Diccionario de las artes (nueva edición ampliada)

Félix de Azúa

Fragmento

Prólogo a la presente edición

Prólogo a la presente edición

SOBRE ESTA EDICIÓN

Debo a la atención inmoderada que he recibido por parte de Andreu Jaume y Claudio López la renovación de este diccionario. Renovación que no podía afectar al contenido teórico, pues el paso del tiempo no ha hecho sino confirmar nuestras sospechas de hace tres lustros, pero sí al contenido material. Como decía la publicidad de aquel dentífrico que tanto admiraba Nabokov: «Ya que no podemos mejorar la pasta hemos mejorado el tubo».

El tubo se mejora con algunas supresiones y más de una decena de adiciones, las cuales remachan los clavos que aún pudieran quedar flojos, pero sobre todo pretenden alargar el placer literario de quienes (como el que esto escribe) se complacen en la lectura de los juicios particulares sobre asuntos artísticos y culturales. Y cuanto más particulares, mejor. Sobre las obras de arte, el crítico imparcial, justo, neutro, equilibrado y equidistante es incompetente. Sólo la parcialidad y la injusta pasión pueden hacernos vivir una obra de arte o un fenómeno artístico adecuadamente. Por fortuna, y a pesar de los maníacos esfuerzos de Pierre Bourdieu, el ámbito de las artes aún no ha caído por completo en el zoológico de la estadística.

Decía yo en el prólogo a la última edición que me habían asaltado muy fundadas dudas sobre la conveniencia de mantener la bibliografía. Dije entonces, por ejemplo:

Dado el actual ciclo económico de los libros, no hay ensayo que aguante un par de años en los comercios. ¿Para qué proponer, entonces, lecturas imposibles de conseguir fuera de las bibliotecas? Si este diccionario se dirigiera al mundo académico, la bibliografía actuaría como amortiguador de plagios, pero siendo así que sólo busca lectores ajenos al mundo universitario, añadir bibliografía sería algo engorroso e inútil.[1]

Sin embargo, a pesar de tan bellos sentimientos acabé cediendo a la pulsión académica y no sólo mantuve la bibliografía, sino que la puse al día. Hoy, ocho años más tarde, ya no merece la pena. Las consideraciones de entonces sobre la teoría del arte siguen siendo cabalmente actuales y aun con cierta sospecha de obstinación en la deriva, pero en lo que toca a los libros no cabe la menor duda: el mercado ha mejorado inmensamente a favor de la literatura industrial que se renueva cada temporada. Y para la otra ya está internet.

Me asombraba entonces de los infinitos ensayos y artículos aparecidos entre 1995 y 2002 sobre el asunto central de este diccionario que es el acabamiento del Arte. Han bastado ocho años más para que la abundancia se convierta en metástasis. En 2010 parece como si la totalidad de la clientela universitaria y periodística no hubiera dedicado sus fuerzas a otra empresa que la de asumir ese acabamiento y tratar de adivinar cómo se le puede exprimir un poco más. De manera que la bibliografía es ociosa y he optado por suprimirla.

No así los agradecimientos, que reitero en esta reedición. A Francisca Pérez Carreño, Gerard Vilar, Jordi Ibáñez, Chus Martínez, Félix Duque, Juanjo Olives, José Luis Pardo y a tantos más que se esfuerzan por orientar a los aficionados en el extravagante ámbito de la teoría del arte actual, les debo tanto sus conocimientos (que he saqueado) como su amistad, y así lo hago constar. Mención pluscuamperfecta merece Eva Fidalgo, que ha cargado con la penosa tarea de releer, acomodar, enmendar, corregir, ordenar y remediar cuando era posible estas tan abundantes páginas. Para ella, mi más profunda reverencia.

No obstante, en esta lista de agradecimientos falta uno de los nombres que aparecían en la anterior edición, el de Ferran Lobo. Fue mi más querido amigo y mi maestro. Sin él no habría yo osado razonar en un terreno, el de las artes, que no parece necesitado de razones, y, por cierto, esa enigmática paradoja es uno de los asuntos mayores de la teoría, a saber, que la filosofía del arte sea por completo innecesaria pero imprescindible. Fue Ferran quien, primero por medio de Kant y al final de su vida mediante el endiablado Peirce (aunque Heidegger fue una presencia constante), accedió a esbozar en mi cerebro de corcho algunas ideas que habrían merecido un soporte más digno, pero Ferran era ágrafo, militante y radicalmente ágrafo, de manera que su enseñanza se perderá por completo cuando desaparezcamos quienes la recibimos.

Ferran Lobo murió con una dignidad ejemplar hace ya unos pocos veranos. Su ausencia ha sido para mí irreparable y desde que no puedo consultarle mis mayores insensateces, ni él corregirlas, el pensamiento riguroso se ha ido alejando de mis días, incapaz yo de seguirlo sin diálogo. Porque tal es la esencia humanizadora de aquello que antaño se llamó filosofía, apenas concebible sin el trato en vivo, la palabra directa, el círculo de amigos, el contraste y el simposio. Y es el actual alejamiento de los cuerpos, su imparable desaparición fuera de las constricciones del trabajo, la virtualidad del ocio y la masificación funcionarial, lo que ha ido convirtiendo el pensamiento en una afición especializada. Algo así como cantar madrigales a capella.

Me gustaría creer que en estas páginas hay un par de partituras para pequeños grupos de madrigalistas aficionados.

Prólogo a la edición de 2002

Prólogo a la edición de 2002

LO QUE CABE EN UNA DÉCADA

En los algo menos de diez años transcurridos desde que este diccionario se publicó por primera vez, el mundo de las artes se ha consolidado como uno de los espectáculos más populares entre las clases medias de las democracias hipertecnificadas. Hasta dos millones de visitantes se pasearon por las salas de la Tate Modern el pasado año, y ya no hay festival administrativo en el mundo entero que no incluya una exhibición de «jóvenes creadores».

Al releer la presentación que escribí en 1995 he constatado, no sin cierta sorpresa, que las líneas maestras allí indicadas no han hecho sino confirmarse como elementos estructurales y duraderos. Algunos tópicos, como el de que la nuestra es la «época del fin de las artes» (yo prefiero denominarla «época del acabamiento del Arte»), han llegado incluso a los diarios. En algunos países el retraso ha sido considerable. Un estudio divulgativo de la «muerte del Arte» como The Transfiguration of Commonplace, de Arthur C. Danto, tan influyente a partir de 1981, sólo se tradujo en España en 2002. Veinte años d

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