Aquellas mujercitas (edición actualizada, ilustrada y adaptada)

Louisa May Alcott

Fragmento

1. La familia March

Capítulo 1

La familia March

La familia March ultimaba los preparativos de la boda de Meg con John Brooke. Jo rememoraba con cierta nostalgia el día en que se habían prometido, la tierna felicidad de los novios. Recordaba a la pequeña Amy tratando de inmortalizarlos en un retrato; a la dulce Beth, charlando con el anciano señor Laurence, y a sus padres, con el entendimiento que otorgan los años de vida en común. Ella estaba sentada en el sillón y Laurie se apoyaba en el respaldo, mientras el espejo les devolvía una imagen cómplice. ¡Qué felices eran! Y de repente habían pasado tres años como un soplo. Tres años que eran los que había estipulado el señor March que debían esperar los novios para contraer matrimonio. Y ya había llegado la fecha. Al día siguiente, Meg sería una mujer casada y Jo ya la estaba echando de menos.

Cierto es que en aquellos tres años la familia no había experimentado grandes cambios. La guerra había terminado. El señor March estaba en casa, sano y salvo. Seguía con su labor como clérigo, ocupado con sus libros, interesado por ampliar conocimientos, atendiendo con amabilidad los problemas ajenos y siendo un padre entregado y generoso. A pesar de haber vivido experiencias muy duras en su medio siglo de vida, no había en sus venas una gota de amargura. No le pesaba ser pobre porque «la verdadera riqueza se halla en los valores nobles», decía siempre, y de él aprendían quienes estaban a su alrededor.

La señora March seguía siendo la mujer alegre y resolutiva de antaño. Más tranquila gracias a que tenía en casa a su marido. En él había encontrado al mejor de los compañeros. Deseaba que sus hijas tuvieran la misma suerte. Las cuatro se habían convertido en mujeres espléndidas mientras ella había visto teñirse de blanco sus sienes y las arrugas habían hecho acto de presencia. Sin embargo, no tenía tiempo de lamentarse. Siempre había algo que hacer: enfermos a los que visitar, viudas o huérfanos de guerra a los que ayudar, recién llegados a los que echar una mano. Y, por si fuera poco, se casaba su hija mayor y los preparativos de la boda requerían de su presencia.

John Brooke, después de comprometerse con Meg, se alistó en el ejército y dio muestras de gran valentía en el frente. Lo hirieron en el campo de batalla y tuvo que regresar a casa. Una vez recuperado, se dedicó tenazmente a prosperar. Su objetivo era poder ofrecerle a Meg un hogar y una posición. No quiso que el señor Laurence lo ayudara, porque deseaba demostrar a los March que podía valerse por sí mismo. Pronto encontró un trabajo como contable. El sueldo no era muy elevado, pero se sentía satisfecho porque tenía expectativas de un futuro mejor.

Meg, a los veinte años, estaba más guapa que nunca, entre otras cosas porque no existe mejor tratamiento de belleza que el amor. En ese tiempo, había puesto todo su empeño en aprender a gestionar una casa. Al principio le parecía una tarea fácil, pero pronto advirtió que no lo sería en absoluto. Le pesaba la escasez de recursos con la que debía iniciar su vida en común con John. No podía evitar sentirse celosa de su amiga Sallie Gardiner, ahora Sallie Moffat, que acababa de casarse con el acaudalado Ned. El matrimonio gozaba de una solvencia que les permitía vivir a lo grande y estaba claro que ella nunca sería rica, pero, cuando pensaba en John, en la casa que había adquirido con tantos esfuerzos, Meg no podía hacer otra cosa que sentirse orgullosa.

Jo ya no se ocupaba de la quisquillosa tía March, porque la anciana se encariñó con Amy cuando se refugió en su casa para no contagiarse de la escarlatina que afectó a Beth. Desde entonces, la tía prefería que Amy le hiciese compañía. La pequeña de los March no solo era más dócil que la rebelde Jo, sino que ponía mucho más empeño en complacerla. Con el cambio, quien más había ganado era Jo, porque había recuperado la libertad. Y eso le permitía entregarse en cuerpo y alma a la literatura. Sus relatos románticos habían encontrado cabida en el periódico The Spread Eagle. Le pagaban un dólar por cada historia. No era mucho dinero, aunque ella albergaba la esperanza de llegar a ser autosuficiente en el futuro. Entretanto, el desván se iba llenando de manuscritos más ambiciosos con los que esperaba triunfar y llegar a ser el sostén de la familia. La libertad le permitía, además, estar pendiente de Beth.

Transcurridos tres años de la grave enfermedad que casi acaba con su vida, Beth no había conseguido recuperarse del todo. Ya no era la chica animosa y de tez sonrosada de antes. A pesar de su frágil salud, cumplidos los diecisiete, Beth se mostraba paciente, sin lamentarse jamás por sus dolencias, atareada con un sinfín de pequeños trabajos domésticos, dispuesta siempre a escuchar a todos, porque, si Beth sabía hacer algo mejor que nadie, era escuchar. Por esa razón la quería todo el mundo.

En cuanto a Laurie, se matriculó en la universidad para complacer a su abuelo. Los estudios nunca fueron su principal objetivo. Gran parte de su tiempo lo dedicaba a divertirse. Tenía dinero, buenos modales, talento, buen corazón… y, pese a ello, se metía en líos porque no podía evitar cometer travesuras impropias de su edad. Su manera de ser despertaba las simpatías de sus compañeros, cosa que le gustaba, y, por agradar, a menudo se olvidaba de ser responsable. Podía haber echado a perder su vida, como ocurre con muchos jóvenes prometedores, pero la preocupación del abuelo por su futuro, el afecto maternal de la señora March, quien lo cuidaba como a un hijo, y el amor y la admiración de sus cuatro vecinas fueron el estímulo necesario para que lograra centrarse.

Y es que Laurie, acostumbrado a un preceptor serio y exigente como John Brooke, descubrió en la universidad lo que suele gustar a los chicos de su edad: salir de fiesta y coquetear con las chicas. Y le dio por vestir a la moda, aficionarse a los deportes y presumir de sus escarceos amorosos. Disfrutaba relatando a sus cuatro vecinas sus aventuras en las aulas y fuera de ellas, cómo gracias a su poder de persuasión conseguía camelarse a sus profesores y evitar así una expulsión más que justificada. Las hermanas March escuchaban divertidas las «proezas» de su vecino. Él solía invitarlas a sus fiestas. Meg no asistía porque John ocupaba todo su tiempo libre y Beth era demasiado tímida. Sin embargo, Jo y Amy aceptaban gustosas. Jo se sentía como pez en el agua en aquellas reuniones, como si los compañeros de Laurie fueran también sus colegas. Quien realmente era la reina del grupo era Amy, que se había convertido en una bellísima chica. Más de un compañero de Laurie suspiraba por ella y Amy era consciente de que despertaba pasiones.

Con la boda ya en el horizonte, John Brooke adquirió una casa pequeña con un jardín trasero y una zona de césped junto a la puerta principal, donde Meg plantó algunas semillas con el objeto de que allí crecieran árboles y flores. Laurie bautizó la casa con el nombre de Do

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