El encuadernador

Bridget Collins

Fragmento

Capítulo I

I

Cuando llegó la carta yo estaba fuera, en el campo, atando la última gavilla de trigo. Las manos me temblaban tanto que casi no podía ni hacer el nudo. Aunque era culpa mía que tuviéramos que hacerlo a la vieja usanza, ni por asomo pensaba rendirme a estas alturas; había soportado el bochorno de la tarde, parpadeando para deshacerme de las motas negras que aparecían en mi visión periférica, y ahora que se hacía de noche casi había terminado. Los demás se habían marchado al ponerse el sol despidiéndose por encima del hombro, y me alegraba de ello. Al menos ahora, que estaba solo, no tenía que fingir que podía trabajar al mismo ritmo que ellos. Seguí con lo mío, procurando no pensar en lo fácil que habría sido realizar la tarea con la cosechadora. Había estado demasiado enfermo para revisar la maquinaria... —tampoco recordaba mucho, pues entre los fugaces destellos de lucidez, el verano no era más que ecos, sombras y dolorosas lagunas— y a nadie se le había ocurrido hacerlo. Todos los días me topaba con alguna tarea pendiente; mi padre se había esforzado al máximo, pero no llegaba a todo. Por mi culpa íbamos a ir con retraso el resto del año.

Ceñí bien los tallos en la zona central de la gavilla y la amontoné con las demás. Hecho. Ya podía irme a casa. Pero de pronto las sombras se cernían y daban vueltas a mi alrededor, más oscuras que el violáceo crepúsculo, y me temblaban las rodillas. Me puse en cuclillas, conteniendo la respiración al sentir el dolor en los huesos. No estaba tan fuerte como antes —no era tan malo como los agudos y dolorosos espasmos que durante meses había sufrido de manera impredecible—, pero aun así me sentía igual de frágil que un anciano. Apreté los dientes. Estaba tan débil que tenía ganas de llorar; pero no iba a hacerlo. Incluso si el único ojo que me contemplaba era la redonda luna llena, antes prefería morir.

—¿Emmett? ¡Emmett!

Era Alta, que se abría paso entre las garberas hacia mí, pero me levanté y traté de disipar el mareo parpadeando. Las escasas estrellas que asomaban en el cielo se deslizaban de un lado a otro. Me aclaré la garganta.

—Aquí.

—¿Por qué no le has pedido a uno de los peones que terminara? Mamá se ha preocupado cuando regresaban por el camino y tú no ibas con...

—No tiene de qué preocuparse; no soy un niño. —Me sangraba el pulgar, pues un afilado tallo me había perforado la piel. La sangre sabía a polvo y a fiebre.

Alta vaciló. Un año atrás yo era tan fuerte como cualquiera de ellos. Ahora me miraba con la cabeza ladeada, como si fuera más pequeño que ella.

—No, pero...

—Quería ver salir la luna.

—Cómo no. —La luz del anochecer suavizaba sus facciones, pero aún podía ver la astucia en su mirada—. No podemos obligarte a descansar. Si no te preocupa ponerte bien...

—Hablas como ella. Como mamá.

—¡Porque tiene razón! Con lo enfermo que has estado, no puedes esperar recuperarte rápidamente, como si nada hubiera pasado.

«Enfermo.» Como si hubiera estado languideciendo en la cama con tos, vomitando o cubierto de pústulas. Aun en medio del aturdimiento de las pesadillas, recordaba más de lo que ellos se imaginaban; sabía lo de los gritos y las alucinaciones, los días en los que no podía parar de llorar o los que no conocía a nadie, la noche que rompí la ventana con las manos. Ojalá me hubiera pasado los días vaciando todo el contenido de mis intestinos en un orinal; habría sido mejor que seguir teniendo marcas en las muñecas por las ataduras. Le di la espalda y me dediqué a chuparme el corte en la base del pulgar, toqueteándolo con la lengua hasta que dejé de notar el sabor de la sangre.

—Por favor, Emmett —dijo Alta, y me rozó el cuello de la camisa con los dedos—. Has cumplido con el trabajo de la jornada tan bien como cualquiera. ¿Vienes ya a casa?

—De acuerdo. —La brisa me erizó el vello de la nuca. Alta me vio tiritar y bajó la mirada—. Bueno, ¿qué hay para cenar?

Esbozó una sonrisa que me mostró sus dientes separados.

—Como no te des prisa, nada.

—Vale. Te echo una carrera.

—Vuelve a retarme cuando no lleve corsé.

Su polvorienta falda se arremolinó en torno a sus tobillos al dar media vuelta. Cuando se reía podía parecer una niña, pero los peones habían empezado a rondarla; según cómo le diera la luz, se asemejaba a una mujer.

Le seguí el paso a duras penas, tan agotado que me sentía ebrio. La oscuridad avanzó, congregándose bajo los árboles y los setos, mientras la luz de la luna bañaba con su blancura las estrellas del cielo. Pensé en el agua fría del pozo, cristalina como el vidrio, con minúsculas motas verdes acumulándose en el fondo; o, no, en cerveza amarga y de color ámbar, aromatizada con la mezcla de hierbas especial de mi padre. Eso haría que me durmiera de inmediato, pero era algo bueno; lo único que quería era apagarme como una vela, sumirme en la inconsciencia, sin soñar. Sin pesadillas ni terrores nocturnos, y despertar bajo la límpida luz del sol por la mañana.

El reloj del pueblo dio las nueve cuando abrimos la puerta del patio.

—Estoy famélica —dijo Alta—. Me mandaron a buscarte antes de que pudiera...

La voz de mi madre la interrumpió. Estaba gritando.

Alta se detuvo mientras la puerta se cerraba a nuestra espalda. Nos miramos. Nos llegaron algunas frases sueltas. «¿Cómo puedes decir que...» «No podemos, sencillamente no podemos...»

Me temblaban los músculos de las piernas por mantenerme inmóvil. Extendí el brazo y me apoyé en la pared, deseando que el corazón no me latiera tan deprisa. Un resquicio de luz se filtraba a través de una rendija de las cortinas de la cocina; mientras observaba, una sombra pasó por delante y volvió a pasar. Era mi padre, paseándose de un lado a otro.

—No podemos quedarnos aquí fuera toda la noche —dijo Alta casi en un susurro.

—Seguro que no es nada.

Habían estado discutiendo a lo largo de la semana por la cosechadora y porque nadie la había revisado. Ninguno mencionó que esa tarea era mi responsabilidad.

Un golpe seco; puñetazos en la mesa de la cocina. Mi padre levantó la voz.

—¿Qué esperas que haga?, ¿decir que no? La puñetera bruja nos echará una maldición en cuanto...

—¡Ya lo ha hecho! Míralo, Robert... ¿Y si no mejora nunca? Es culpa de ella...

—La culpa es de él, quieres decir. Si no...

Un agudo pitido me resonó en los oídos durante un segundo, ahogando la voz de mi padre. El mundo resbaló y se enderezó, como si se hubiera sacudido sobre su eje. Me tragué una arcada. Cuando conseguí concentrarme de nuevo, todo estaba en silencio.

—Eso no lo sabemos —dijo mi padre al fin, lo bastante fuerte como para que lo oyéramos—. Puede que lo ayude. Ha estado escribiendo todas las semanas para interesarse por su salud.

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