Viaje a Portugal (Edición ilustrada con fotografías)

José Saramago

Fragmento

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Prohibido destruir nidos y escribir prólogos

Homenaje a José Saramago

A José Saramago no le gustan los prólogos. Es una de las primeras cosas que le oí decir, cuando nos vimos, por vez primera, en Lisboa, hace ya muchos años, y cuando nos regaló —a Marisa, mi mujer, y a mí— precisamente Viaje a Portugal. Incluso las líneas iniciales de este viaje ponen en guardia contra los prólogos, inútiles si la obra no los exige e indicio de su debilidad, si los necesita.

No escribiré, pues —y probablemente nadie me lo pediría—, una introducción a El año de la muerte de Ricardo Reis, quizá el libro de Saramago que más me gusta, entre otros tantos suyos tan amados; ni a ninguna de sus novelas. Pero el viaje —en el mundo y sobre el mapa— es por sí mismo una especie de continuo prólogo, un prólogo a algo que siempre está por llegar y que se esconde detrás de las esquinas. Partir, detenerse, volver atrás, hacer y deshacer las maletas, anotar en un cuaderno el paisaje que pasa, se deshace y se descompone, mientras uno lo cruza, como una secuencia cinematográfica con sus apariciones y desapariciones de imágenes, o como un rostro que cambia con el paso del tiempo. Y después retocar, suprimir y reescribir algunas notas, en ese continuo viaje de la realidad al papel y viceversa que es la escritura, incluso en este sentido muy similar al viaje. Este último, escribe Saramago en el epílogo, siempre recomienza, tiene que recomenzar siempre como la vida, y cualquier anotación es un prólogo. Viaje a Portugal desmiente la idiosincrasia de su autor. Porque tiene una presentación y una apostilla. Todo texto auténticamente poético —y el Viaje lo es en grado sumo— va más allá de quien lo escribe. Ésta es, por otra parte, una prueba de su grandeza.

Saramago viaja por Portugal, pero al mismo tiempo por el interior de sí mismo y no solo, como él dice, porque Portugal es su cultura. Es en el mundo, en el espejo de las cosas y de los demás hombres, donde se encuentra a sí mismo, como aquel pintor del que habla una parábola de Borges, que pinta paisajes, montes, árboles, ríos y, al final, se da cuenta de que de esta forma ha retratado su propio rostro. Todo auténtico viaje es una odisea, una aventura, cuya gran pregunta es si se pierde o si se encuentra atravesando el mundo y la vida, si se aferra el sentido o se descubre la insensatez de la existencia. Desde los orígenes y desde aquel que quizá sea el mayor de todos los libros, la Odisea, literatura y viaje aparecen estrechamente vinculados, en una análoga exploración, destrucción y recomposición del mundo y del yo. Un reconocimiento de la realidad que, en su fidelidad, se torna invención e inventa incluso al yo viajero, un personaje literario.

Viaje a Portugal es un fascinante ejemplo de lo que estoy diciendo. El viajero se mueve, como en la vida, en medio de una mezcla de programación y de azar, mitad prefijadas y mitad imprevistas digresiones que lo llevan a otra parte. Se equivoca de camino, vuelve atrás, cruza ríos y riachuelos; duda sobre qué cosas visitar y qué cosas dejar sin visitar, porque también viajar, como escribir y como vivir, es ante todo dejar cosas sin hacer, optar. Se detiene ante monumentos gloriosos, grandes personajes y obras maestras del arte —la admirable descripción de los cuadros y, sobre todo, de las iglesias, cinceladas y pulidas por el viento y por los siglos—, pero también ante los rostros de las personas que encuentra o vislumbra un solo instante, en los que se lee una historia individual y, al mismo tiempo, colectiva, como las mujeres de Miranda do Douro, que no recuerdan haber sido jóvenes, o los rostros del Alentejo, curtidos por las antiguas luchas sociales.

El viajero recoge historias, célebres o desconocidas, se detiene ante el perfume de una mimosa que saca del olvido una mísera callejuela de cualquier pequeña ciudad. Presta atención a los colores, a las estaciones, a los olores, a las plantas, a los animales, superando a menudo el umbral entre naturaleza e historia —atravesar fronteras es el oficio del viajero— y descubriendo que también ésta, como todas las fronteras, es algo precario. «¿Dónde está la frontera?», se pregunta, y esta pregunta que también yo me he planteado tantas veces, vagabundeando a lo largo del Danubio y en mis microcosmos, no se refiere sólo a la frontera entre España y Portugal.

Cuando cruza esta frontera, entre España y Portugal, el viajero admira los peces que, en una orilla nadan en el Douro y en la otra, en el Duero, pidiéndoles consejo, quizá recordando que san Francisco predicó a los salmones, quizá para convertirlos e inducirlos a aceptar su destino de ser pescados y comidos. Protagonistas de este viaje son también, en bellísimas páginas, el esplendor de las aguas del río que encuentran las del mar, las luces de la playa, el resplandor de la cascada, la soledad de la laguna, el fragor del océano contra los acantilados, la música que evoca un inmenso silencio, el oro del atardecer que se cierne en las llanuras cercanas a Serpa, las piedras románicas más humildes de las que nacía una gran obra de arte, porque «los constructores eran conscientes de estar erigiendo la casa de Dios».

Pero en este libro, que siento extraordinariamente cercano a mi continuo vagabundear por el mundo y con la imaginación, el viaje abarca no sólo el espacio, sino sobre todo el tiempo. Es experiencia de su plenitud y de su fugacidad y, a la vez, guerrilla contra esta última, deseo de retener el atardecer que huye y que mañana no será el mismo, de detener el tiempo y de mantenerlo controlado vagabundeando por el espacio. El viaje, como dice el título de Gadda, tiene que ver con la muerte y, por eso, aferra momentos tan intensos de la vida y se fascina, en un espléndido pasaje del libro, ante una prohibición, so pena de fuerte multa, de destruir nidos. Prohibición que creo que José Saramago aprueba mucho más todavía que la de escribir prólogos.

Para comprender el mundo realmente, el viajero paradójicamente debería detenerse, hacerse sedentario, participar a fondo en la vida que atraviesa y deja atrás. Yo, que viajo continuamente, siempre pensé que el viajero es alguien que debería ser residente, pero radicado en muchos lugares. El viaje no se acaba jamás, pero los viajeros, es decir, nosotros, sí. Este viajero portugués dice, en un determinado momento, que ha estado en el barrio de Alfama, pero confiesa que no sabe qué es Alfama. También nosotros estamos en la vida sin saber qué es la vida.

CLAUDIO MAGRIS

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Presentación

Malo es que una obra precise un prólogo que la explique, malo es también que un prólogo presuma de tanto. Acordemos, pues, que esto no es un prólogo sino aviso simple o prevención, como aquel recado último que el viajero, en el umbral y puestos ya los ojos en el horizonte próximo, deja aún a quien quedó cuidándole las flores. Diferencia, si la hay, es no ser éste el aviso último, sino el primero. Y no habrá otro.

Resígnese, pues, el lector a no disponer de este libro como una guía vulgar, o un rutero que se lleva

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