Peter y Wendy

J.M. Barrie

Fragmento

cap-1

Peter y Wendy:
La vida eterna de Peter Pan

Para Teo, porque yo sé que viene

de los jardines de Kensington

Esta es la historia de una novela que no iba a ser escrita. Y que cuando se escribió, decepcionó al público, que tenía otras expectativas. Pero hoy es el libro traducido a más idiomas del mundo después de la Biblia. Y Peter Pan es probablemente uno de los personajes de ficción que más se han recreado en cine y literatura, siempre con tanta pasión como si fuera un personaje propio. Se ha dicho de Peter Pan que es «un fenómeno extraordinario», «una presencia que damos por hecho en nuestras vidas» y que «nos sentimos como si todos lo hubiésemos escrito». Aunque la mayoría del público le recuerda como el niño pícaro y alegre que plasmó Walt Disney en su película de 1953, Peter Pan ha tenido, tiene y tendrá muchas vidas. Las primeras, las que le otorgó su creador, James Matthew Barrie, hoy prácticamente sepultado bajo el brillo de su criatura, sin duda la más eterna en el imaginario colectivo.

En 1911, cuando se publicó Peter y Wendy, Peter Pan ya era famoso. Primero, había aparecido en la novela El pajarito blanco, donde era un bebé que vivía con las aves. Luego, se convirtió en ídolo de masas como el adolescente protagonista de la obra teatral de más éxito del Londres de principios del siglo XX, Peter Pan o el niño que no quería crecer. El personaje era prácticamente tan famoso como su autor, J. M. Barrie, un escocés de origen humilde que tras la publicación de varios best sellers y el éxito de obras de teatro como Quality Street era toda una celebridad. Rico, respetado y presencia habitual en crónicas periodísticas y ecos de sociedad, el público le rogaba que siguiera escribiendo sobre Peter Pan, que les contara más de sus aventuras, de su porvenir… Pero Barrie lo tenía muy claro. A pesar de que otros escritores hubieran cogido «prestado» a su personaje y se lucraran con pantomimas, álbumes ilustrados, secuelas apócrifas o cuentos de hadas, a él le importaba poco que lo recrearan manos ajenas: no tenía intención alguna de novelar su obra de teatro. La revista The Bookman, de hecho, llegó a afirmar que «al señor Barrie se le ha pedido en varias ocasiones que escriba una obra narrativa o libreto de su inmortal obra infantil, pero se ha negado rotundamente en todas ellas».

Por eso la aparición de Peter y Wendy en 1911 —nueve años después de la primera irrupción de Peter Pan en la literatura— fue uno de los eventos más notorios de la era eduardiana, la Belle Époque británica que aunó los años de inocencia, hedonismo y despreocupación previos a la Primera Guerra Mundial. Y es que el revuelo fue considerable. ¿Por qué habría decidido Barrie publicar, por fin, esta novela? Y, además, ¿por qué no parecía contar nada nuevo, aunque a la vez era tan distinta de la obra teatral? ¿Por qué a casi nadie le gustaba, a pesar del furor que despertaba el personaje? ¿Por qué era tan extraña, e incluso desasosegante? Mezcla de géneros e intenciones, y sin dirigirse a un público objetivo claro, enseguida comenzaron a salir copias que satisfacían los deseos del público. Versiones que «corregían» la reescritura de Barrie y que, en general, simplificaban la voz de un narrador que fluctuaba entre niño, adulto, moralista, melancólico y a quienes muchos definían —más bien— como la voz de un novelista mediocre y cursilón. Un tono tan sentimental (a la par que sabio, único e irrepetible) que incluso despertó la necesidad, entre periodistas y críticos, de crear un adjetivo concreto para él: barriesque.

Estas reescrituras (y gradualmente, también la novela de Barrie) se editaron como Peter Pan y Wendy o, en la mayor parte de los casos, como Peter Pan a secas. No fuera a ser que se confundiera al chico con un Peter cualquiera, sin apellido de deidad griega y, ni mucho menos, que la chica del título le quitara protagonismo.

La novela que Barrie nunca quiso escribir, pues, se desprendió enseguida de su verdadero título, y también de las palabras y reflexiones de su versión original. Algo que al escritor, más que ofenderle, le pareció un triunfo. Y es que todo formaba parte, en realidad, de una estrategia. Un plan que tenía que ver con lo que Barrie denominaba «el enigma de la existencia» de su criatura predilecta, el niño eterno por antonomasia, Peter Pan.

LOS ORÍGENES: «TODOS LOS NIÑOS CRECEN, MENOS UNO»

Hijo de un tejedor y de un ama de casa amante del folklore, James Matthew Barrie nació en 1860 en el pueblo escocés de Kirriemuir. Apasionado de las novelas de piratas e islas desiertas desde edad muy temprana, cuando tenía seis años, su hermano David —de trece— murió en un accidente de patinaje sobre hielo. Una tragedia que postró en cama a su madre y que Barrie trató de mitigar suplantando al muerto, vistiéndose con sus ropas e imitando su voz, mientras su madre echaba la culpa a las hadas. En la mitología celta, los mundos feéricos se asociaban al secuestro y a la muerte, y las hadas, lejos de ser dulces y hermosas, eran criaturas extrañas y aterradoras que robaban a los niños del mundo real para sustituirlos por sus propios hijos, deformes y mucho menos listos que los humanos.

El Barrie niño creía poder convencer a su madre de que él era tan válido como David. Pero nunca consiguió reemplazarle porque su hermano, al morir, había alcanzado la asombrosa virtud de permanecer eternamente joven, siempre perfecto en el recuerdo. En Margaret Ogilvy, la biografía novelada de su madre que le consagró como escritor y le integró definitivamente en la crème de la crème de los círculos literarios londinenses, Barrie contaba que «cuando yo me había convertido en un hombre, él seguía siendo un niño de trece años».

Lo de convertirse en hombre no acababa de convencer a Barrie. Bajito, de voz aflautada y aspecto aniñado, parecía haberse dejado bigote para simular la edad adulta. Sus diarios de juventud y primeras novelas giran en torno al conflicto entre la responsabilidad forzada y el anhelo por la inmadurez («el terror de mi infancia fue saber que llegaría el momento en el que tendría que dejar de jugar») y al horror que le suponían las relaciones de pareja. Cuando Barrie se divorció de su esposa, la actriz Mary Ansell, ella alegó públicamente la no consumación del matrimonio, una acusación que él nunca se molestó en rebatir, a pesar de los rumores que —como es lógico— se suscitaron. Barrie, que se caracterizaba por una ironía e ingenio poco comunes, y que conseguía hechizar a todo tipo de audiencias, decía preferir la compañía de niños que la de mayores, declarando sin pudor que a sus mejores amigos los había conocido en un parque de Londres por el que paseaban las niñeras con los hijos de las familias bien, los jardines de Kensington.

Una tarde de 1900, Barrie caminaba con su perro Porthos por este parque cuando se fijó en unos niños vestidos con capas rojas. Eran los hermanos Llewelyn Davies, inteligentes y descarados, que enseguida se deslumbraron ante el hombrecillo con acento raro que les hablaba de hadas, islas desiertas y piratas. A raíz de varios encuentros, Barrie pronto se introdujo en la vida familiar, convirtiéndose en íntimo amigo de los padres, Arthur y Sylvia, y en el más ferviente comp

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