Santos populares

José Gil Olmos

Fragmento

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Prólogo

No es posible hablar de los santos populares y de la religiosidad popular que los genera, sin referirnos a la superstición. La palabra, que tiene en nuestro tiempo connotaciones negativas, viene del latín superstitio (super = sobre, stare = estar y tion = acción o efecto) y se refiere, en su sentido etimológico, a lo que está por encima de una situación o, en un sentido más elaborado, lo que se encuentra encima de lo establecido y que persiste o pervive en la mente de las personas como un elemento sobre añadido. La superstición tiene así características religiosas que permiten a la gente religarse, unirse en una esperanza, y elementos sobrenaturales, incluso fantásticos, que permiten que la esperanza tenga un carácter trascendente, incluso, como nos lo muestra el libro de José Gil Olmos, mesiánico y redentorista.

Estas supersticiones, que en el pasado no eran condenadas ni vistas de manera negativa, aparecen y continúan apareciendo no sólo en todas las grandes tradiciones religiosas, sino en los héroes que forman parte del santoral laico del Estado. La propia Iglesia, a pesar de la condena que hace de muchos de los cultos que el libro de Gil Olmos nos relata, está llena de ellas. Pensemos simplemente en muchos de los Evangelios apócrifos que —antes de que se constituyera el canon del Nuevo Testamento en el siglo IV, que los redujo a cuatro, eran parte de la nueva fe— están llenos de elementos fantásticos o en la larga tradición hagiografía, de la que dan testimonio los comics de las Historias ejemplares que circularon en los puestos de periódico de los años sesenta, en donde las vidas de los santos son una mezcla de hechos tan heroicos como irreales. Recuerdo en este sentido la historia de una pequeña cuya santidad era tal que, según su biógrafo, de recién nacida se negaba los sábados a ser amamantada porque ese día la tradición lo consagró a la Virgen. El Estado laico, en sus versiones liberal, fascista o comunista, está también lleno de héroes que, como copia de las hagiografías católicas, realizan actos de una heroicidad sentimentalmente conmovedora. Quién no recuerda, para hablar de nuestra historia patria, la losa con la que la que Juan José de los Reyes Martínez Amaro, El Pípila, cargó sus espaldas para eludir el fuego enemigo e incendiar la Alhóndiga de Granaditas al lado de las huestes de Hidalgo o a Juan Escutia —del que en realidad lo único que se sabe es que murió en la defensa del Castillo de Chapultepec durante la intervención estadounidense— envolviéndose en la bandera de México y lanzándose al precipicio para evitar que el símbolo de la nación cayera en manos enemigas.

Estas leyendas populares, que nadie puede detener y que forman parte de procesos ideológicos de control político o de las aspiraciones redentoristas de un pueblo humillado y sin directrices, han vuelto a renacer en medio de un México roto y devastado por la violencia del crimen organizado y del Estado.

Los que el libro de José Gil recoge pertenecen, con excepción de san Judas Tadeo y san Toribio, reconocidos por la propia Iglesia católica, a esta última categoría. Van de santos y cultos que nacieron en los periodos de la Revolución mexicana y de la guerra cristera, como el de Teresa Urrea, la Santa de Cabora, o Fidencio, el Santo Niño Sanador, hasta los que en medio de la guerra contra el narco tienen una filiación tan imprecisa como aterradora, como el de la Santa Muerte, el de Malverde o el de Nazario, de quien Gil Olmos nos habló ya en su libro Batallas de Michoacán (Proceso, 2015). Nos habla de otros cultos más que vienen directamente de los héroes revolucionarios que nacieron del pueblo mismo, como Benito Juárez, Emiliano Zapata y Pancho Villa, asociados en la religiosidad popular con el maíz, alimento fundamental de la cultura mexicana, la justicia y las causas sociales. Todas esas historias, que, como toda superstición, se sobreponen a la realidad establecida, están llenas de verdad histórica, sincretismo religioso y político, fantasía sobrenatural y sueños mesiánicos de una vida donde la igualdad y la justicia reinen.

Mucho habría que hablar desde la perspectiva antropológica de la construcción de estas figuras y estos cultos que atraviesan no sólo la historia de nuestro país, sino la del mundo entero. Sobre ellos, antropólogos e historiadores como René Girard, Norman Cohn, para el mundo europeo, y Elio Masferrer, en México, se han inclinado para desentrañarlos. Para José Gil Olmos, que los mira y los relata con la mirada del periodista, esos santos y sus cultos son formas que el pueblo genera en sus crisis religiosas y políticas más duras para sobrevivir en un “mar de incertidumbres”, santos y cultos populares que surgen y se reproducen “aglutinando a millones de mexicanos que buscan alivio, refugio, auxilio ante el desamparo, la injusticia, el infortunio, las penurias y miserias”, formas religiosas de la rebelión y la esperanza.

Para mí, que hundo mis raíces en el minimalismo de la mística, Santos populares de José Gil Olmos me hablan de esos momentos de profunda crisis civilizatoria en que la humanidad frisa el final de los tiempos y entra en un grave estado de anomia y de destrucción que me hace temblar y, a diferencia de la esperanza popular que estos cultos avivan en sus seguidores, agotan la mía en la historia y en el hombre.

Sea lo que sea, las historias que José Gil Olmos nos narra en este libro son tan fascinantes como reveladoras de estos tiempos oscuros, atroces y miserables.

JAVIER SICILIA

Barranca de Acapantzingo, 2 de octubre de 2016

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