El Rey Arturo 1. El origen de una leyenda

E. Norwitch

Fragmento

Capítulo 1

CAPÍTULO 1

El viejo mago Merlín estaba muy concentrado en evitar que la mano le temblara y poder pegar el asa rota de su taza a la perfección. Quería comprobar la resistencia de la cola que él mismo había fabricado a base de resina. En la morada del sabio, una casa hecha de piedra y barro situada en pleno bosque y pegada a la ladera de un pequeño montículo, reinaba un silencio casi sepulcral. Solamente se oía su respiración y el chisporroteo del fuego de la chimenea, su única compañía desde hacía mucho tiempo. De repente, un contundente repiqueteo contra el cristal de la ventana rompió la calma. Merlín se sobresaltó y le dio un golpe al bote, que se volcó, provocando que la cola se derramara. «¡Por todas las constelaciones! ¿Qué ha sido eso?», masculló con el ceño fruncido mientras se apresuraba en recoger la pasta pegadiza con una cuchara que tenía a mano. Entonces recordó que la noche anterior había tenido una revelación: aquel día iba a recibir importantes noticias. La obsesión por arreglar la taza había hecho que se abstrajera de la realidad, y que se olvidara de aquello.

Cuando hubo recogido todo lo que pudo del pegamento, miró hacia la ventana en la que sonaron los repiques ydescubrió a una paloma blanca que se había posado en el alféizar. El ave hacía movimientos cortos y nerviosos con la cabeza, sin mirar hacia ninguna parte en particular, mostrando una correa de cuero marrón atada al cuello de la que sobresalía un papel enrollado.

Merlín se levantó y se dirigió a regañadientes hacia la ventana. Aunque sabía de antemano que se trataba de un mensaje importante, le había molestado que llegara en ese momento tan inoportuno;porsu culpa se había derramado casi toda la cola. Además, no le molestaba tener interrupciones cuando hacía algo que requería toda su atención y, por si fuera poco, entre una cosa y la otra, se le estaba pasando la hora de tomar su infusión. La alteración de sus rutinas no era algo con lo que se sintiera especialmente cómodo.

Nada más abrir la ventana notó el aire, ya muy frío, de mediados de otoño. Apenas salía de casa en esa época del año, y menos tan entrada la tarde. Oscurecía temprano y el bosque, además de frío y húmedo, era peligroso. Prefería evitar ser devorado por algún animal salvaje o asaltado por algún villano armado, fatalidades no poco frecuentes en aquellos tiempos.

La paloma estaba temblando y Merlín le hizo un ademán para que entrara a calentarse con el fuego de la chimenea. Pero, una vez el mensaje estuvo en manos de su destinatario, el ave salió volando con un repentino y enérgico aleteo, despreciando la amable invitación del mago. Desapareció a los pocos segundos en la oscuridad mientras Merlín la contemplaba. «Estas palomas mensajeras son muy poco sociables», pensó.

Antes de cerrar la ventana se quedó unos segundos mirando el cielo. Merlín era un gran astrólogo y conocía muy bien las estrellas:sus nombres, las constelaciones a las que pertenecían... Y además sabía interpretar sus movimientos por pequeños que fueran, puesto que hacía décadas que las estudiaba. Esa noche el cielo presentaba una inusual claridad, como si estuviera iluminado por una luz especial. Draco en particular, la constelación del Dragón, brillaba más que nunca. Aunque todo parecía estar en orden, esa luz tan intensa tenía alguna explicación. Entonces sacó más la cabeza por la ventana y alcanzó a ver la parte más alta del firmamento. Había luna llena, claro. Además, al ser otoño, se veía enorme. Se quedó observándola. Era como una gran moneda de plata resplandeciente que iluminaba la bóveda celeste de color azul oscuro, casi negro.

Cuando notó que la punta de la nariz se le empezaba a helar, cerró la ventana y regresó a la mesa donde había dejado la taza y el asa por pegar. De no ser por el frío, habría pasado horas contemplando el firmamento.

Se colocó bien los anteojos que le ayudaban a rectificar su ya cansada vista y desenrolló el diminuto papel. Como la mayoría de los mensajes importantes, estaba oculto, por lo que en un principio no pudo ver nada. Esperó y, tras unos segundos, vio cómo en el extremo superior derecho del papel se formaba un círculo luminoso de color rojo oscuro, en cuyo centro se dibujó una letra «C». Era el sello del Consejo. Se trataba sin duda de un mensaje auténtico. Esperó hasta que las letras de tinta negra escritas con pluma de pato salvaje se hicieran completamente visibles. Cuando se perfilaron todas a la perfección, leyó el mensaje con detenimiento.

Al terminar de leer, alzó la mirada del papel y emitió un profundo suspiro. Luego, se levantó y se dirigió hacia el fuego. La enorme chimenea estaba tallada en la gruesa pared de piedra y casi llegaba al techo. Su lumbre irradiaba una intensa luz anaranjada que le coloreó sus arrugadas facciones. Merlín lanzó el papel, que chisporroteó al contacto con las llamas y el mensaje se quemó de inmediato. Hacía años que sabía que ese momento iba a llegar y ahora, sin embargo, no se sentía preparado. Ahora entendía el brillo inusual de Draco.

Volvió a ocuparse del asa y, cuando la tuvo pegada, llenó la taza con agua hirviendo del caldero que colgaba sobre las llamas. Se ayudó con la manga de la capa para no quemarse. Dentro de la taza había un saquito con hierbas y raíces. Sabían a rayos, pero le proporcionaban energía y también le iban muy bien para los huesos. Antes de tomarlas, les daba un toque mágico para que supieran a miel, romero y manzanilla. Después, untó un trozo de pan con una deliciosa pasta de setas que solía preparar con trufas, champiñones, amanitas y boletos varios que él mismo recogía, dado que conocía muy bien la ciencia de la micología.

Mientras comía y bebía observó el que desde hacía unos años venía siendo su hogar. Pese a la amplitud del espacio, lejos de ser un lugar frío, húmedo y poco confortable, como el bosque que lo rodeaba, era acogedor y cálido gracias al fuego que siempre ardía, y a los libros de diversos tamaños y grosores que se amontonaban por todas partes. En los últimos tiempos, Merlín encontraba más interesante lo que explicaban esos libros que lo que ocurría fuera de su casa, así que apenas salía para recoger plantas, hierbas, raíces, madera o setas, y solo se alejaba del bosque dos veces al año: una, durante el solsticio de verano, y la otra, a principios de invierno, para ir a visitar a sir Héctor y a su familia, en especial a su hijo Arturo, que era el protegido de Merlín.

El mago se dirigió al atril con pasos decididos. A pesar de ser viejo era bastante ágil. Algunas voces aseguraban que ya sobrepasaba los ciento cincuenta años, aunque ni siquiera él mismo sabía su edad con exactitud. También se daba por hecho que dominaba la magia y que era el hombre más sabio del mundo: además de conocer y hablar distintas lenguas, era exp

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