La puerta estrecha

André Gide

Fragmento

Otros podrían haber hecho con ella un libro, pero la historia Ique voy a contar aquí la viví con todas mis fuerzas y consumí en ella mi virtud. Escribiré pues con entera sencillez mis recuerdos, y, si en algunos puntos están hechos girones, no recurriré a la fantasía para remendarlos o unirlos, el esfuerzo que dedicaría a recomponerlos empañaría el placer último que espero encontrar al relatarlos.

Todavía no tenía yo doce años cuando perdí a mi padre. Mi madre, a la que nada ya retenía en El Havre, donde mi padre había sido médico, decidió trasladarse a París, considerando que allí podría finalizar yo mejor mis estudios. Alquiló, cerca del Luxembourg, un pequeño apartamento, que miss Ashburton vino a compartir con nosotros. Miss Flora Ashburton, que ya no tenía familia, había sido primero institutriz de mi madre, después su compañera y pronto su amiga. Yo vivía al lado de aquellas dos mujeres de aspecto igualmente dulce y triste, a las que solo puedo recordar vestidas de luto. Un día, y creo que bastante después de la muerte de mi padre, mi madre sustituyó con una cinta malva la cinta negra del sombrero que llevaba por las mañanas.

—¡Oh, mamá! —exclamé yo—. ¡Qué mal te sienta este color!

Al día siguiente había vuelto a ponerse la cinta negra.

Mi salud era delicada. Si la solicitud que mi madre y miss Ashburton dedicaban a prevenir mi fatiga no hizo de mí un perezoso, es porque me gusta de veras el trabajo. En cuanto empieza el buen tiempo, las dos se convencen de que ha llegado el momento de sacarme de la ciudad, en la que palidezco. Hacia mediados de junio, nos marchamos a Fongueusemare, en las cercanías de El Havre, donde mi tío Bucolin nos recibe todos los veranos.

En un jardín no muy grande, ni muy bonito, sin nada en particular que lo distinga de otros jardines normandos, la casa de los Bucolin, blanca, de dos pisos, se parece a muchas de las casas de campo del penúltimo siglo. Abre una veintena de amplias ventanas a la fachada que da al jardín, orientada hacia el este, y otras tantas en la parte posterior; no hay ventanas en las fachadas laterales. Las ventanas están formadas por pequeños cuadrados: unos, recientemente sustituidos, parecen demasiado claros entre los viejos, que parecen, en comparación, verdes y opacos. Algunos tienen defectos que nuestros parientes llaman «burbujas»; el árbol que se ve a través de ellos se descoyunta; el cartero, al cruzar tras ellos, adquiere bruscamente una joroba.

El jardín, rectangular, está rodeado de muros. Forma, delante de la casa, un espacio cubierto de césped, bastante amplio y sombreado, rodeado por una avenida de arena y grava. Por este lado, el muro desciende, para dejar ver el patio de la granja que rodea el jardín, limitado por una avenida de hayas, como es usual en la región.

Detrás de la casa, hacia poniente, el jardín se expande con más libertad. Una avenida, adornada de flores, ante los espaldares que miran al sur, queda al abrigo de los vientos marinos gracias a una espesa cortina de laureles de Portugal y de árboles. Otra avenida, que corre a lo largo del muro del norte, desaparece bajo las ramas. Mis primas lo llamaban «el camino negro» y no querían aventurarse por él después del crepúsculo. Estos dos caminos conducen al huerto, que prolonga el jardín hacia abajo, tras descender unos peldaños. Después, al otro lado del muro, horadado al fondo del huerto por una puertecilla secreta, se encuentra un bosquecillo, en el que desemboca, por la derecha y por la izquierda, la avenida de hayas. Desde la escalinata que da a poniente, la mirada, por encima del bosquecillo, reencuentra la meseta y admira las mieses que la cubren. En el horizonte, no muy lejos, la iglesia de un pueblecito y, al anochecer, cuando el aire está tranquilo, el humo de algunas casas.

Todos aquellos hermosos crepúsculos estivales, después de la cena, nos encaminábamos al «jardín bajo». Salíamos por la puerta secreta y llegábamos a un banco de la avenida desde el que se domina un poco la región. Allí, cerca del techo de rastrojo de una marguera abandonada, se sentaban mi tío, mi madre y miss Ashburton. Ante nosotros, el pequeño valle se llenaba de bruma y el cielo se doraba por encima del bosquecillo lejano. Después nos demorábamos en el fondo del jardín ya en sombras. Volvíamos a la casa, encontrábamos en el salón a mi tía, que casi nunca salía con nosotros… Para nosotros, los niños, la velada terminaba ahí, pero a menudo estábamos todavía leyendo en nuestras habitaciones, cuando oíamos subir a los demás.

Casi todas las horas del día que no pasábamos en el jardín las pasábamos en la «sala de estudio», el despacho de mi tío en el que se habían instalado pupitres escolares. Mi primo Robert y yo trabajábamos lado a lado y, detrás de nosotros, Juliette y Alissa. Alissa tiene dos años más y Juliette un año menos que yo; Robert es el menor de los cuatro.

No son mis primeros recuerdos lo que pretendo escribir aquí, sino solo aquellos que se relacionan con esta historia. De hecho puedo decir que empezó el año de la muerte de mi padre. Tal vez mi sensibilidad, exacerbada por nuestro luto, y, si no por mi propio pesar, al menos por la visión del pesar de mi madre, me predisponía a nuevas emociones. Yo había madurado precozmente, y, cuando volvimos aquel año a Fongueusemare, Juliette y Robert me parecieron mucho más jóvenes, pero, al volver a ver a Alissa, comprendí bruscamente que los dos habíamos dejado de ser unos niños.

Sí, fue el año de la muerte de mi padre, y lo que confirma mi recuerdo es una conversación que sostuvieron mi madre y miss Ashburton, inmediatamente después de nuestra llegada. Entré de modo inesperado en la habitación donde mi madre estaba hablando con su amiga. Se trataba de mi tía; mi madre se indignaba de que no se hubiera puesto de luto o de que se lo hubiera quitado ya. (A decir verdad, se me hace tan difícil imaginar a mi tía Bucolin de negro como a mi madre con un vestido claro.) El día de nuestra llegada, por lo que puedo recordar, Lucile Bucolin llevaba un vestido de muselina. Miss Ashburton, conciliadora como siempre, intentaba tranquilizar a mi madre:

—Al fin y al cabo —argüía con timidez—, el blanco también es color de luto.

—¿Y también es «de luto» el chal rojo que llevaba por los hombros? ¡Flora, a veces me sacas de quicio! —exclamaba mi madre.

Yo solo veía a mi tía durante los meses de vacaciones y sin duda el calor del verano justificaba los vestidos ligeros y generosamente escotados que siempre le vi. Y, más incluso que el ardiente color de los echarpes con los que se cubría los hombros desnudos, lo que escandalizaba a mi madre eran los escotes.

Lucile Bucolin era muy hermosa. Un pequeño retrato suyo que he conservado me la muestra tal como era entonces, con un aire tan juvenil que se la hubiera tomado por la hermana mayor de sus hijas, sentada de lado, en aquella postura que le era habitual: la cabeza inclinada sobre la mano izquierda, cuyo meñique se doblaba con un gesto afectado hacia los labios. Una redecilla de gruesas mallas retiene la masa de sus cabellos espesos, medio recogidos en la nuca, y en el escote, pendiendo de una cinta de terciopelo negro, un medallón de mosaico italiano. El cinturón de terciopelo negro, con gran nado flotante, y el sombrero de paja ligera y ala muy ancha, que ella ha colgado en el respaldo de la silla, acentúan su aspecto juvenil. La mano derecha, caída, sostiene un libro cerrado.

Lucile Bucolin era criolla. No había conocido o había perdido muy pronto a sus padres. Mi madre me contó, más adelante, que, abandonada o huérfana, había sido recogida por el pastor Vautier y su esposa, que todavía no tenían hijos y que, al marcharse poco des

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos