficio; pero bueno, las perspectivas de futuro son cojonudas. ¡Tengo un huevo de inversores interesados! Si hasta los de Zumos Huiyuan querían comprarme la empresa... Bah, que les den morcilla.
Tianming miraba a Wen sin saber qué decir. Wen se había sacado el título de ingeniero aeroespacial, pero ahora triunfaba como magnate de las bebidas refrescantes. Era una de esas personas que llegaban a algo en la vida, que eran capaces de hacer cosas. La vida estaba hecha para ellos. Las personas como Tianming no podían hacer otra cosa que mirarlos desde lejos, abandonados en la cuneta.
—Estoy en deuda contigo —dijo Wen, entregándole a Tianming tres tarjetas de crédito y una nota. Luego miró a su alrededor y le susurró—: Son de una cuenta con tres millones de yuanes. Tienes el código en la nota.
—Pero si yo nunca solicité patente ni nada parecido —arguyó Tianming.
—Pero la idea fue tuya. Sin ti, Tormenta Verde no existiría. Acepta y estamos en paz. Legalmente, quiero decir. Como amigo, siempre estaré en deuda contigo.
—No me debes nada. Ni en lo legal ni en lo personal.
—¡Acéptalo! Sé que no te sobra el dinero.
Tianming guardó silencio.
Aunque para él se tratara de una suma astronómica, no se sentía ilusionado: sabía que no había cantidad de dinero que pudiera salvarlo. Pese a ello, la tenaz criatura que era la esperanza terminó imponiéndose y, después de que Hu Wen se marchara, pidió una nueva consulta médica, precisando que quería que lo viera un doctor distinto. Después de mucho insistir, consiguió cita con el director adjunto del hospital, un reputado oncólogo.
—En caso de que el dinero no fuera un problema, ¿lo mío tendría cura?
El veterano doctor abrió el historial médico de Tianming en su ordenador y lo examinó. Al cabo de un rato, negó con la cabeza y dijo:
—El cáncer se ha extendido desde los pulmones al resto del cuerpo. Llegados a este punto es inútil operar y el único recurso que le queda son terapias clásicas como la quimioterapia y la radioterapia. En cuanto al dinero... Mire usted, pasa lo de aquel viejo refrán: «Buda salva solo al que tiene salvación, y el galeno cura solo lo que tiene curación.»
Extinguida la última de sus esperanzas, Tianming se sintió sereno. Aquella misma tarde rellenó los papeles de solicitud de la eutanasia. Entregó el formulario a su médico, el doctor Zhang, quien quizá sintiendo alguna clase de dilema moral en su fuero interno, evitaba la mirada de Tianming. Le aconsejó dejar las sesiones de quimioterapia alegando que ya no tenía sentido hacerle sufrir más.
Lo único que le quedaba por resolver era decidir en qué gastarse el dinero de Hu Wen. Las convenciones sociales dictaban que lo apropiado hubiera sido dejárselo en herencia a su padre, que aún vivía, para que lo distribuyera entre el resto de miembros de la familia. Sin embargo, eso era casi como poner el dinero en el bolsillo de su hermana, algo a lo que Tianming no estaba dispuesto de ninguna de las maneras. Iba a darle el gusto de morir, tal y como ella quería. Con eso ya tenía suficiente.
Se puso a pensar en si le quedaba por ver cumplido algún sueño. No le habría desagradado dar la vuelta al mundo a bordo de algún crucero de lujo, pero su cuerpo no estaba para esos trotes y, además, por desgracia tampoco disponía de tiempo suficiente. Cuánto habría querido poder repasar su vida tumbado en la soleada cubierta de un transatlántico al tiempo que admiraba embelesado el mar; llegar a orillas de algún país remoto y desconocido en medio de la lluvia, sentarse frente a un pequeño lago y entretenerse lanzando piedrecitas en su superficie, llena de ondas...
Por enésima vez, volvió a pensar en Cheng Xin. Últimamente no se la podía sacar de la cabeza.
Aquella noche Tianming vio un reportaje en la televisión:
La duodécima sesión del Consejo de Defensa Planetaria de las Naciones Unidas ha adoptado la resolución 479, que da inicio oficialmente al Proyecto Estrellas. Un comité integrado por miembros del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas, del Comité de Recursos Naturales y de la UNESCO ha recibido la autorización para poner en marcha el proyecto de forma inmediata.
La versión en chino de la página web oficial del Proyecto Estrellas estará disponible esta misma tarde. Según un representante de las oficinas en Pekín del Programa de Desarrollo de Naciones Unidas, el proyecto aceptará aportaciones tanto por personas a título individual como por parte de empresas, no así de organizaciones no gubernamentales...
Tianming se puso en pie y fue a decirle a la enfermera que quería salir a dar una vuelta, pero esta no se lo permitió porque ya había pasado la hora en que se apagaban las luces. De vuelta en su oscura habitación, descorrió las cortinas y abrió la ventana. El nuevo paciente que dormía en la cama que había pertenecido a Lao Li farfulló algo.
Tianming miró hacia arriba. Aunque las luces de la ciudad proyectaban un halo sobre el cielo nocturno, era posible distinguir algunos puntos plateados. Ya sabía lo que iba a hacer con el dinero: iba a comprarle una estrella a Cheng Xin.
Fragmento de Un pasado ajeno al tiempo
El Proyecto Estrellas: Infantilismo
al inicio de la Crisis
Muchos de los acontecimientos ocurridos durante los primeros veinte años de la Era de la Crisis resultaron incomprensibles tanto para quienes estuvieron antes como para los que llegaron después. Los historiadores los engloban a todos ellos bajo la denominación de «infantilismo».
Al principio se creyó que el infantilismo había surgido como respuesta a la amenaza sin precedentes a la que se enfrentaba la totalidad de la civilización humana. Si bien pudo ser así en el caso de ciertas personas concretas, se trataba de una explicación demasiado simplista como para poder aplicarse al conjunto de la humanidad.
Los efectos que la Crisis Trisolariana tuvo sobre la sociedad fueron más profundos de lo que la gente imaginó en un primer momento. Echando mano de analogías imperfectas: en términos biológicos, equivalió al momento en el que los antepasados de los mamíferos emergieron de los océanos para caminar sobre la tierra; en términos religiosos, recordaba el momento en el que Adán y Eva fueron expulsados del jardín del Edén; en términos históricos y sociológicos... no existía analogía posible, ni siquiera una imperfecta. Nada de lo experimentado con anterioridad por la humanidad era comparable a la Crisis Trisolariana, que había sacudido los cimientos de la cultura, la política, la religión y la economía. A pesar de que sus efectos lograron alcanzar lo más profundo de la civilización, su influencia se manifestó más rápidamente en la superficie. La principal causa del infantilismo pudo ser la interacción entre dichas manifestaciones y la tremenda inercia ejercida por el inherente conservadurismo de la sociedad.
Dos ejemplos clásicos de infantilismo fueron el Proyecto Vallado y el Proyecto Estrellas, dos iniciativas internacionales promovidas en el marco de Naciones Unidas y del todo incomprensibles para cualquiera que no hubiese vivido aquella época. El Proyecto Vallado logró cambiar el curso de la historia y su influencia a partir de aquel momento permeó el curso de la civilización de una manera tan profunda que merece ser abordado en un capítulo aparte. En cambio, el Proyecto Estrellas fracasó al poco de lanzarse y nunca más se volvió a hablar de él.
Las principales motivaciones que impulsaron dicho proyecto fueron dos: por un lado, el intento de aumentar el poder de Naciones Unidas al inicio de la Crisis; y por otro, la aparición y popularización del Escapismo.
La Crisis Trisolariana fue la primera ocasión en que la humanidad entera se enfrentaba a un enemigo común y, como no podía ser de otra manera, muchos pusieron sus esperanzas en la Organización de las Naciones Unidas. Incluso los más conservadores se mostraron de acuerdo en que dicha organización debía ser reformada por completo y recibir más poder y recursos. Los más radicales e idealistas propusieron hacer de ella una federación terrestre que gobernara el mundo.
Los países medianos y pequeños se mostraron muy favorables a elevar el estatus de Naciones Unidas, pues vieron en la Crisis una oportunidad para conseguir más ayudas tecnológicas y económicas. No obstante, las grandes potencias tuvieron una respuesta mucho más tibia: lo cierto es que ya desde el estallido de la Crisis, todas venían invirtiendo ingentes cantidades de dinero en defensa espacial, en parte porque pronto se dieron cuenta de que el tamaño de su contribución a la defensa de la Tierra determinaría su estatus político y su papel en la arena política internacional, pero también porque invertir en investigaciones de tal envergadura siempre había formado parte de sus deseos. Unos deseos hasta entonces frustrados por la obligación de atender las necesidades de sus respectivas poblaciones, así como a las trabas impuestas por la comunidad internacional. En ese sentido, la Crisis Trisolariana brindó a los líderes de las grandes potencias una oportunidad similar a la que la Guerra Fría proporcionó a Kennedy; claro que la oportunidad brindada por la Crisis era mayor en varios órdenes de magnitud. Aunque todas las grandes potencias eran reticentes a aunar esfuerzos bajo el paraguas de Naciones Unidas, la creciente oleada de voces a favor de una auténtica globalización las obligó a ceder y ofrecer a dicha organización ciertos compromisos políticos simbólicos, promesas que nunca tuvieron intención de mantener. El sistema de defensa espacial común promulgado por Naciones Unidas, por ejemplo, recibió muy poco apoyo sustancial por parte de las grandes potencias.
La secretaria general Say fue una figura clave dentro de Naciones Unidas durante los primeros años de la Era de la Crisis. Convencida de que la institución debía iniciar una nueva etapa, abogó por pasar de ser un foro internacional y un mero punto de encuentro de las grandes potencias a un órgano político independiente que ostentara poder real para dirigir la construcción de la defensa del Sistema Solar.
Para conseguir ese objetivo, Naciones Unidas requería tal cantidad de recursos que, atendiendo a la realidad de las relaciones internacionales, parecía imposible de reunir. El Proyecto Estrellas fue un intento por parte de Say de conseguir dichos recursos. Aquel empeño, independientemente del resultado obtenido, es un testimonio de su inteligencia e imaginación políticas.
El proyecto se basó en la Convención del Espacio, un producto de la política previa a la Crisis. Fundamentada en los principios fijados por la Convención sobre el Derecho del Mar y el Tratado de la Antártida, la Convención del Espacio se negoció y redactó durante mucho tiempo. La Convención de la época anterior a la Crisis se limitaba al espacio dentro del cinturón de Kuiper, pero la Crisis Trisolariana forzó a las naciones del mundo a ampliar miras.
Como hasta el momento los humanos no habían sido capaces ni de pisar Marte, cualquier discusión relacionada con el espacio exterior carecía de sentido, al menos hasta que venciera el plazo de vigencia de la Convención del Espacio, que era de cincuenta años. Sin embargo, las grandes potencias vieron en el tratado una magnífica ocasión para la pantomima política y elaboraron una enmienda relacionada con los recursos ubicados más allá del Sistema Solar. En ella se estipulaba, entre otras cosas, que cualquier labor de desarrollo o actividad económica relacionada con los recursos naturales situados más allá del cinturón de Kuiper debía contar con el auspicio de Naciones Unidas. Aunque se habló largo y tendido sobre lo que se entendía por «recursos naturales», con esta cláusula se hacía referencia principalmente a cualquier recurso que no estuviera controlado por civilizaciones no humanas. La enmienda fue, asimismo, pionera en incluir una definición del término «civilización» por primera vez en toda la historia del derecho internacional. Los historiadores se referirían al documento como la «Enmienda de la Crisis».
La segunda motivación detrás del Proyecto Estrellas fue el Escapismo. En aquella época, el movimiento escapista estaba aún en pañales y sus consecuencias todavía no habían quedado de manifiesto, por lo que muchos seguían considerándolo una opción válida para que la humanidad afrontara la Crisis. En dichas circunstancias, el resto de estrellas a