La vuelta al mundo en 15 mujeres

Verónica Zumalacárregui

Fragmento

—Ven, Verónica. Te voy a enseñar las aulas de cocina —me anuncia Ragnhild en un perfecto inglés, mientras me conduce por los pasillos del colegio donde es profesora.

—Anda, qué curioso. ¿Impartís clases extraescolares de cocina?

—No, no. De extraescolares, nada —me corrige ella—. Aquí en Noruega hay una asignatura obligatoria que se llama Nutrición y Salud y la reciben los niños de seis a catorce años de todos los colegios, ya sean públicos o privados. Y uno de los conceptos clave es que aprendan a cocinar.

Ragnhild me lo cuenta con cierta satisfacción. Se nota que está orgullosa de su país y del sistema de educación noruego. Tiene cincuenta y un años, el pelo rubio y largo, la tez muy clara y una nariz ancha. Es alta, fuerte y muy guapa. Aunque su semblante es serio, resulta una persona agradable y paciente. Apenas la conozco aún, pero me da la impresión de que tiene mucho mundo interior. Nos ha presentado una amiga común; una compañera suya de trabajo gallega que reside en Noruega. Además de pedagoga, Ragnhild es economista e historiadora, lo que le ha permitido involucrarse en todo tipo de proyectos en muchos lugares del mundo: desde trabajar dando clases de teatro en un campo de refugiados en Líbano hasta grabar un documental sobre la guerra civil en Guatemala. Y lo ha hecho al mismo tiempo que criaba a sus tres hijos. Ahora ejerce como profesora tanto en la UIB, la Universidad de Bergen, como en este colegio de la misma ciudad.

—Mira, ya están entrando los alumnos de segundo de secundaria —Ragnhild señala a un grupo de adolescentes rubios y de piel blanca—. ¿Te apetece presenciar una clase de cocina en noruego?

—No voy a entender nada, pero si tú me haces de intérprete, vale...

Al llegar a la puerta, veo que los alumnos están quitándose los zapatos para cambiarlos por unas sandalias específicas para esa aula. A continuación, todos se lavan las manos en un lavabo y luego se colocan unos delantales. Ragnhild me presenta a la profesora que va a impartir la clase y, cuando esta me invita a entrar, descubro una gran sala con varias estaciones de cocina instaladas. Cada una de ellas está compuesta por horno, vitrocerámica, fregadero y una encimera con diversos utensilios. Rápidamente, los estudiantes, repartidos por grupos, se sitúan en las distintas zonas de trabajo y dan comienzo a sus tareas.

—Hoy van a preparar bidos, que es un guiso típico hecho con reno, ¿ves? —explica Ragnhild en referencia a un chico que está cortando un lomo de carne con cierta dificultad—. Muchos de los platos que aprenden a elaborar son las recetas tradicionales noruegas.

—¿Y dices que esta materia es obligatoria aquí en Noruega? Si es que nos sacáis ventaja en todo, incluso en esto. Y mira que España está a la cabeza del mundo en gastronomía —digo mientras observo cómo la profesora enseña a usar la mandolina a una de sus alumnas—. A nosotros también nos vendrían muy bien este tipo de clases para conservar el recetario tradicional, que es parte de la cultura de nuestro país y que desgraciadamente se está perdiendo.

—Sería lo suyo. En España se come muy bien —admite Ragnhild guiñándome uno de sus bonitos ojos grises—. Pero, más allá de eso, el propósito es que los alumnos consigan ser autosuficientes. La educación noruega está muy enfocada a que cada ciudadano sea libre, autónomo y no dependa de nadie para su día a día. Por eso hay muchas asignaturas optativas que van en esa línea, como carpintería, costura, economía doméstica o cultivo del propio huerto.

Me encanta la idea de que niños y niñas aprendan desde pequeños a llevar las cuentas de casa, a cogerse el bajo de un pantalón y a reparar una puerta rota, sin distinguir entre las tareas que históricamente han sido propias del hombre o bien propias de la mujer. Me planteo si esta es una de las razones de que en Noruega la igualdad de género no sea una entelequia, sino una realidad. ¿Qué piensa Ragnhild al respecto?

—Sin duda, ese es uno de los motivos de que aquí haya paridad, pero no el único. —Va lavando unas zanahorias que entrega a un estudiante —. En ello también tienen mucho que ver nuestros orígenes. En Noruega nunca ha habido nobleza; toda la población ha pertenecido desde siempre a la clase trabajadora. Mientras los hombres pescaban, las mujeres se ocupaban de las granjas, además de cuidar a los niños, claro. Las labores físicas no las desempeñaban solo los varones.

—¿Quieres decir que aquí la mujer nunca se ha considerado el sexo débil porque físicamente siempre ha estado a la altura del hombre?

—Algo así. Aquí ambos sexos sabemos desenvolvernos en casi todas las circunstancias o, al menos, defendernos. Yo sé cazar, cambiar las ruedas del coche y labrar la madera para construir muebles. ¿Y sabes quién me enseñó a hacer todo eso? Mi madre.

Puede que, en Noruega, las raíces hayan marcado inicialmente la senda de la igualdad, pero estoy segura de que también se ha trabajado mucho para alcanzarla. No en balde, Noruega se considera el mejor país del mundo para ser mujer, atendiendo a la calidad de vida, la equidad y la seguridad. Ya en 1884 se creó la Asociación Noruega para los Derechos de las Mujeres. Lo curioso es que la fundó un grupo formado por ciento setenta personas entre las que había muchos hombres, incluidos varios ministros. Los noruegos también fueron los primeros en crear una Ley de Igualdad de Género, allá por los años setenta. El resultado es que, a día de hoy, el 42% de los cargos directivos de las empresas de Noruega los ocupan las mujeres; una cifra que supera la de cualquier otra nación. En España, por poner un ejemplo, el porcentaje de mujeres directivas es del 34%.

—Yo creo que este tipo de leyes son necesarias para alcanzar una equidad que a día de hoy no existe —digo—. ¿Cómo vamos a lograrlo si no provocamos cambios tangibles? Sin embargo, yo sé que hay mujeres en contra de la discriminación positiva porque consideran que celebrar el 8M u obligar a las empresas a contratar más mujeres significa reconocer nuestra desigualdad con respecto a los hombres.

—En Noruega ha habido mucha discriminación positiva hacia las mujeres, y ha demostrado ser muy útil —dice Ragnhild.

—¿Qué tipo de normativas crees tú que son esas que han ayudado a alcanzar la igualdad?

—Por ejemplo, las chicas por ley reciben puntos extra para favorecer su entrada en carreras universitarias con poca representación de la mujer. O, en materia de política, en los órganos municipales hay un 40% de mujeres como mínimo. La Ley de Igualdad de Género no ha de interpretarse como un conjunto de políticas obligatorias, sino como deberes pendientes, necesarios para conseguir que esa igualdad sea efectiva. A la postre, es entrenar a los ciudadanos en la democracia.

—¡El bidos ya está listo! —interrumpe la profesora de cocina—. ¿Has visto qué bonita han puesto la mesa? —me dice apuntando con la barbilla a las servilletas enrolladas encima del plato—. E

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