No somos etcétera

Elizabeth Castillo

Fragmento

Presentación

Hacer un recuento detallado de lo que ha ocurrido alrededor de los últimos veinte años en los asuntos de la población LGBT es una pretensión enorme y claramente difícil de alcanzar, no porque sean muchos años, sino porque el proceso por el reconocimiento de derechos ha sido vertiginoso. Sobre todo para quienes hemos hecho parte de este.

En un corto período de tiempo ha cambiado sustancialmente la situación. Un hombre o mujer homosexual que en el 2017 tenga cincuenta años vivió en su juventud e inicio de la edad adulta la penalización de la homosexualidad, y vive hoy, en el actual estado de las cosas, si no una plena garantía de derechos, al menos un marco normativo garantista de su identidad.

Hasta 1980 era ilegal, estaba penalizado con cárcel, ser homosexual en Colombia. Cuando se escuchan las historias de gays y lesbianas que en los años ochenta salían a los pocos bares que había, a riesgo de ser sometidos a requisas o arrestos ilegales, y se comparan con la amplia profusión de sitios de homosocialización que, al menos en Bogotá, hoy en día son comunes, se puede dimensionar el enorme camino recorrido.

Mi primera acción como activista fue en 1997 en Manizales. Con bastante miedo (aún sin “salir del clóset” completamente) y sin más recurso que la voluntad, organicé una Semana del Orgullo Gay, para la cual busqué el apoyo de la primera alcaldía cívica que se eligió en la ciudad.

Tres días antes de que iniciara el evento, la Secretaria de Desarrollo Comunitario nos informó que el alcalde cívico había dado orden de que ningún escenario público a cargo de la alcaldía podría ser usado para un “evento de esta naturaleza”. Creo que fue la primera vez que sentí y registré como tal un acto de discriminación por mi orientación sexual. La situación se superó gracias al por entonces decano de Derecho de la Universidad de Caldas, quien con entusiasmo nos abrió las puertas de la Facultad para realizar la actividad.

En ese año supe que había otras personas trabajando en el mismo tema en otros lugares del país; me enteré de que existía una iniciativa llamada Proyecto Agenda, que se encargaba de organizar la Marcha del Orgullo en Bogotá, y que también apoyaba actividades en otras ciudades. Supe que éramos muchos y, aunque no tenía la posibilidad de conocerlos, fue importante saber que no solo en Manizales estábamos tratando de trabajar en este tema1.

Razones relacionadas con la falta de empleo me hicieron emigrar y llegué a vivir a Bogotá en el año 2000. Durante casi dos años trabajé en una oficina de abogados en la que experimenté plenamente lo que significa la discriminación laboral por orientación sexual. Un maltrato sutil, permanente, en el que nunca se hizo evidente la causa real, pero que en todo momento pretendía hacerme sentir distinta. Atendiendo a las estrategias comunes de la discriminación, la intención era hacerme sentir ignorante, no lesbiana.

Cuando salí de esta oficina, renuncié a ser abogada. Creí que me había equivocado de profesión —así de efectiva es la discriminación— y cumplí el sueño de adolescente de trabajar en una librería. Esta librería, de propiedad de mi pareja de ese momento, fue la primera librería de temática homosexual que se intentó en Bogotá, y probablemente en Colombia: Imago Libros.

Siguiendo la ruta del activismo, hice parte de Planeta Paz desde el 2000, fundé el Grupo de Mamás Lesbianas en 2003, fui vocera de la Mesa LGBT de Bogotá entre 2005 y 2007, hice parte de la Junta Directiva del Centro Comunitario LGBT (CCLGBT) en 2007 y lo dirigí durante catorce meses, desde el 2008 hasta entregarlo a la Alcaldía Mayor en 2009. Por lo demás, he tenido la inmensa fortuna de trabajar en un área poco explorada del Derecho, los Derechos Sexuales y Reproductivos, y eso me ha permitido mantener mi vocación activista desde los distintos lugares en los que me he desempeñado profesionalmente.

Planeta Paz fue una iniciativa del Gobierno noruego, en el marco del fallido proceso de paz en el gobierno de Andrés Pastrana, que pretendía fortalecer a los sectores sociales populares y promovía, desde estos, propuestas de solución al conflicto armado. Se establecieron catorce sectores sociales populares para trabajar, y entre ellos se incluyó uno completamente nuevo. Tan nuevo que, como diría García Márquez, aún no tenía nombre y casi tocaba señalarlo con el dedo: el sector LGBT.

Muchos de quienes se vincularon al proceso de Planeta Paz llevaban años de experiencia en otros activismos, principalmente en el feminismo y en la lucha contra el sida, y esas experiencias nutrieron de manera importante el proceso de Planeta Paz.

Además, después del año 2000 se hicieron más notorias algunas particularidades muy específicas del nuevo sector LGBT —que adquirió nombre luego de serias discusiones internas acerca del orden de las letras—; por ejemplo, el uso generalizado del internet para hacer debates o convocatorias a eventos. Para esto se creó una lista nacional, que era la manera más rápida de comunicarse y decidir en colectivo las acciones por realizar.

Entre 2001 y 2005 se fortaleció el denominado sector LGBT. Aunque este proceso era nacional, tenía un fuerte componente de trabajo local. De allí surgieron las mesas de trabajo LGBT, que dieron lugar a acuerdos y negociaciones con algunas administraciones locales, tanto en Bogotá como en el resto del país.

De estas negociaciones, de sus tensiones y acuerdos, devinieron las primeras acciones, concertadas con alcaldías y gobernaciones, y, más adelante, las políticas públicas.

Por la vía de la incidencia y los acuerdos, y con una enorme presencia y fuerza del movimiento social, en gran medida alimentada de los procesos de Planeta Paz, en 2006 se consiguió en Bogotá un logro asombroso: el Centro Comunitario LGBT, el primero que existió en América Latina.

Por otras rutas, en la búsqueda del reconocimiento de derechos, se acudió reiteradas veces al Poder Legislativo. Entre 2003 y 2007 se presentaron distintas iniciativas legislativas en el Congreso. Ninguna resultó exitosa.

Los debates fueron una gran decepción; presenciar cómo funciona y sesiona el Congreso es quizás una de las desilusiones más grandes que he tenido como abogada. Más que los insultos y los prejuicios presentes en múltiples intervenciones de las y los congresistas —de una pobreza argumental vergonzosa—, lo realmente decepcionante fue ver el profundo nivel de irrespeto entre ellos mismos y la inexcusable falta de solemnidad durante las sesiones en las que se debaten las leyes que rigen este país.

Lo que había sido una tímida participación política se concretó también en este período. Aunque durante los años anteriores hubo varios intentos fallidos de llegar a concejos municipales o cargos de representación popular (principalmente a través del Partido Liberal), en el 2006 por primera vez la Junta Directiva de un partido político —Polo Democrático Independiente— incorporó una cuota de representación para el sector LGBT2 y en 2008 resul

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