Sálvate, la vida te espera

Boris Cyrulnik

Fragmento

1. La guerra a los seis años

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La guerra a los seis años

He nacido dos veces.

La primera vez no estaba allí. Mi cuerpo vino al mundo el 26 de julio de 1937 en Burdeos. Me lo han contado, y estoy obligado a creerlo ya que no guardo ningún recuerdo.

Mi segundo nacimiento está grabado en mi memoria. Una noche fui arrestado por unos hombres armados que rodeaban mi cama. Venían a buscarme para matarme. Mi historia nace aquella noche.

LA DETENCIÓN

A los seis años, la palabra «muerte» todavía no tiene su significado. Hay que esperar uno o dos años para que la representación del tiempo dé paso a la idea de una parada definitiva, irreversible.

Cuando madame Farges dijo: «Si le dejan vivir, no le diremos que es judío», sentí un gran interés. De modo que esos hombres querían que yo no viviera. Esta frase me permitía entender por qué me habían apuntado con el revólver cuando me despertaron: linterna en una mano, revólver en la otra, sombrero de fieltro, gafas oscuras, cuello del gabán levantado, ¡qué escena tan sorprendente! De modo que es así como se vestía uno cuando quería matar a un niño.

Estaba intrigado por el comportamiento de madame Farges, que, en camisón, amontonaba mi ropa en una pequeña maleta. Fue entonces cuando dijo: «Si le dejan vivir, no le diremos que es judío». Yo no sabía en qué consistía ser judío, pero me acababa de enterar de que bastaba no decirlo para que te permitieran vivir. ¡Fácil!

Un hombre que parecía ser el jefe respondió: «Hay que hacer desaparecer a esos niños, de lo contrario se convertirán en enemigos de Hitler». Así que estaba condenado a muerte por un crimen que cometería en el futuro.

El hombre que nació en mí aquella noche fijó en mi alma esta puesta en escena: revólveres para matarme, gafas oscuras por la noche, soldados alemanes con el fusil al hombro en el pasillo y, sobre todo, esa enigmática frase que revelaba mi condición de futuro criminal.

Concluí de inmediato que los adultos no eran serios y que la vida era apasionante.

No me creerán si les digo que tardé mucho en descubrir que aquella noche increíble yo tenía seis años y medio. Tuve que recurrir a referencias sociales para saber que aquel acontecimiento había tenido lugar el 10 de enero de 1944, fecha de la redada de los judíos bordeleses. Para ese segundo nacimiento, necesité la aportación de hitos externos a mi memoria1 para poder comprender qué había sucedido.

El año pasado la RCF, una radio cristiana, me invitó a ir a Burdeos para participar en un programa literario. Al acompañarme a la salida, la periodista me indicó: «Coja la primera calle a la derecha y al final verá la parada del tranvía que le llevará a la place des Quinconces, en el centro de la ciudad».

Hacía buen tiempo, el programa había sido agradable, me sentía relajado. De pronto, me sorprendió la aparición súbita de una serie de imágenes que me iban dominando: la noche, la calle, el cordón de soldados alemanes armados, los camiones entoldados aparcados a lo largo de las aceras y el coche negro en el que me introdujeron a empellones.

Hacía buen tiempo, me estaban esperando en la librería Mollat para otra entrevista. ¿Por qué ese repentino retorno de un pasado lejano?

Al llegar a la parada leí lo siguiente grabado en la piedra blanca de un gran edificio: «Hôpital des Enfants Malades». Inmediatamente recordé la prohibición de Margot, la hija de madame Farges: «No vayas a la calle del Hôpital des Enfants Malades, hay mucha gente, podrían denunciarte».

Estupefacto, volví sobre mis pasos y descubrí que acababa de cruzar la rue Adrien-Baysselance. Había pasado por delante de la casa de madame Farges sin darme cuenta. No había vuelto a verla desde 1944, pero un indicio, la hierba entre los adoquines separados o el estilo de las escaleras, había activado en mi memoria el retorno del escenario de mi detención.

Incluso cuando todo va bien, basta un indicio para reavivar un rastro del pasado. La vida diaria, las relaciones, los proyectos sepultan el drama en la memoria, pero a la menor evocación —la hierba entre los adoquines, una escalera mal construida— puede surgir un recuerdo. Nada se borra, simplemente creemos haber olvidado.

En enero de 1944, yo no sabía que debería vivir con esta historia. De acuerdo, no soy el único que ha pasado por la experiencia de una muerte inminente: «Yo viví la muerte, se convirtió en una experiencia de mi vida…»,2 pero a los seis años todo deja huella. La muerte se graba en la memoria y se convierte en un nuevo organizador del desarrollo.

LOS RECUERDOS QUE DAN SENTIDO

La muerte de mis padres no fue para mí un hecho memorable. Estaban allí, y luego dejaron de estarlo. No conservo la huella de su muerte, pero su desaparición me marcó.3 ¿Cómo se puede vivir con ellos y luego, de repente, sin ellos? No se trata de un sufrimiento; en el desierto no se sufre, sencillamente se muere.

Conservo recuerdos muy nítidos de mi vida familiar antes de la guerra. Empezaba apenas la aventura de la palabra, puesto que tenía dos años, y sin embargo todavía guardo recuerdos de imágenes. Me acuerdo de mi padre leyendo el periódico apoyado en la mesa de la cocina. Me acuerdo del carbón amontonado en medio de la habitación. Me acuerdo de los vecinos del rellano, a cuya casa acudía a admirar la carne que se asaba en el horno. Recuerdo la flecha de goma que mi tío Jacques, de catorce años, me disparó en la frente. Recuerdo que grité con todas mis fuerzas para que le castigaran. Recuerdo que la paciencia de mi madre se agotaba esperando que me pusiera los zapatos yo solo. Recuerdo los grandes barcos en los muelles de Burdeos. Recuerdo a los hombres que desembarcaban sobre sus espaldas enormes racimos de plátanos y recuerdo otras mil escenas sin palabras que, todavía hoy, estructuran mi representación de antes de la guerra.

Un día, mi padre llegó a casa vestido de uniforme y me sentí muy orgulloso. Según los archivos, se había alistado en el «Regimiento de marcha de voluntarios extranjeros», tropa compuesta por judíos extranjeros y republicanos españoles. Combatieron en Soissons y sufrieron enormes bajas.4 En aquella época, no podía saberlo. Hoy diría que estaba orgulloso de tener un padre soldado, pero que no me gustaba su gorra, cuyas dos puntas me parecían ridículas. Yo tenía dos años: ¿realmente lo viví o lo he visto en una fotografía después de la guerra?

El encadenamiento de los acontecimientos da sentido a este hecho.

Primera escena: el ejército alemán desfila por una gran avenida cerca de la rue de la Rousselle. Es imponente. El ritmo de los soldados marcando perfectamente el paso produce una impresión de poder que me fascina. La música abre la marcha y unos grandes tambores situados a ambos costados de un caballo marcan el compás con un estruendo maravilloso. Un caballo resbala y se cae, los soldados lo levantan, se restablece el orden.

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