
Nota de la autora
Dos de los más grandes terrores de las sociedades contemporáneas, la maternidad y el lenguaje incluyente, son una constante en este libro. A lo largo de estos ensayos y entrevistas verán que muchos sustantivos terminan en “e” para señalar que no se refieren precisamente a hombres o a mujeres, sino a ambos géneros o a ninguno, pues en esa “e” caben las identidades no binarias y las indefinidas. Como la de les bebés que aún no hablan y, por lo tanto, no nos han podido comunicar su género, que está determinado por la autopercepción que tienen de sí mismes y que a veces no coincide con la identificación del sexo que hace le ginecobstetre a partir de ciertas características físicas que se observan durante el embarazo y luego del parto.
Por un lado, he encontrado muy conveniente el uso del lenguaje incluyente, pues muchas de las citas que aparecen en este libro vienen del inglés, en donde usan la palabra “children”, que en ese idioma no determina el género, así que al traducirlas he mantenido su sentido neutral, usando palabras como “niñes”, “hijes” e “infantes” a pesar de que muchas de esas citas hubiesen sido escritas antes de que se usaran pronombres neutros en inglés o en español. Por lo tanto, el sentido original de las autoras seguro estuvo enmarcado en una concepción binaria del género, en cuyo caso podría traducirse como “niñas y niños”, pero en su traducción me parece más útil conservar el sentido de género neutro de palabras como “children”. He mantenido la “o” y la “a” en testimonios y citas en español, pues en esos casos no tengo un rol como traductora.
Por otro lado, hablo de “madres”, que es una palabra con terminación en “e”, así que podría usarse como una palabra neutra. Insisto en el artículo “las”, que la feminiza, porque el oficio de maternar ha estado históricamente ligado a lo femenino en todas las culturas patriarcales, en donde la feminización de la maternidad ha sido un proyecto político y económico, que quiero hacer evidente desde el lenguaje. Que un oficio esté planteado en femenino no siempre excluye a otras identidades, pues los hombres y las personas en el espectro de identidades masculinas también pueden maternar en femenino, así como las personas que habitamos el espectro de las identidades femeninas hemos logrado realizar oficios codificados como masculinos sin diluir nuestra identidad. La maternidad es un oficio que a lo largo de la historia ha sido codificado como femenino, pero que puede realizar cualquier persona. Por eso las madres pueden ser mujeres cis o trans, hombres cis y trans, personas no binarias. Las madres somos y siempre hemos sido múltiples y diversas.
También hablo con frecuencia de “mujeres y madres” porque no todas las mujeres son madres ni todas las madres son mujeres. La maternidad, la feminidad y el género “mujer” no tienen que estar intrínsecamente ligados, aunque la cultura hegemónica los presente así. Aún me hace falta una palabra neutra para “padre y madre”. Aunque en algunos momentos hablo de “les progenitores”, pero me parece insuficiente porque esta palabra implica un vínculo genético y esto excluye a muches padres y madres que no tienen vínculos biológicos con sus hijes. Sería ideal tener algo así como la palabra “parents” en inglés, cuya raíz latina es “parere”, que significa “parir” en un sentido literal y “traer al frente” o “criar” en un sentido figurado. Una de las entrevistadas usa la palabra “xadres”, pero esta se refiere específicamente a personas no binarias que asumen el compromiso de criar.
El uso del lenguaje incluyente no se ha terminado de inventar y no hay reglas consignadas en un manual, sino que lo estamos construyendo sobre la marcha, así que incorporarlo en este libro ha sido un experimento tanto para mí como para la editora y correctoras de estilo de este texto. Con cada sujeto hemos tenido que preguntarnos por la o las personas a las que se refiere, ¿qué género tienen? El ejercicio de inclusión no está en usar la “e”, sino en hacernos esas preguntas. Como es evidente, el uso del lenguaje incluyente es también una apuesta política: este es un libro transincluyente que reconoce y respeta a las infancias, maternidades y paternidades trans y no binarias. Pensar que les bebés y les niñes pueden elegir su identidad de género con libertad es, en sí misma, una apuesta feminista de la maternidad.

Prólogo
“De todo lo que yo te di, ya no me queda nada”
L. P.
MI papá logró convencer a mi mamá de tener otro hijo (yo) de una forma: le llevó un saco, como los que se usan para cargar las papas, lleno de dinero. Y a mí me encanta esa historia porque después de haber sido mamá, pienso que gestar un bebé durante nueve meses es un trabajo que debería ser reconocido o al menos subsidiado. Esta afirmación puede chocar a muchos, pero la encuentro razonable. Y aún más después de leer Deseada, maternidad feminista, un libro necesario para los tiempos que vivimos en los que es urgente que se imparta educación sexual, separada de la religión, desde temprana edad. Por eso, apenas tenga este libro en mis manos lo llevaré a mi pueblo, Villanueva, La Guajira, para que lo lean mis amigas, las que no son artistas ni hipsters privilegiadas.
A nosotras, las nacidas o criadas en los años noventa, nos hacían ver documentales “provida” en los que se mostraba de una manera muy explícita a un feto sacado a pedazos del vientre… Con doce o trece años aquellas imágenes me traumatizaron. El trasfondo no era otro que la idea de que “abortar es un pecado” y más que un pecado, un crimen. El objetivo era “formar” a los y las alumnas “de bien”, o sea, adoctrinar a la generación privilegiada que en el futuro apoyaría las leyes ‘provida’, y así asegurarse de que sean las mujeres más pobres, las menos deseadas, las que continuarían pariendo a los esclavos que servirían a la clase alta.
No puedo dejar de pensar en la generación de mi madre, obligada a parir y criar, sin posibilidades de estudiar o hacer algo diferente: hasta ahí llegaron sus sueños y deseos. Y así con la generación de sus madres y todas las madres antes de ellas. Me pregunto: ¿Será que todos sus partos fueron deseados?, la respuesta de seguro es que NO. Por eso creo que es imprescindible leer a Catalina Ruiz-Navarro, porque en su libro encontramos argumentos sencillos y fulminantes para cuando nos toquen estos debates en los lugares y espacios que importan.
Deseada cuenta muchas historias de partos: deseados y no deseados, partos privilegiados; problematiza la lactancia, la definición que tenemos de maternidad y nos marca la ruta para exigir políticas públicas y defender nuestros derechos. También hay entrevistas a madres y padres feministas para entender cuáles son sus proyectos de crianza, y cómo esos proyectos ayudan a construir maternidades más libres para todas.
Al terminar de leer este icónico documento que le sigue a Las Mujeres que luchan se encuentran (Grijalbo, 2019), puedo asegurar que será una nueva carta de navegación porque nos motiva a defender nuestras posturas feministas con fundamentos claros, sin arandelas ni romanticismos pseudohippies que a veces dan mucho fastidio en esto que llamamos el movimiento feminista occidental. Deseada brilla por ser una investigación enfocada, pertinente e inspiradora que nos abarca y nos contiene. Como Catalina, que es un faro en mi vida, en el sentido de que su palabra tiene sentido, fundamento e investigación y me ha guiado en los momentos más frustrantes, en los que me sentí derrotada. Este libro, entre otras cosas, respondió preguntas que no sabía siquiera formular.
Me alegra saber que su pensamiento quede otra vez impreso para esta y futuras generaciones, como un documento que apoya las maternidades feministas y nos brinda herramientas de cambio y revolución.
Estoy convencida de que la información que está en este libro puede ayudar a mejorar la vida de muchas mujeres y niñas. Será un precedente para nuestras crías, que ya no van a cantar las rondas infantiles machistas en las que se habla del deseo de casarse, coser y bordar (para alguien más), sino que van a corear letras más acordes con nuestros tiempos, como esta versión del popular Arroz con leche:
Arroz con leche,
yo quiero encontrar
a una compañera que quiera soñar.
Que crea en sí misma
y salga a luchar
en busca de sus sueños
y más libertad.
Valiente sí,
sumisa no.
Feliz, alegre y fuerte te quiero yo.
Catalina es una multitud de cosas: amiga, mamá, periodista y, sobre todo, ella es su trabajo y este se ha convertido en mi/nuestro norte, sur, este y oeste en estos temas ineludibles de la sociedad actual. Espero que mis palabras los motiven a tomar este libro y a no soltarlo nunca.
LIDO PIMIENTA*
* Cantautora, artista visual y curadora guajira-barranquillera, residente en Canadá. Su música se caracteriza por la mezcla de varios géneros como el clásico y el electrónico con ritmos afro e indígenas como la cumbia y el bullerengue. Es la primera mujer “de color” en componer música para la orquesta del Ballet de Nueva York, y la primera mujer y artista independiente en crear, escribir y ser la anfitriona de su propio show de televisión de la CBC de Canadá, Lido TV. Ganadora de varios premios y reconocimiento internacional. Es madre de Lucian, Orlando y Martina.

Deseada
Hablar de maternidades feministas presenta un problema: nos exige definir qué carajos es una maternidad feminista, y por el camino de la definición llegan listas prescriptivas de la “buena maternidad”, listas prescriptivas que siempre terminan por acorralarnos a las madres contra la pared. ¿Cómo hablar de algo tan nuevo, de esta manera de ser madres que describimos como “feminista”, sin que esas palabras se conviertan en una jaula?
Aun así, hay una palabra que podría definir las maternidades feministas: el libre deseo. La maternidad feminista es deseada.
Es en ese momento misterioso en donde nace ese deseo de ser madre que a veces parece tan irracional y absurdo. Ahí es cuando comienza la maternidad. Un embarazo: la misma serie de procesos fisiológicos en tu cuerpo puede ser un momento único y lleno de ilusión o tu peor pesadilla. Y la diferencia la hace el deseo. Las feministas hemos aprendido a no felicitar a las personas cuando te anuncian un embarazo, ya que es posible que nos lo cuenten justo porque somos feministas y están buscando una manera segura de abortar. Hay un silencio tenso, y a veces cómico, antes de que preguntemos “¿y lo quieres tener?”. Esa pregunta, además de ser una postura política, es un inmenso gesto de amor, un reconocimiento total y profundo de nuestra humanidad.
Pensar esto es revolucionario porque históricamente se ha entendido la maternidad como un acontecimiento físico o incluso como la principal función y utilidad de nuestros cuerpos. Biología y destino. Y pensar en la maternidad como una decisión implica primero aceptar que esa persona, “la madre”, es un ser humano autónomo y libre, con la facultad de desear. Al elevar la maternidad a una voluntad, nos despegamos del esencialismo biológico de la maternidad: lo que te hace madre no es estar embarazada, es desear ese embarazo; lo que te hace madre no es parir a une bebé, porque hay madres que en vez de un embarazo de nueve meses estuvieron quién sabe cuánto tiempo en el papeleo burocrático de un proceso de adopción. Es un deseo, no un instinto, ni un impulso físico, y por eso puede nacer en cualquier ser humano. Pensar la maternidad como un deseo, y no como un mandato o una prescripción, es lo que nos permite hablar de maternidades feministas.
Me pregunto todo el tiempo por mi deseo de ser madre porque, gracias al feminismo, para mí no fue un mandato ni mi adaptación a una convención social. Yo podía no ser madre y aun así elegí serlo porque este deseo nació claro y diáfano dentro de mí y nunca pude acallarlo con racionalidad. Como la mayoría de las feministas, he sido hiperconsciente de todos los peligros, penalidades y opresiones que llegan con la maternidad. Deseo intensamente muchas otras cosas que parecen incompatibles con ella. Sin embargo, a pesar de todas las razones, fue un deseo que se mantuvo salvaje, a lo largo de los años, que me llevó a buscar el deseo de alguien más, a hacer, a parir a mi hija y a levantarme cada día a desear ser su mamá.
En algún punto tuve que admitir que no podía explicar ese deseo y ensayé algo diferente: preguntarme por mis miedos. Porque parece que maternar, ese oficio de crear y criar la vida, viene a costa de la muerte de tu carrera profesional, de tus vínculos sexoafectivos, sacrificios ineludibles que tenemos naturalizados. Pero ahí están los hombres para recordarnos que se puede tener hijes sin un sacrificio personal y profesional. Muchas autoras, como Adrienne Rich, han señalado con razón que el amor de las madres no es puro ni absoluto, sino que es ambivalente, quizás porque siempre está en una balanza, opuesto a todos los costos que parece que tenemos que pagar. Tal vez todos los amores son ambivalentes, pero con el amor de madre sentimos culpa y esa culpa ha sido usada por el capitalismo y por el patriarcado para nuestra explotación.
Pero ¿cómo? ¿Cómo es que lograron usar la maternidad para explotarnos? ¿Cómo es que nos inventamos esta práctica social tan complicada y llena de talanqueras que llamamos “ser mamá”? ¿Cuáles son sus límites? ¿Cómo es que las madres llegamos a tener un lugar tan vulnerable en la sociedad? ¿Por qué asumimos sin proporción los costos de criar? ¿Cómo dejamos de estar en la base de la explotación capitalista? ¿Las madres necesitan al feminismo para liberarse o el feminismo necesita a las madres para poder luchar realmente por la libertad?
Quiero hacerme estas preguntas porque la sociedad piensa que nos quedan grandes, que una vez que asumimos el rol de madres tenemos que apagar nuestras inquietudes existenciales para dedicarnos a cuidar. Pero necesitamos hacernos estas preguntas para romper los cristales de los paradigmas machistas de la maternidad. Mi maternidad feminista se alimenta de mi curiosidad.
Buena parte del experimento de este libro ha sido tomar esas herramientas del feminismo, los lentes violeta, y ponerlos sobre temas de salud sexual y reproductiva, como el aborto y la lactancia, para pensarlos desde lo íntimo y lo político; entender las tensiones entre el trabajo, la vocación profesional y las labores de cuidado; el rol de las paternidades para bien y para mal; los retos bioéticos que nos presentan las nuevas tecnologías reproductivas, y los aportes de las madres a las luchas por los derechos humanos. Empecé a buscar estas preguntas recién parida y en medio de la pandemia, dos inmensos obstáculos para la interacción social. Por eso comencé buscando las respuestas en los libros. Los leí y dejé apartes subrayados mientras daba vueltas entre mis cuatro paredes como una tigresa impaciente. Entonces me hice otras preguntas que me llevaron a mirar por la ventana, a conversar con otras. En otros tiempos hubo feministas que fueron madres y madres que fueron feministas, pero pensarnos ambas cosas como una práctica es un fenómeno totalmente contemporáneo que apenas estamos empezando a comprender. ¿Quiénes son esas madres que se consideran feministas? ¿Por qué lo hacen? ¿Qué es lo feminista de su práctica de la maternidad? ¿Es posible ser activista feminista y, además, maternar?
Quizás estamos en un punto en el que la maternidad feminista es la elección personal que hacen solo algunas mamás. Pero tiene todo el potencial de convertirse en una práctica colectiva, acompañada de una conversación pública, que nos lleve a maternidades con menos sacrificio y más justicia. Esta es una invitación para movilizarnos, articularnos y luchar juntas para que todas las maternidades sean deseadas.

Día de Muertos
Todo lo que yo sentí, y todo lo que yo viví,
por todo lo que yo sufrí, por todo lo que yo aprendí,
ya no me queda nada.
Si es que mañana muero,
no le tengo miedo,
pues soy mujer y llevo
el dolor adentro.
A la muerte, si es que me quiere,
aquí la espero de frente, sonriente.
Te recuerdo, el dolor lo llevo dentro,
el dolor lo tengo presente.
LIDO PIMIENTA
ERA domingo. Mi hija estaba lista para que dejáramos de ser un organismo compuesto: justo en el peso correcto para que fuera más fácil parir sin complicaciones y con la cabeza encajada en mi pelvis, como lo vimos en la última ecografía. También era primero de noviembre en Ciudad de México, comenzaba la celebración del Día de Muertos y la ciudad estaba llena de altares de papel picado y flores de cempasúchil tan intensamente anaranjadas que parecían hechas de fuego. En México, el miedo a la muerte se gestiona con picardía: la muerte no es malvada ni oscura, sino que está con nosotros todos los días, recordándonos que vivir es absurdo y que todo es pasajero. Lo único que supera lo inconmensurable que es la muerte son los recuerdos y por eso los altares son un ejercicio de memoria, de sentir cómo en nosotres viven nuestros muertos.
Por eso, cuando me eché las cartas y me salió La Muerte, no me asusté; al contrario, me pareció que tenía mucho sentido, pues anuncia un final para el que tenemos que estar preparades, uno necesario para que comiencen otras cosas, así como una profunda transformación que no tiene vuelta atrás. Además, estaba usando un tarot que en cada carta pone a una mujer notable de la historia. Y este arcano, muy apropiadamente, tenía a Frida Kahlo sentada con un rebozo rojo y unas rosas bajo su falda, con un círculo de calaveras al fondo, haciendo eco de las calles de la ciudad. La carta me dejó clarísimo que había llegado el día del parto: la muerte anunciando a la vida. Pero no alcanzaba a imaginarme que esa ironía iría floreciendo con esplendor con el paso de las horas.
Ricardo y yo salimos a dar un paseo con las perras por el parque Luis Cabrera y me tomé una foto frente a la fuente, con las dos perras y un overol negro, que era de la poca ropa que aún me quedaba. La subí a Instagram saturando los colores para tratar de capturar en esa imagen la intensidad con la que estaba percibiendo cada cosa a mi alrededor. Era la semana 39 y estaba muy cansada. Quería parir, pero también quería un poco más de tiempo porque amaba mi barriga. De hecho, aún la extraño y quisiera tener el poder de regresar por momentos a cuando estaba embarazada (por momentos, porque quizás no aguantaría la incomodidad un día entero). Mi panza era mágica, brillante y me hacía sentir sobrenatural.
Después del parque, regresamos a casa e hice la maleta para el hospital. Como buena madre millennial, podía condensar mis expectativas en fotos de Instagram, así que me puse lentes de contacto para no salir con gafas en las fotos del parto. Y para la salida empaqué un overol blanco y negro que me quedaba muy bien en fotos y que tenía un elástico en la cintura. Me pareció perfecto para esa imagen que estaba imaginando, en la que saldría triunfal del hospital con mi bebé en brazos. Eran las banalidades que pensaba para no asustarme de más con el parto, lo poquísimo que podía controlar en ese momento y mi mayor lugar de confort, porque uno se pasa todo el embarazo imaginando.
Saboreé las últimas horas de soñar despierta que me quedaban. Llené la tina con agua caliente y me quedé ahí metida durante una hora, sola. ¿Cuándo podría volver a estar así, en calma y silencio? Serían meses… años, quizás. Esto que teníamos en ese momento, esta quimera que éramos mi hija y yo, que todo lo hacíamos y lo sentíamos juntas, ya no iba a ser más.
Las contracciones fueron muy leves al comienzo, y yo tengo un umbral de dolor alto, así que me demoré en tomarlas en serio. Siempre me dio mucho miedo el parto, pero era un poco tarde para pensarlo. Ricardo me abrazó y me dijo que no me preocupara, que parir era lo más normal y natural del mundo, que las madres llevaban haciéndolo desde el principio de los tiempos y que todo iba a salir bien. En general, odio cuando la gente dice eso porque ¿cómo sabes que algo saldrá bien? La vida es injusta, inesperada y las cosas salen mal. “Todo va a salir bien” es una frase con demasiado potencial para terminar siendo una mentira y por eso me incomoda y prefiero no decirla, pero en ese momento era lo que necesitaba escuchar.
No conocía el hospital porque durante todo el embarazo casi ni había salido de la casa. Estábamos en plena pandemia y aún no había vacunas. Ricardo había ido a verlo y me contó que tenía una sala de partos muy cómoda, con bola de yoga, tina y lo que yo quisiera para mi parto humanizado. A las cuatro o cinco de la tarde pedimos el taxi para salir al hospital y, para ese momento, ya no podía aguantar las contracciones en silencio. Abracé a mi mamá, que se debía quedar en la casa, pues solo podía llevar a un acompañante, y me monté en el coche.
El hospital estaba cerca, pero lo suficientemente lejos como para que el taxista lograra sincronizar los huecos de las calles con mis contracciones. Me pusieron en la silla de ruedas y llegué a la sala de partos, en donde ya estaban Yoalli y la anestesióloga. Durante el embarazo, alcancé a contemplar la posibilidad de parir sin epidural, pero en ese momento le agradecí a la Catalina del pasado que eligió el paquete del hospital que venía con anestesia porque el dolor era insufrible de verdad, tanto que ya ni me daba miedo que me clavaran una inyección gigante en la columna. La anestesia me permitió volver a pensar, hablar y reírme. Ricardo y yo le mandamos una foto a amigues y familia con nuestras caras ilusionadas y sonrientes. Hicimos bromas sobre cómo nunca antes me habían interesado les bebés y especulamos sobre cómo las perras recibirían a la1 nueva integrante de la familia.
Pronto llegó la hora de pujar. Pies en los estribos, inhalar, empujar, repetir. Ricardo me agarraba la mano y me decía “tú puedes”, que era lo que tenía que decirme en ese momento. Avanzábamos. Una hora y media después, pude inclinarme sobre mis piernas y ver su cabeza, con pelo oscuro, ¡era cuestión de minutos! ¡Estaba a punto de salir!
Pasó una hora y seguí pujando igual. Pero no cambiaba nada. Parecía que cada vez que yo tomaba aire, la bebé se echaba hacia atrás en el canal. Y yo volvía a pujar y ella regresaba al mismo lugar. Seguí pujando con todas mis fuerzas, con todo mi ser. Pensaba en cómo mi voluntad me había ayudado a lograr tantas cosas antes, ¡y esto también lo iba a lograr! Toda mi mente, corazón y cuerpo pujaban juntos con cada contracción.
Pero pasaban las horas y sentía que no podía más. ¿Cuánto tiempo llevaba su cabeza atorada en el canal vaginal? ¿O estaba exagerando? ¿Me estaba rindiendo demasiado rápido? De todas formas, le dije a Yoalli que no podía más. ¿Había pasado tanto tiempo que el efecto de la anestesia se estaba desvaneciendo? Se estaban juntando el cansancio, el dolor y la frustración de no poder avanzar. Empecé a pedir una cesárea, fórceps, lo que fuera, con desespero, como si estuviera bajo el agua, pero en un túnel con un techo que me impedía subir a la superficie.
Yoalli me escuchó. Me pusieron más anestesia, me quitaron los anillos, me cortaron el brasier y me pusieron la bata de cirugía. Me montaron a la camilla y me subieron al quirófano, con Ricardo caminando junto a mí. Entrando al quirófano, quise alcanzar su mano, pero me di cuenta de que no podía mover los brazos ni los dedos de la mano. Me sentía débil, un poco mareada. Seguro era la anestesia haciendo efecto. Pensé: “Mejor hubiera elegido una cesárea desde el comienzo”.
Minutos después, en la mesa de operaciones, le dije a Yoalli “Quiero poder seguir usando bikini”, medio en broma, medio en serio. Yoalli no se rio. Su cara estaba seria y concentrada, y me di cuenta de que el ambiente en el quirófano se había enrarecido. Me da risa nerviosa considerar que ese ha podido ser mi último pensamiento y esas mis últimas palabras. Ojalá uno supiera que va a morirse y de verdad pudiera alucinar un recap de TikTok con el resumen de su vida y cerrarla con una frase célebre antes de soltar el micrófono. Le resiento a la muerte ser tan poco ceremoniosa.
Yoalli metió todo su antebrazo dentro de mí, dándose golpes en el codo, porque la bebé estaba atorada en el canal de salida. En una exhalación la sacaron. Habían pasado apenas unos minutos y yo aún no entendía lo que estaba pasando, así que miré el reloj de la pared enseguida para poder ver la hora exacta porque mi prioridad en ese momento era tener ese dato para saber el ascendente. Pero entonces vi que la bebé no lloraba. No lloraba y estaba azul. Vi cómo cargaban su cuerpo inmóvil y la metían en una máquina. Le pregunté a Ricardo qué pasaba. Pude ver su sonrisa forzada bajo el tapabocas; no sonreía con los ojos. Aun así, levantó el pulgar en señal de que todo estaba bien. La bebé no lloraba y había un enjambre de médicos a su alrededor. Se la llevaron enseguida y Ricardo se fue detrás.
Creo que durante las siguientes seis horas estuve despierta… o no sé si me dormía y me volvía a despertar. Miraba el reloj: 12:30 a. m., 2:00 a. m., 3:00 a. m., 4:00 a. m. Siempre que abría los ojos, le preguntaba a la anestesióloga que estaba a mi lado: “¿Está viva? ¿Cómo está?”. Y ella me decía que la estaban atendiendo; que estaba viva, pero que no sabía nada más. “¿Dónde está Ricardo?”, preguntaba. “Está con la bebé”, me decían.
No sé por qué nunca se me ocurrió que algo malo pasaba conmigo. Tenía claro que llevaba horas en esa sala de cirugía y que Yoalli y otros médicos se mantenían concentrados y con el ceño fruncido a mi alrededor. Pero yo solo podía pensar en que la bebé no había llorado. Estaba viva, pero no había llorado.
Me desperté en una habitación con otras camas; ya no en el quirófano. Casi no me podía mover. Vi que Yoalli estaba sentada en un escritorio, de espaldas a mí, con los codos apoyados en la mesa y la cabeza sostenida con las manos. Creo que se dio cuenta de que me había despertado y vino junto a mí. Le pregunté qué había pasado y empezó a explicarme lo de la cirugía. Yo le dije: “No me importa, ¿qué pasó con la bebé?”.
“Está viva”. Otra vez la misma respuesta. Todo debía ser muy grave si lo único que la gente podía decirme era que estaba viva. Hubo complicaciones. Cuando nació, la bebé estaba ahogada en la sangre de una hemorragia interna. Si sobrevivía, esto podría dejarle secuelas muy graves. Estaba en observación. Las primeras 24 horas eran decisivas, básicamente porque en cualquier momento se podía morir. No me lo dijo así, claro, pero mi mente estaba más lúcida y lo podía entender. Luego habría que esperar a que no convulsionara en las siguientes 72 horas para poder decir que estaba “bien”. Ricardo estuvo con ella. Ahora él me estaba esperando en la habitación del hospital.
Pedí que me llevaran a la habitación, pues necesitaba verlo, necesitaba hablar con alguien, dimensionar que hace unas horas todo en mi vida eran planes y esperanzas, que mi mayor preocupación era salir bien en una foto, y ahora mi bebé, con quien había sido una durante nueve meses, se podía morir en cualquier momento.
No te pueden llevar a la habitación hasta que pase el efecto de la anestesia y puedas mover los pies. “¡Ya puedo moverlos!”, dije al tiempo que intenté mover, con esfuerzo, un dedo pulgar. Cerré los ojos… ¿qué más iba a hacer? Yoalli volvió al escritorio y se sentó de espaldas a mí, otra vez con la cara en las palmas de las manos. ¿Estaba cansada? ¿Estaba llorando? No tenía manera de saberlo. Me llevaron a la habitación unas horas después.
Ricardo me contó que todo era muy grave, que la bebé había nacido sin respirar y que inmediatamente la intubaron, la pusieron en un respirador y se la llevaron. Fue clave tener a un neonatólogo en el parto, Raúl Meza, quien la atendió enseguida, y tener a la mano la incubadora, o lo que fuera, donde la metieron cuando se la llevaron, así como todos los demás aparatos que le salvaron la vida.
Ricardo también me contó que casi me muero, que tuve una cirugía de seis horas y que ahora tenía puesta una sonda. Me demoré horas en entender de verdad eso de que casi me muero. Aún me cuesta. Resulta que ha podido ser que yo entrara y nunca más saliera del hospital sin despedirme de nadie, ni de mi mamá, sin haber visto a mi hija. Me dio terror morirme con tantos pendientes en la vida. Tantos planes. Pero ahora estaba viva y no tenía planes. Mi bebé se podía morir y yo no sabía cómo iba a poder seguir viviendo en un mundo en donde ella estuviera muerta.
El desprendimiento de placenta ocurrió entrando al quirófano. Yoalli sintió la barriga tensa por la hemorragia, me abrió la panza enseguida y sacó a la bebé, que se estaba ahogando. Resulta que esta es de las emergencias obstétricas más temidas por su altísima mortalidad. Yoalli me explicó que esto ocurre cuando la placenta se desprende del útero antes de que el bebé pueda respirar por su propia cuenta, así que deja de recibir oxígeno. También viene con una rápida hemorragia que puede desangrar a una persona en menos de cinco minutos. Es una complicación inesperada que le puede pasar a cualquiera, incluso a mujeres jóvenes y sanas con embarazos tranquilos. Algunas cosas la pueden provocar directamente, como un traumatismo grave (un accidente de coche, por ejemplo) o el consumo de drogas, como la cocaína, pero también puede ser una complicación repentina e “idiopática”, es decir, sin que la persona tenga alguno de estos factores de riesgo. También puede asociarse a períodos de estrés muy severos, cuando la gestante tiene angustia, depresión o un evento que eleve las hormonas del estrés. Como no es claro su origen, se recomienda reducir factores de riesgo, revisar que no haya alguna enfermedad, como lupus, diabetes o preeclampsia, y procurar que la gestante no esté angustiada o estresada. Es una complicación muy rara, tiene una incidencia de entre 0,4 y 1,5 %2 en todos los embarazos, pero es tan grave que la mortalidad materna está alrededor de un 15 % y la fetal de un 95 %3 para casos como el mío, en el que la bebé tuvo una hipoxia antes de nacer.
Semanas más tarde, Yoalli contó la historia del incidente en su Instagram: “Hace dos meses llegó al mundo Carlota Magdalena después de un trabajo de parto muy cálido que se desarrolló entre risas, planes y anécdotas, el cual culminaría en el mejor regalo después de nueve meses. Cuando completó la dilatación y viendo que no progresaba, decidimos que naciera por cesárea. De pronto, ya estando en el quirófano, sospeché por el tono del útero la complicación obstétrica más temida. Y al sacarla con rapidez del vientre materno, corroboré que la placenta se había separado del útero antes de tiempo. Corté el cordón y le di la bebé al neonatólogo mientras perdía de vista el útero por la cantidad de sangre que salía. Mi sangre estaba hirviendo y tuve que ponerla fría ante la posibilidad de perder a Catalina. Iba a traer una vida al mundo y no podía perder dos. Fue de las cirugías más complejas y largas que he tenido. Después de minutos angustiantes, el útero se contrajo y recuerdo haber pedido una coca porque sentía que me iba a desmayar. La ayuda de Ricardo en ese momento fue vital. Él estaba viendo todo ante el horror de perderlas a las dos, pero se encontraba estoico, resistiendo la angustia para alentar a Catalina durante la incertidumbre del momento. Cuando terminamos, me percaté de que habían pasado cuatro horas desde que inició la cirugía. Pero el dolor en mis piernas por el cansancio no se equiparaba al que tenía mi alma, que sabía que lo único que quedaba ahora era esperar…”4.
Pensé mucho en mi bisabuela Carlota, probablemente la persona más fuerte que he conocido. Una campesina que fue obrera, que defendía con pasión las ideas sufragistas y que, a pesar de muchas enfermedades y unas 11 cirugías, llegó como un roble a los 98 años. En un inicio, mi hija se iba a llamar Magdalena Carlota, con Carlota de segundo porque pensé que era una carga muy fuerte, una personalidad muy grande, demasiada responsabilidad para una bebé. Pero en ese momento, y como no podía hacer nada más, decidí que iba a invertir los nombres. Ahora llevaba el Carlota de primero. Para mí, eso fue como un conjuro con el que se la encomendé a mi bisabuela para que le pasara a mi hija toda su fuerza, su resiliencia y su infinita, robusta y pétrea capacidad de resistir. A la bebé la metieron en quién sabe cuántas cadenas de oración. Yo no soy católica ni creo en Dios, pero soy bruja y por eso respeto los rituales y las prácticas espirituales, y me siento muy agradecida por estas personas que le estaban dando a mi hija todo lo que en ese momento podían darle, aunque solo fuera una oración. Yo hacía algo similar, cerraba los ojos y pensaba: “Carlota es una niña valiente y fuerte”. Lo repetía mentalmente como un mantra para no caer en el hueco horrible de imaginar las posibilidades de lo que podía pasar.
Hice una nota de voz para contarles la situación a amigues y familia. Traté de explicar todo de la forma más clara y ordenada posible para que no hubiera dudas o preguntas de seguimiento. Mientras la grababa, aunque lo hice con una voz muy calmada, me di cuenta de que tenía muchísima rabia. Yo estaba lista para recibir a mi bebé en brazos, había fantaseado con abrazarla justo después de parirla, con ver su cara por primera vez y confirmar que sí había sacado mi boca (como lo vislumbraban las ecografías), ver a Ricardo orgulloso y anunciar su vida con bombos y platillos. ¿Por qué para nosotras era tan difícil cuando para otras era tan fácil?
Me dieron algo para dormir unas horas porque estaba muy cansada y me daba miedo cerrar los ojos y luego abrirlos para que me anunciaran que la bebé estaba muerta. Aun así, agradecí dormir. Cuando abrí los ojos y pregunté si estaba viva, tuve un terrible déjà vu: ¿cuántas veces me había despertado con la misma pregunta? Pero sí, sí estaba viva. Ricardo había ido a verla a la sala de cuidados intensivos: estaba intubada y llena de cables. La situación era crítica, pero ella iba… ¿bien? No había convulsionado. Seguíamos teniendo esperanza. Cualquier cosa distinta a morirse, eso era lo que significaba “bien”.
Resultó que Carlota sí es una niña valiente y fuerte. A los tres días, salió de cuidados intensivos y pudimos traerla a casa el 7 de noviembre, el día de mi cumpleaños y una semana antes de lo esperado. Carlota está bien y sana por completo. Se fue hasta los confines del Mictlán, a guerrearse un lugar en el mundo, y regresó entera. Es una niña bruja, nigromanta y yo estoy muy orgullosa de ser su mamá. Mi recuperación fue lenta y también dolorosa física, emocional y espiritualmente. Todavía me cuesta asimilar que nos vimos a los ojos con la muerte. Pero aquí estamos para seguir viviendo con intensidad.
Nuestros países están llenos de estatuas de hombres a quienes llamamos “héroes de la patria” porque salieron a matar a otros hombres. Mientras tanto, las mujeres arriesgamos la vida para dar vida cada vez que parimos. Y si no lo hiciéramos, no habría países, ni naciones, ni ciudadanos, ni votantes, ni consumidores. Nada. Pero nosotras no tenemos estatuas. A lo sumo nos dieron eufemismos que nos hacen pensar que un parto es bello, romántico y hasta fácil, cuando en realidad es el misterio físico y metafísico de pasar de ser uno a ser dos, cuando es romperse y desgarrarse en lo más profundo de la existencia.
La vida exige como ofrenda una herida que no cierra.
1 Para el momento en que se publica este libro, mi hija ha mostrado preferencia por los pronombres femeninos y por eso me refiero a ella usándolos, aunque soy consciente de que podría cambiar de opinión en el futuro.
2 Dulay, Antonette T. MD. “Desprendimiento de placenta (abruptio placentae)”. Main Line Health System. Octubre de 2020, www.msdmanuals.com.
3 Dyer, Isidro. Traducción de Alonso O., Fernando. “Placenta previa y desprendimiento prematuro de placenta”. Reproducido de Ginecología y Obstetricia de México, 1949, vol. IV (Núms. 18-19): 129-33, 1 de septiembre de 2004. ginecologiayobstetricia.org.mx/.
4 Del Instagram de la ginecobstetra Yoalli Palma: www.instagram.com

Melanie
C: ¿Y ya tienes nombre? ¿Ya sabes el sexo biológico?
M: No… pero mira que creo que quiero tener otro varón. Porque si ya tengo estos miedos con un niño, con una niña no me puedo ni imaginar. No se trata de los roles de género, sino de las violencias que vivimos. Es desafiante crear una nueva masculinidad, pero al menos es algo sobre lo que siento que tengo… ¿control? No sé… ¡Esto lo tengo que hablar en terapia!
C: Pero, claro, es otro conjunto de miedos totalmente distinto. Yo lo pienso mucho cada vez que hay un feminicidio en donde alguna adolescente toma un taxi para salir de la fiesta e irse a su casa… y nunca llega.
M: Si yo crío a una niña superempoderada, hay una parte externa que no controlamos y se va a encontrar con un montón de barreras. Igual todo puede cambiar. El día de mañana ser una niña puede ser algo muy diferente, más libre.
C: Nosotras, que somos feministas, sabemos que la maternidad crea varias brechas que nos joden, nos ponen en riesgo. ¿Y cómo es que, siendo feministas, a pesar de todo eso, decidimos ser mamás?
M: Es algo en lo que me debatí bastante, pero sobre todo cuando decidimos empezar la búsqueda de mi primer hijo. Yo siempre quise ser madre. O sea, siempre. Pero mi deseo de maternar no era el mismo deseo que coincide con una cosa muy cultural. Yo odiaba a los bebés de juguete, odiaba los juguetes de limpieza, mamaderas… Nunca tuve esta cosa de la niña que cuida. Era fanática de las Tortugas Ninja y me gustaba disfrazarme de Splinter. Decía: “Soy una rata”, y me ponía un trapo sucio. Entonces, yo miro muy hacia atrás y siempre me pregunto: “¿De dónde viene mi deseo de maternar?”. En mi caso, yo no siento que mi deseo venga de un mandato.
En mi caso, creo que tiene que ver más con una sensación de hogar y de familia. Pero no porque para esa familia imagine un futuro rosa. Las feministas tenemos contacto con las historias más horribles, como las de violencia obstétrica. Como decías, sabemos de los riesgos de un montón de cosas. Pero ¿y si, a pesar de saber todo eso, ese deseo no se va? Obviamente te pon