Stranger Things: A oscuras en la ciudad

Adam Christopher

Fragmento

26 de diciembre de 1984

26 de diciembre de 1984

Cabaña de Hopper Hawkins, Indiana

Jim Hopper trató de reprimir la sonrisa que sentía expandirse por su cara, de pie frente al fregadero, con los brazos sumergidos en agua caliente y jabonosa, viendo por la ventana de la cocina cómo caía la nieve en enormes copos del tamaño de puños.

La Navidad no era una época buena para él, no desde... bueno, desde hacía mucho tiempo. Desde Sara. Hopper lo sabía, lo aceptaba, y durante los seis años —casi siete, ya— que llevaba de vuelta en Hawkins, se había resignado a la creciente sensación de tristeza y añoranza que iba ganando cada vez más fuerza a medida que se acercaban las fiestas.

¿Se había resignado? No, no era eso, no del todo. En realidad, recibía con gusto la sensación, se dejaba abrumar por ella, porque era... fácil. Cómodo.

Y, por raro que sonara, seguro.

Sin embargo, al mismo tiempo, se odiaba a sí mismo por ello, por rendirse, por permitir que la semilla del desespero creciera en su mente todos los años, sin excepción, hasta germinar del todo. Y su odio solo serviría para sumirlo más en la tiniebla, y el ciclo entero se repetía una y otra y otra vez.

Pero eso se había acabado. Ya no más.

Ese año, no.

En realidad, era el primer año en que las cosas eran distintas. Su vida había cambiado, y ese cambio le había permitido ver lo hondo que había caído, en qué se había convertido.

Y todo, gracias a ella. A Jane, su hija adoptiva. Legalmente, oficialmente, su familia.

Jane Hopper.

Once.

Ce.

Hopper notó que la sonrisa crecía de nuevo, tirando con insistencia de las comisuras de su boca. Esa vez no intentó contenerla.

Por supuesto, tener a Ce en casa no significaba que debiera olvidar el pasado, ni mucho menos. Pero sí que tenía nuevas responsabilidades. De nuevo, tenía una hija a la que criar. Y eso implicaba pasar página. Su pasado no había desaparecido, pero por fin podía ponerlo a dormir al fondo de su mente.

Fuera, la nieve siguió cayendo, cubriendo los troncos de los árboles que rodeaban la cabaña con más de medio metro de una suave manta blanca. La radio había asegurado que no era una tormenta y que no había alertas meteorológicas, pero el boletín que Hopper había oído a primera hora de la tarde empezaba a parecerle demasiado optimista. Había anticipado una nevada copiosa por todo el condado, pero en ese momento Hopper se preguntó si habría caído toda en las pocas hectáreas que rodeaban la vieja cabaña de su abuelo. El boletín meteorológico había advertido a los oyentes que, si tenían que viajar... en fin, mejor que no lo hicieran. Quédense en casa. Manténganse calentitos. Termínense el ponche de huevo.

A Hopper le parecía muy buena opción.

A Ce, en cambio...

—El agua está fría.

Hopper espabiló de sopetón y encontró a Ce a su lado, junto al fregadero. La miró y encontró en el rostro de la niña una expresión intensa, interesada, preocupada de que Hopper llevara tanto tiempo fregando los platos que el agua se le había enfriado. Entonces miró sus propias manos, que sacó de la menguante espuma. Las yemas de los dedos parecían uvas pasas y la pila de platos del banquete de sobras de Navidad no se había reducido mucho.

—¿Va todo bien?

Hopper volvió a mirar a Ce. Tenía los ojos muy abiertos, expectantes. Hopper notó que aquella sonrisa volvía a crecer. Mierda, no podía evitarlo.

—Sí, todo va bien —respondió. Extendió el brazo para revolverle su mata de rizos oscuros, pero Ce se apartó con una mueca al sentir el contacto de la mano cubierta de espuma. Hopper se echó a reír, retiró el brazo y cogió el trapo de la repisa. Se secó las manos y señaló con la cabeza hacia la sala de estar—. ¿Has podido hablar con Mike?

Ce suspiró, quizá pasándose un poco de dramatismo en opinión de Hopper, pero... al fin y al cabo, para ella todo seguía siendo nuevo y a menudo, por lo que parecía, desafiante. La miró mientras ella regresaba al sofá, cogía el aparatoso rectángulo que era su nuevo walkie-talkie y se lo tendía, como si de algún modo Hopper pudiera invocar a sus amigos en el éter.

Se quedaron mirándose y, tras unos momentos, Ce meneó impaciente el walkie-talkie.

—¿Qué quieres que haga yo? —preguntó Hopper, echándose el trapo de cocina al hombro—. ¿No funciona? —Cogió el aparato y le dio la vuelta—. No puede ser que se haya quedado sin pilas tan pronto.

—Funciona —dijo Ce—. Pero no hay nadie. —Suspiró de nuevo y sus hombros se hundieron.

—Ah, claro, es verdad —dijo Hopper, recordando que Mike, Dustin, Lucas y Will estaban todos fuera visitando a familiares ese día. La pandilla al completo estaba fuera de alcance del nuevo walkie-talkie de Ce.

La chica recuperó el aparato y trasteó con los controles, encendiendo y apagando una y otra vez el interruptor de volumen, provocando que emanaran breves ráfagas de estática con cada giro.

—Ten cuidado —advirtió Hopper—. Te han hecho un regalo muy bueno.

Entonces torció el gesto al darse cuenta de que el regalo que le había hecho él, nada menos que el Tragabolas (un juego para niños mucho más pequeños que Ce, como Hopper había comprendido con el impacto de un mazazo cuando ella le quitó el envoltorio el día anterior), quedaba a la altura del betún comparado con el walkie-talkie que los chicos le habían comprado juntando dinero.

Por lo visto, tenía muy oxidado el asunto de la paternidad. Había comprado el juego casi sin pensar, porque a Sara le encantaba, y...

Y Ce no era Sara.

Pero Ce no se dio cuenta del malestar de Hopper, concentrada como estaba en el aparato. Él volvió al fregadero, abrió el grifo del agua caliente y se puso a remover el agua de la pileta con una mano.

—Y ayer os lo pasasteis muy bien, ¿verdad? —Miró hacia atrás—. ¿Verdad?

Ce asintió y dejó de hacer chasquear el walkie-talkie.

—Pues eso —dijo Hopper—. Y mañana habrán vuelto todos a casa. De hecho —añadió, cerrando el grifo—, seguro que los encuentras con ese cacharro a última hora de la tarde.

Rellenado el fregadero, Hopper reemprendió su ataque a los platos. Oyó que, a su espalda, Ce volvía a la cocina. Bajó la mirada cuando la niña apareció de nuevo a su lado.

—Oye —dijo mientras cogía un plato del montón y lo sumergía—, sé que te aburres, pero el aburrimiento es bueno, créeme.

Ce frunció el ceño.

—¿El aburrimiento es bueno?

Hopper pensó un momento y confió en llevar la dirección correcta con aquel consejo paterno improvisado.

—Claro que sí. Porque cuando te aburres, es que estás a salvo. Y cuando te aburres, se te ocurren ideas. Y las ideas son buenas. Nunca sobran las ideas.

—Las ideas son buenas —dijo Ce.

N

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