Ñamérica

Martín Caparrós

Fragmento

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Amanece. El mercado huele a cilantro y a cebolla, a carne fresca y a pescado seco, a pollo frito y flores, al maíz de las tortillas sobre todo, y resuenan las palmas de mujeres que las hacen a golpes. Los gritos, también, por todas partes:

—Le cura sus dolores, seño, dolor de su cabeza, su rodilla, cura nervios, le cura los nervios…

Grita un muchacho de camisa blanca muy lavada mientras agita una pomada y otro al lado grita que la suya cura callos, uña gruesa, uña encarnada, las cataratas de la vista. Hay otro más allá:

—… le crece el pelo, mama, le quita la caspa, le crece el pelo, vaya, caspa seca, caspa húmeda, caspa voladora…

Grita y después regrita todo en una lengua donde solo entiendo la palabra «caspa». Los muchachos son bajos y cobrizos y ofrecen soluciones, mujeres se las compran. Las mujeres —miles de mujeres— fueron llegando con el alba en esas camionetas desvencijadas donde caben —aunque no caben— quince o veinte. Son mujeres sólidas y bajas; según bajaban, se cargaban en la espalda esas bolsas de lanas de colores —si no tenían un bebé que cargar en la espalda—; también llevaban en las manos otras bolsas, blancas de arpillera, donde traían lo que traían para vender. Y se fueron desparramando por las calles de Chichi hasta que encontraron sus lugares, se sentaron en el suelo, desplegaron sus frutas o sus flores, esperaron.

—Yo quisiera ser rubia.

Me dice Manola y me sonríe, como para que apruebe. Manola tiene la piel oscura y el pelo oscuro y la sonrisa luminosa y un telefonito y me dice que querría tener el pelo claro. A menos que ser rubia no sea eso. Entonces su madre la regaña en quiché; a mí me habla en castellano:

—No le haga caso, señor. A nosotros nos gusta ser así como somos.

Yo le pregunto cómo son y ella calla y se señala con las manos y se encoge de hombros, como quien dice así como me ve. La señora debe tener 30 años, la cara seria de una madre; Manola tiene 14, chispitas en los ojos, y esta mañana las dos venden manzanas. Antes, Manola me dijo que se iba a casar pronto y no me contestó cuando le pregunté si estaba contenta.

—Claro que nos gusta ser así, señor, no me haga caso, era una broma lo de rubia.

Dice Manola y que su mama dice la verdad y que ella es chica y que por eso, que igual los rubios son gente muy rara. Las dos llevan sus blusas mayas bordadas coloridas y sus faldas a juego; las dos están sentadas en el suelo de piedras desparejas detrás de sus manzanas desparejas en su cesta de mimbre. Alrededor, miles de mujeres con vestidos parecidos venden cosas; alrededor, el mercado de Chichi explota de olores y colores; alrededor, me dicen, debe estar el espíritu.

Chichicastenango es una ciudad colonial entre montañas verdes, volcanes en silencio; es la más poblada del Quiché, la región más maya de Guatemala, y su fama viene de que, hace tres siglos, allí se transcribió por primera vez el Popol-Vuh —y, hoy, de su mercado.

Su mercado es el más tradicional y se forma dos veces por semana, jueves y domingos: entonces, tantos llegan. Hoy, jueves bien temprano, rebosa de personas. Son miles y miles comprándose y vendiéndose, cruzándose, relacionándose con la relación más habitual de los dos o tres mil últimos años —yo te doy algo, vos me das algo—, como en tantos lugares del planeta ahorita mismo. Solo que aquí lo que se vende se ha producido cerca y lo venden, en general, los que lo hicieron y, además, las vendedoras se visten diferente. El mercado de Chichicastenango es un refugio, un resto: de los mercados de antes de la unificación del made in China; de una cultura que el mundo se va tragando poco a poco.

Todo se estrecha y se retuerce: no es fácil andar por estas calles llenas de vendedores y vendedoras, puestos, perros, inundación de cuerpos.

—La que se pone en el suelo, si está sola, después no puede levantarse hasta el final. Se hace largo el final para la que está sola.

Me dice desde el suelo, detrás de una canasta con dos docenas de limones, una señora muy mayor. En el mercado hay clases, por supuesto: esas mujeres que llegaron y se buscaron un rincón vacío y pasarán el día mirando todo desde abajo y, más arriba, los que tienen sus puestos desplegados, con su lugar, su techo, sus montones de mercadería, sus banquitos. Pero también hay más abajo: hombres de carga. Aquí no hay espacio para carros, no hay carretillas, no hay carritos. Los hombres son sólidos y bajos: cuando los apalabran, se echan a la espalda un bulto que los dobla y se doblan para soportarlo y transportarlo. No precisan agarrarlo con las manos; lo sostienen con una cuerda que se pasan alrededor de la cabeza y aguantan con la frente, un trapo entre la cuerda y la piel para que no les hunda la cabeza y, así, las manos libres para llevar más carga.

(En Chichi y sus alrededores viven unas doscientas mil personas, casi todas quichés. El castellano se habla poco, raro.

—No, yo lo aprendí en la escuela y en la televisión, pero más en la tele…

Me dice Manola, y se sonríe. Lo habla muy bien, se lo digo, se sonríe de nuevo:

—Es un idioma muy difícil. Tantas palabras tiene, vaya a saber de dónde salen.

En la zona, me dicen, hay muy poca violencia, poquísimos asesinatos: la «justicia maya», que mata asesinos en linchamientos populares, ha ayudado mucho, me dicen, a terminar con ellos.)

Casi todas las mujeres llevan sus vestidos tradicionales, distintivos, torrentes de colores que llevaron sus abuelas, las abuelas de sus abuelas, más abuelas: rojos, negros, dorados, la elegancia. Los hombres, en cambio, van de pobres globales: un bluyín, una camiseta con dibujo o leyenda, zapatillas, su cachucha o capucha. La tradición, parece, reside en las mujeres: ellas son las que siguen portando su pasado sobre el cuerpo; o, dicho de otro modo: ellas son las que siguen atadas al pasado, distinguidas. Los hombres, que pueden decidir, deciden el presente, confundirse.

El espíritu se esconde

pero está.

Los pasillos entre puestos son oscuros y angostos; el suelo, piedras desparejas; de las viejas iglesias encaladas en las dos puntas del mercado bajan cantos, el olor a incienso. Pasa un hombre de carga con dos bolsas de granos de maíz: cien kilos de maíz sobre la espalda, la cuerda hundiéndole la frente; camina con los pasitos cortos y apretados de quien no sabe si va a llegar pero prefiere que sea rápido.

—¿Y usted, señor, de dónde es?

—No sé. Yo nací en la Argentina pero vivo en España.

—Ah, qué bueno, entonces puede hablar los dos idiomas.

Yo estoy feliz de ser, de pronto, tan políglota.

En esta esquina en cambio docenas de mujeres tienen un gallo en brazos: lo venden por 50 o 60 quetzales, menos de 10 dólares, y el comercio funciona. Las discusiones en quiché; los números en castellano. A cada rato una señora se va con un gallo bajo el brazo y otra, la que se lo vendió, ya desplumada, se despide y se vuelve a alguna parte. Entre ellos se venden cosas del campo o para el campo: tomates, aguacates, hongos, lichas, ocotes, hierbas, frijoles, flores, chiles, carnes, animales varios, granos para esos animales, abonos y semillas de esas plantas. Y venden, también, tejidos —que buscan los turistas. Esos tejidos son su firma, su marca; probablemente nada los identifica m

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