Bartleby, el escribiente

Herman Melville

Fragmento

Introducción

INTRODUCCIÓN

Aguarde, estoy ocupado

Bartleby, el escribiente parece un relato pensado y escrito para que lo leyera Kafka. Pero sólo lo parece. Cuando Herman Melville publicó el cuento, en el invierno de 1853, faltaban veintisiete años para que Kafka naciera. Y, por otra parte, ni naciendo llegó a conocer la existencia del relato, de modo que nunca sabremos si habría o no quedado estupefacto al verse de pronto transportado a un abismo que pertenecía a su propio mundo. Lo más probable es que con el cuento de Melville se hubiera exaltado y divertido y extrañado tanto como dicen que se exaltó, divirtió y extrañó con aquel genial fragmento de Jakob von Gunten, de Robert Walser, que una tarde, acompañándose de felices carcajadas,[1] le leyera en voz alta a su amigo Brod.

Que ni naciendo se enterara Kafka de la existencia del copista Bartleby no impide que los subalternos que describía con tanta precisión —los que aparecen en El proceso, por ejemplo— semejen copias de aquel escribiente y empleado de Wall Street, copias del copista más célebre de la historia de la literatura universal, es decir, de Bartleby. Hay más de un fragmento kafkiano que podría pasar por ser del cuento de Melville, como este mismo, sin ir más lejos: «A menudo, el funcionario dicta en voz baja, en voz tan baja que el escribiente no puede oírlo si se queda sentado y por lo tanto debe levantarse para oír lo que se dicta, sentarse rápidamente y escribirlo, luego detenerse de nuevo y así. Es bien extraño todo ello, incluso casi incomprensible».

Casi incomprensible es también ese subalterno prekafkiano llamado Bartleby que jamás habla si no es para contestar; el empleado que, a base de corrosivas pausas, se toma mucho tiempo para sí mismo; el que jamás ha sido visto leyendo, ni tan siquiera una hoja de periódico; el que, durante prolongados lapsos, se queda de pie tras un biombo mirando hacia fuera en dirección a la pared de enfrente, al muro de ladrillo de Wall Street, ya a principios del XIX el barrio donde más se concentraban los negocios de la ciudad de Nueva York; el que nunca bebe cerveza, ni té ni café, como los demás; el que jamás ha ido a ninguna parte, pues vive en la oficina, incluso pasa en ella los domingos; el que nunca ha dicho quién es, ni de dónde procede, ni si tiene parientes en este mundo; aquel al que cuando se le pregunta dónde ha nacido, o se le encarga un trabajo, o se le pide que cuente cualquier cosa sobre él (para así saber por fin algo sobre él), responde que preferiría no hacerlo: I would prefer not to.

Pero en honor a la verdad hay también que decir ahora lo opuesto: los subalternos de Kafka se parecen a Bartleby y al mismo tiempo pueden parecernos lo más diferente que hay a éste. Mirémosles bien: entre ellos y Bartleby se da la misma relación que entre la Nada y una actividad frenética, un tipo de relación que Kafka definió con exactitud en un fragmento que lo dice todo sobre las relaciones entre ficción y realidad. Un fragmento que, aunque tan sólo ya fuera por su capacidad de síntesis y por la llamativa inteligencia de quien supo sintetizar de ese modo, incluso podría un día por sí solo suplir, por entero, a la historia de la literatura universal (en el caso, claro está, de que esa historia se hubiera perdido): «Clavar una mesa con habilidad paciente y minuciosa y al mismo tiempo no hacer nada, y no en forma que se pueda decir: “para él clavar no es nada”, sino “para él clavar es un verdadero clavar y al mismo tiempo nada”, con lo cual incluso el clavar sería aún más audaz, aún más decidido, aún más real y, si quieres, aún más loco».

Melville publicó Bartleby, el escribiente en 1853, coincidiendo con un momento en el que no podía sentirse más bajo de ánimo, ya que no sólo su obra maestra, Moby Dick, había sido del todo incomprendida y muy injustamente había fracasado (algo lógico, por otra parte, porque en ella Melville proponía, de un modo muy innovador, ensanchar la respiración de las novelas), sino que Pierre o las ambigüedades, el libro que había publicado a continuación —caótico melodrama en el que a última hora incluyó una serie de alusiones a su fracaso con Moby Dick— fue leída como la prueba evidente de su declive y desvarío, hasta el punto de que la reseña que The New York Day Book le dedicó se titulaba «Herman Melville loco». Tal vez por aquella feroz crítica como por las otras penalidades por las que atravesó su vida en aquellos días, algunos han querido ver en el personaje de Bartleby a un alter ego de Melville, al copista deprimido que todo el rato se estaría preguntando si frente a la escritura ha de decantarse por la renuncia, o, quizás al contrario, por continuar.

Seguir o no seguir (o quién sabe si en realidad seguir y no seguir): tal podría ser la cuestión que rodea a Bartleby. Pero podría también ser[2] que no fuera para nada en el personaje del copista de Wall Street donde el autor se hubiera ido viendo reflejado mientras escribía el cuento, sino más bien —a medida que se adentraba en la narración— en el hombre que cuenta la historia y que tan conmovido lo hace por las dudas cada vez más íntimas que le crea la trama. Si aceptamos esta posibilidad —la de que mientras escribía Bartleby, el escribiente pudo sentir el autor algo así como un alejamiento en su identificación con el copista para pasar a identificarse con el desconcertado narrador—, tal vez entonces logremos incluso detectar el momento en que pudo tener lugar este trasvase, esa reidentificación del autor: el instante en que por primera vez el abogado siente que se ha quedado desarmado ante su extraño empleado. De hecho, éste es un momento memorable para aquel lector que lo detecta y que sabe hacerse a la idea de que probablemente el narrador, queriendo contar la historia de un tal Bartleby y la historia de su renuncia como escribiente, fue siendo abducido por el personaje del abogado. De ese abogado que, al narrar, apela al «sentido común» (en mi opinión, ese sentido podría ser incluso lo peor que hay en el mundo) y va descubriendo, con el natural asombro, que el relato mismo le ofrece tímidas esquirlas de entusiasmo narrativo, que dejan ver mínimos pero suficientes espacios a los que poder asomarse para observar y estudiar si es verdaderamente razonable preferir no hacerlo. En otras palabras, si es en verdad razonable renunciar a narrar cuando él mismo está pasándolo muy bien redescubriendo que hay un placer intrínseco en la escritura, y aún más en la aventura —inédita en su vida— de juzgar la actitud de una persona tan inocente como Bartleby.[3]

A veces hasta imagino la escena: Melville, que lleva ya unas cuantas páginas centrado en la descripción detallada de la depresión de su copista, descubre de pronto que escribir acerca de esto le anima en realidad cada vez más a no renunciar a la escritura y por tanto a renovar su fe en ella. Es una imagen que puede parecernos paradójica, pero que no debería parecérnoslo tanto si

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos