Fortunata y Jacinta

Benito Pérez Galdós

Fragmento

cap-1

I

UNAS NOTAS PRELIMINARES

SOBRE EL REALISMO

Enfrentarse a lo contemporáneo es, quizá, el punto de partida estético más importante del realismo. Bien lo sabían Galdós y Clarín, y para constatarlo basta echar una ojeada a las «Observaciones» galdosianas de 1870, verdadero manifiesto del realismo en España, o al canónico ensayo «El libre examen y nuestra literatura presente», que Alas incluyó como columna vertebral de su primer libro de crítica literaria, Solos de Clarín (1881). En ambos textos se afirma que la nueva novela debe enfrentarse a «la vida contemporánea»[1] (Clarín) o al «maravillosos drama de la vida actual»[2] (Galdós). Al aire de la revolución del 68 el mundo moderno irrumpe en la novela española, que necesitará el impacto de la escuela naturalista de Zola para consolidar dicha irrupción, que en Francia —siempre el referente de la literatura española del siglo XIX— se había producido después de 1848, por la vía de la novela (Flaubert con los antecedentes de Stendhal y Balzac), de la poesía (Baudelaire, leído magistralmente en este sentido por Walter Benjamin), de la pintura (Courbet) e incluso de la filosofía (Proudhon), quien, por cierto, tanto entusiasmó al joven Galdós, que en la «Revista de la semana» del domingo 24 de diciembre de 1865 para la Revista del Movimiento Intelectual de Europa califica de «extraordinaria» la Philosophie de l’Art del pensador que había fallecido a comienzos de ese mismo año.[3]

El artista realista es un pintor de la vida moderna. Así lo entiende Baudelaire en Le peintre de la vie moderne (11-12, 1863), donde en el capitulillo «El croquis de costumbres», tras aludir a Balzac, señala el genio de naturaleza mixta que debe tener el pintor de costumbres, añadiendo:

Observador, flâneur, filósofo, llámese como se quiera; pero, sin duda, os veréis inducidos para caracterizar a este artista, a gratificarle con un epíteto que no podríais aplicar al pintor de cosas eternas, o, al menos más duraderas, cosas heroicas o religiosas. Algunas veces es poeta; más a menudo se aproxima al novelista o al moralista; es el pintor de la circunstancia y de todo lo que en ella hay de eterno.[4]

El artista que pinta las costumbres contemporáneas y que hace añicos las clasificaciones retóricas tradicionales («los patrones» que las novelas de Galdós desde La desheredada transgreden, como señala repetidamente Clarín) se interesa por el universo inédito y vulgar que le rodea, tal y como postula Baudelaire, quien propone, como hace el joven Galdós, una estética de la originalidad, de la modernidad. Desde las páginas de la Revista del Movimiento Intelectual de Europa y de La Nación, Galdós expone la fascinación que sobre él ejerce la ciudad, su vida pública y moral, la vida doméstica, la arquitectura humana, el trasiego vital:

El conjunto de los habitantes de Madrid es sin duda revuelto, sordamente sonoro, oscilante y vertiginoso. Pero coged la primera de esas sabandijas que encontréis a mano, examinadla con el auxilio de un buen microscopio: ¿veis qué figura?... ¿no os parece que tiene los rasgos suficientes en su fisonomía para ser tan individual como vos y yo? Y si pudierais con ayuda de otro microscopio examinar su interior, su fisonomía moral, su carácter, ¡cuántas cosas extraordinarias se presentarían a vuestros ojos! Y si de algún modo os fuera fácil enteraros del pasado, de la historia, de los innumerables detalles monográficos de cada uno: ¡qué de maravillas se presentarían a vuestra observación! Veríais hombres de treinta, de cuarenta y de cincuenta años devorados por toda clase de pasiones; hombres de veinticinco que razonan con la glacial serenidad de un sexagenario, y viejos de setenta que declaman con la apasionada verbosidad de un mozalbete. Observaríais las variadísimas manifestaciones de la locura, de la pasión, del capricho; locos de genio, amantes por travesura, celosos de oficio, monomaniacos de ciencia, de galanteo, de negocios; misántropos por desengaño, por gala y por fastidio; hombres graves, hombres desheredados; hombres frívolos, hombres viperinos, felinos y caninos; individuos, en fin, unidades, caracteres, ejemplares.[5]

El texto galdosiano, como las reflexiones baudelairianas, son exigencias de modernidad. Proudhon, en Sobre el principio del arte y sobre su destinación social (1865), también reivindica un arte de la modernidad, necesario en un doble sentido: para el presente, por su función pedagógica, y para el futuro, por su papel informativo. De este modo el realismo, arte de la modernidad, es también el arte, la novela —en el caso que nos ocupa—, que escribe la historia contemporánea. Desde Balzac, la novela representa y analiza una historia en curso, porque la novela realista es un modo de conocer los mecanismos sociales y el funcionamiento del mundo contemporáneo. En el Avant-propos de La Comédie humaine (1942), Balzac define su obra narrativa como «la historia y la crítica de la sociedad, el análisis de sus males y la discusión de sus causas». Y no en balde los Goncourt escriben en su Diario del 24 de octubre de 1864 que «los historiadores son los narradores del pasado; los novelistas, los narradores del presente».[6]

Este andamiaje de ideas es el que nutre las numerosas reflexiones galdosianas que van a desembocar en las «Observaciones» de 1870, pero también es el que anida en el diapasón crítico que Clarín utiliza para analizar Doña Perfecta en las columnas de El Solfeo (3-10-1876). La primera reseña que Clarín lleva a cabo de una novela galdosiana, aunque está notablemente mediatizada por la excelente reflexión sobre el género novela que había planteado Urbano González Serrano en su artículo sobre Doña Perfecta publicado en El Imparcial (31-7-1876), presenta dos rasgos que parecen sacados de la naturaleza que Baudelaire adjudicaba al pintor de la vida moderna. El primero es la advertencia de que los mejores novelistas españoles «comienzan a tratar la vida moderna». El segundo rasgo es complementario del anterior: estos novelistas, a cuya cabeza está Pérez Galdós, transparentan la vida contemporánea con un «verdadero realismo que, dejando lo puramente accidental y elevándose a considerar lo temporal y transitorio en su fundamento, sabe tratar dignamente los asuntos comunes y ordinarios, porque adivina en ellos y luego estudia lo que tienen de trascendental y eterno».[7]

A partir de La desheredada este empeño se intensificará. Clarín la lee desde la horma del naturalismo con el sello particular de la personalidad de Galdós y advierte de lo magistral de la pintura de «los sucesos anónimos, no preparados por nadie, traídos por la marea de la vida, que son parte muy principal en el destino de todos los hombres» [La desheredada, 95]. En efecto, Galdós había aprendido en Zola, en L’Assommoir (1877), a acrecentar el efecto de realidad, sustituyendo —lo digo con palabras de Stephen Gilman (Galdós y el arte de la novela europea, 1867-1887) quien invoca la autoridad de Harry Levin— el porqué de Balzac por el cómo de Zola. No siendo obstáculo para que Galdós siga —por unos singulares derroteros— esta mutación el camino que Zola le expresaba epistolarmente (22-3-1885) a uno de sus más leales seguidores, Henry Céard,

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