Una madre molona

Isabel Cuesta (Una Madre Molona)

Fragmento

una_madre_molona-1

De cuando yo no era feliz

Cuando me propusieron escribir un libro contando mi experiencia como madre, me puse a temblar. Por un lado, porque esa idea llevaba mucho tiempo rondando por mi cabeza y no me podía hacer más ilusión encontrarme con una oportunidad así. Por otro lado, me entró un miedo bastante intenso por dentro. Estaba justo en la recta final de mi tercer embarazo, agotada, cansada y temiendo la que se me venía encima si, además de todo lo que tenía entre manos en esos momentos, sumaba la presión de tener que redactar un libro. Un libro.

UN LIBRO.

Alucina.

Pero, aunque encontrar ratos libres para escribir, siendo madre de tres hijos, es casi una misión imposible, decir «no» a esta gran oportunidad, definitivamente, no entraba en mis planes.

Podría haberme puesto a escribir y a escribir sin más, así como a recopilar esos trucos y consejos que me hacen la maternidad más llevadera, molona, divertida…, aquellas cosas que me salvan cada día, y un sinfín de historias más. Pero creo que algunas circunstancias de mi vida son muy importantes para entender cómo he llegado a ser la madre que soy hoy.

Inciso: soy una madre muy normalita, ni soy perfecta, ni una supermadre, ni nada por el estilo, pero soy muy disfrutona, eso sí.

Está claro que no puedo entrar al detalle en todo, en primer lugar, porque sería un tostón de libro, contando treinta y cuatro años de mi vida, y no es este mi objetivo. Además, los años más difíciles no los viví sola, y no me siento cómoda hablando de gente a la que quiero mucho y que no ha elegido voluntariamente salir en estas páginas.

Pero intentaré resumir mi vida sin que os dé sopor o ganas de echar la siesta. Vamos allá.

Me llamo Isabel y nací en septiembre de 1984: buena reserva, oigan. Soy la pequeña de tres hermanos y, aunque mi llegada fue una sorpresa, dicen los que me conocen que fui especial desde el minuto uno de nacer. Me llevo tan solo un año con mi hermano, el mediano, y seis con mi hermana mayor.

A los nueve años, un mes antes de celebrar la primera comunión, mi madre se sentó a mi lado en la cama y me dijo que ella y mi padre se iban a separar. Y no, no fue una broma. Tampoco es que yo recuerde en mi memoria a mis padres felices y contentos juntos, las cosas como son. La tensión y los gritos en mi casa eran algo bastante normal, pero yo no había conocido otra cosa, así que formaba parte de mi vida esa falta de buen rollo y la escasa paz familiar.

El problema es que no fue una separación amistosa, ni tampoco definitiva. Tengo que decir que el cerebro es bastante selectivo y muchos de los capítulos que viví durante esos años me parecen como de película, como si no los hubiera vivido en primera persona. Por algunas circunstancias, durante mucho tiempo me sentí muy sola. Y cuando uno no cuenta con un ambiente muy estable a su alrededor, se tiende a atraer más cosas negativas todavía.

Digamos que no era una lince en los estudios, no estaba nada centrada; me gustaba más pintar y hablar en clase que atender a la lección de turno. Así que me pasé más tiempo castigada en el pasillo que dentro del aula. Mis continuos fracasos, mi falta de motivación, la inestabilidad familiar, en definitiva, mi situación durante mi infancia y adolescencia, hicieron que creciera con una carencia importante en la autoestima. Durante muchos años dudé seriamente de si llegaría a ser capaz de ganarme la vida porque yo sentía, en realidad, que no servía para nada.

Un domingo cualquiera, cuando tenía quince años, empezó a dolerme la tripa. «Así me libro de ir a clase y de hacer el examen», pensé. Pero pasaban los minutos y ese dolor cada vez era más y más agudo. Llegó un punto en el que no podía soportarlo más. Y, aunque no quería despertar a mi padre, con el que vivía en ese momento, no tuve más remedio que pedirle que me llevara a urgencias. Una vez en el hospital, solo recuerdo que me llevaban de un lado para otro en silla de ruedas. Me hacían una prueba tras otra, pero no daban con el origen del dolor. Yo, mientras, deseaba que pasara lo que tuviera que pasar; si me tenía que morir, que así fuera, pero no podía aguantar más ese dolor tan intenso.

Transcurridas dieciocho horas, y sin resultados concluyentes, decidieron intervenirme. Desperté en la unidad de cuidados intensivos, como si me hubieran dado una paliza. Y a Dios gracias que desperté. Al parecer había sufrido una torsión intestinal y llevaba ya un metro de intestino necrosado cuando por fin decidieron operarme. Un «corta y pega», como yo digo, que supuso para mí un antes y un después.

No estaba siendo la mejor época de mi vida; sin embargo, tras la operación, todo cambió. Mi familia estaba unida, mis profesores en modo amistoso, todo el mundo cuidándome y preocupándose por mí; en resumidas cuentas, todo a mi alrededor parecía extrañamente «estable». Por eso, durante meses, creí que estaba muerta. Sí, lo sé, es un poco peliculero, pero así fue, pensé que estaba viviendo una especie de transición hacia el más allá. Luego las cosas volvieron a torcerse, regresó el drama y pensé: «Oye, parece que no estoy muerta».

Aunque la recuperación fue mucho mejor de lo que se esperaba, nunca volví a estar bien de salud. He padecido mucho de intestino, digestiones muy dolorosas, y podría decir que he pasado la mitad de mi vida metida en el cuarto de baño. Tranquilidad, no voy a entrar en detalles.

A los diecisiete años tuve la oportunidad de estudiar un año en Estados Unidos y ni lo dudé. Para mí, significaba huir, huir lejos de una vida vacía, sin sentido, en la que me sentía fracasada por completo y sin motivación. Cero objetivos y cero autoestima, cero.

Siempre recordaré mi año en Minnesota como el año que me salvó la vida. A mi abuelo, que en paz descanse, le agradezco ese gran regalo. Pensaban que me iba a aprender inglés, pero allí aprendí algo que no se paga con dinero: empecé a creer en mí, empecé a ser consciente de que mis habilidades eran muy valiosas y que no podía seguir siendo una víctima de mis circunstancias. Mis profesores se maravillaban con cada trazo que pintaba, con cada ocurrencia que se me venía a la cabeza. Mi familia americana me llevaba de aquí para allá siempre con un orgullo tremendo y presumiendo de mí como si fuera su propia hija.

Eso sí, durante el proceso de inmersión en esa nueva lengua, en la que prácticamente comenzaba de cero porque ni el hello me lo entendían, tuve mucho tiempo para pensar, para reflexionar y para madurar. Me di cuenta de que no podía cambiar los acontecimientos que me había tocado vivir, pero sí mi actitud ante ellos. Por fin empecé a confiar en mi capacidad para lograr lo que me propusiera. Lo sé, es todo muy de película americana, pero es que no exagero nada cuando digo que allí conseguí darme cuenta de que valía, valía un montón, y que solo me faltaba creérmelo un poquito.

A mi vuelta, mis padres decidieron darse una nueva oportunidad y estar de nuevo juntos. Mentiría si dijera que esa noticia me hizo ilusión. La verdad es que cuando tienes que adaptarte a una serie de cambios, y te ha costado mucho tiempo y esfuerzo conseguirlo, no te apetece nada volver a empezar de cero. Así que regresar a España supuso para mí retroceder atrás en el tiempo, y no fue nada fácil.

Solo puse una condició

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos