Sócrates Café

Christopher Phillips

Fragmento

Título

I

¿CUÁL ES LA PREGUNTA?

¿Puedo hacerte una pregunta?
Sócrates

Sócrates Café

—¡La psiquiatría es la violación de la musa!

El alboroto me saca de mi ensimismamiento. Estoy sobre un taburete, en medio de unas cuarenta y cinco personas sentadas en bancos y sillas de hierro forjado en el jardín de un café art déco de San Francisco. Es la noche de un martes veraniego y ya hemos pasado el meridiano de nuestra particular reunión semanal. Estamos tratando de responder a la pregunta: «¿Qué es la locura?»

El diálogo comenzó con ejemplos concretos que pronto dieron lugar a muchas otras preguntas. ¿Estaba loco Hitler o era la sociedad de su tiempo la que lo estaba y él se limitó a utilizarla de forma fría y calculadora? ¿Estaba loco Jack London? ¿Y qué decir de Edgar Allan Poe o de Van Gogh? ¿Era la locura la clave de su genio? ¿Está loco todo aquel que sacrifica su salud en aras del arte? ¿O tal vez ese despilfarro sea la esencia misma de la cordura? ¿Es cuerdo arriesgar la vida por algo en lo que se cree, o por algo en lo que no se cree? ¿Está en sus cabales un hombre de negocios que se pasa el día trabajando en algo que en realidad detesta? ¿Está chiflada una sociedad que trata de prolongar indefinidamente la vida de los enfermos terminales, una sociedad que no utiliza con moderación sus recursos naturales? ¿No es una locura tener miles de armas nucleares listas para disparar, un acto que arrasaría el planeta? ¿Estamos locos o es el mundo el que lo está? ¿Qué diferencia hay entre locura, irracionalidad, excentricidad y enajenación? ¿Es posible estar loco y cuerdo al mismo tiempo? ¿Es imposible no estarlo? ¿Es posible estar completamente cuerdo o completamente loco? ¿Cuáles son los criterios para determinar si uno está loco o cuerdo? ¿Existe realmente la locura?

Preguntas y más preguntas. Preguntas que molestan, que provocan, que estimulan, que intimidan. Preguntas que te hacen sentir que has perdido la cabeza. Tanto es así que, a veces, hasta crees que el suelo se mueve bajo tus pies; pero no es un terremoto.

Bienvenidos al Sócrates Café

Aunque estamos en pleno verano, la tarde es fresca. No importa. El jardín rebosa de gente. El variopinto grupo de inquisidores filosóficos —beatniks entrados en años, hombres de negocios, estudiantes, empleados, profesores, quiromantes, burócratas, vagabundos…— se amontona en un lugar enmarcado por la hiedra. En cierto sentido, la reunión se asemeja a un servicio religioso para herejes: lo que nos une es el amor a las preguntas, la pasión por poner en tela de juicio nuestras convicciones más queridas.

Toda la atención se centra en un hombre alto y delgado que despotrica contra los psiquiatras, después de que uno de ellos le dijera, con aire de autoridad, que el único antídoto contra la locura es el tratamiento psiquiátrico. Mientras el psiquiatra en cuestión parece ofendido por esa observación despectiva sobre su profesión, su crítico permanece impasible; es la viva imagen de la serenidad. Tiene unos ojos azules hundidos que parecen mirar hacia adentro y un semblante demacrado en el que brilla un asomo de sonrisa. Lleva el pelo rojo cuidadosamente peinado hacia atrás, excepto un mechón rebelde que le cae sobre la frente. El único sonido que se oye mientras todos lo observamos es el del surtidor del jardín.

—¿Qué quiere decir?, ¿qué es eso de que la psiquiatría es la violación de la musa? —le pregunto.

Me da la impresión de que esperaba que su afirmación nos impactara tanto que no fuéramos capaces de reaccionar. Pero eso no ocurre en el Sócrates Café. Aquí suscribimos la idea de que no basta con el coraje de tener convicciones: hay que tenerlo también para aceptar que los demás las pongan en tela de juicio.

Deja transcurrir unos segundos antes de mirarme. Al fin dice, escogiendo con cuidado las palabras:

—Platón hablaba de un tipo de locura divina que definió como «posesión por las musas». Dijo que esta locura era indispensable para producir la poesía más excelsa. Pero los psiquiatras quieren modificar nuestra conducta, quieren que seamos personas moderadas, quieren destruir nuestra musa.

—Trabajo en un psiquiátrico —salta de pronto un hombre.

En un primer momento pienso que también le ha molestado la crítica a los psiquiatras, pero dice con aire pensativo y una sonrisa a medias:

—Me preocupa mucho el efecto a largo plazo de la medicación antipsicótica. Creo que los psiquiatras tratan de «curar» a los niños que sufren trastornos por falta de atención administrándoles medicamentos que se dispensan a los adultos con una frecuencia alarmante debido a que la sociedad desea controlar la conducta por encima de todo. La moderación es el Dios de nuestro sistema de salud mental. Es algo que me produce escalofríos.

—¿No es mejor estar loco que dejar que maten al artista que hay en ti? —pregunta el hombre de cara demacrada a su inesperado aliado.

—Pero ¿se trata de una elección entre moderación y cordura? —intervengo yo—. ¿Es que se puede estar sólo un poco loco?

En el diálogo Fedón1 de Platón, Sócrates afirma que lo que impulsa al alma a filosofar es una combinación de sensatez y locura, y yo me pregunto si lo mismo se puede aplicar al arte. ¿Es posible atemperar la locura de forma que nos permita tener un contacto más directo con nuestra musa y ser todavía más creativos?

En ese momento empiezo a preguntarme si sé de lo que estoy hablando. Parezco la persona menos indicada para distinguir la locura de la cordura. Me he dedicado mucho tiempo al estrafalario empeño de sacar la filosofía de las universidades para «acercarla» a todo tipo de personas. Casi siempre lo hago desinteresadamente. A primera vista resulta demasiado nuevo, demasiado diferente, demasiado fuera de la norma, demasiado… loco. Ya sea por amor al arte o por ganarme la vida, promuevo debates filosóficos que denomino «Sócrates Café». Voy a bares y cafeterías, centros asistenciales, guarderías, colegios y facultades, centros docentes para niños que requieren atención especial; voy a residencias de ancianos y centros de día. He estado también en una iglesia, en un orfanato y en una prisión. Viajo de un extremo a otro del país —de Memphis a Manhattan, del Estado de Washington a Washington D.C.— para entablar diálogos filosóficos y ayudar a fundar otros Cafés Sócrates. Pago todos los gastos de mi propio bolsillo y me gano la vida aquí y allí por otros medios. A menudo me pregunto si estoy loco, pero eso es lo de menos. No pretendo beneficiarme con esto. No se trata de dinero, sino de vocación.

No promuevo el Sócrates Café para enseñar; lo hago para que me enseñen a mí. En realidad, siempre aprendo más de los demás que lo que ellos aprenden de mí. Cada reunión me permite beneficiarme de los puntos de vista de muchas personas. Incluso podría afirmar que esta loca búsqueda ha puesto a salvo mi cordura, aunque

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