Dios salve a Texas

Lawrence Wright

Fragmento

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1

Los encantos naturales

Mi amigo Steve utilizó el adjetivo «sutil» mientras viajábamos en mi furgoneta desde Austin a San Antonio bajo una suave llovizna en una tibia mañana de mediados de febrero. Con esa palabra quería resumir el placer que uno experimenta al contemplar el paisaje de Texas. Se trata de un deleite sutil, que exige atención y observación, aunque, en realidad, en ese preciso instante, ante nosotros se extendía una interminable hilera de centros comerciales, entre los que serpenteaba la autopista interestatal. La sutileza es una cualidad que raramente sale a la luz cuando se habla de Texas, así que rumié esta idea durante unos momentos.

Hay algunos paisajes ideales para caminar, pues se revelan de manera tan íntima que el viajero debe dedicar tiempo a asimilarlos. Otros se aprecian mejor desde un coche, a una velocidad razonable. Y, por último, hay algunos que han de rebasarse a la mayor velocidad posible. En mi opinión, una gran parte de Texas entra en esta última categoría. Hasta Steve considera que Texas es el lugar «donde todo viene a extinguirse» —el Sur, las Grandes Llanuras, México o las cordilleras del Oeste estadounidense—; todo se difumina al llegar a Texas, cae en un anticlímax final, despojado de toda la gloria de la que hace gala cualquier otro lugar. Sin embargo, en el corazón de Texas existe otro tipo de paisaje que se ajusta idóneamente al ciclista que avanza a ritmo de trote, dejando atrás el aroma de las flores silvestres y el trino del ruiseñor del Hill Country. Llevábamos las bicicletas en la parte de atrás de la furgoneta, y nos dirigíamos a explorar cinco misiones españolas a lo largo del río San Antonio, recientemente nombradas Patrimonio de la Humanidad. (Steve es Stephen Harrigan, amigo íntimo desde hace muchos años y distinguido novelista que actualmente está escribiendo una historia de Texas.)

Nos detuvimos en un Buc-ee’s, en las afueras de New Braunfels, para comprar Gatorade para el viaje. Se trata probablemente del minimercado más grande del mundo, un tipo de plusmarca a la que solo Texas podría aspirar. Es asimismo la mayor gasolinera del mundo, con ciento veinte surtidores y ochenta y tres aseos que, en al menos una ocasión, han sido merecedores del galardón Mejor Aseo de Estados Unidos. Las vallas publicitarias anuncian así el lugar: «Las dos principales razones para parar en Buc-ee’s son la número uno y la número dos. Y nuestros aseos: no te lo crees hasta que mees».

Sin embargo, gasolina y váteres no son los atractivos definitorios de Buc-ee’s. La joya de la corona es Texas en sí o, al menos, los objetos materiales que personifican el estado en el imaginario de mucha gente, como hebillas gigantescas, barbacoas, música country, botas Kevlar que imitan la piel de serpiente, señales hechas de cuerda (un lazo dispuesto en la forma de alguna palabra, por ejemplo howdy,[2] y pegado encima de un tablero con la bandera americana), pistoleras (pero no pistolas), camisetas (Have a Willie Nice Day),[3] pegatinas para la parte de atrás del coche (Don’t Mess With Texas),[4] cualquier tipo de objeto con la forma del mapa del estado y libros de temas texanos (hay, entre otros, todo un estante con ejemplares de la novela superventas de Steve, Las puertas de El Álamo).

Últimamente se ha popularizado una imagen en camisetas, pegatinas y medidores de whisky, que consiste en un cañón de color negro acompañado de la leyenda Come and Take It.[5] La provocativa cita tiene una larga historia que se retrotrae a la batalla de las Termópilas, pues así respondió Leónidas I, rey de Esparta, a la exigencia de su homólogo persa, Jerjes, de que los griegos depusieran las armas. En Texas, estas palabras aluden a una batalla librada en 1835, que inauguró la revolución texana, cuando las fuerzas mexicanas marcharon sobre el puesto fronterizo del sur de Texas de Gonzales, a fin de recuperar un pequeño cañón de bronce que se había prestado a la ciudad para defenderse de los nativos. Los desafiantes gonzaleños izaron una tosca bandera, hecha con un vestido de novia, que se ha convertido en emblema del movimiento por el derecho a portar armas. El político conservador Ted Cruz, por ejemplo, llevó una insignia con esta bandera durante los largos discursos que pronunció en el Senado estadounidense contra los gastos en sanidad en 2013.

En Buc-ee’s, el aspirante a texano puede equiparse de pies a cabeza no solo con ropa y complementos, sino con las poses culturales y filosóficas que conforman los estereotipos regionales, como el individualismo del vaquero, cierto carácter amigable pero a la vez receloso, un patriotismo exacerbado pero que a la vez planta cara a cualquier autoridad gubernamental, el agravio a flor de piel y la nostalgia por un pasado ideal que es fundamentalmente un invento hollywoodiense; en otras palabras, una sociedad pedestre que encuentra su máxima expresión en las gasolineras de las autopistas interestatales.

He vivido en Texas la mayor parte de mi vida y he llegado a apreciar lo que este estado simboliza, tanto para sus habitantes como para quienes lo ven desde fuera. Los texanos se consideran personas seguras de sí mismas, trabajadoras y a prueba de manías y neurosis, una síntesis de las mejores virtudes estadounidenses. Los foráneos ven en Texas el ello freudiano de Estados Unidos, un lugar en el que corren en libertad los impulsos más prohibidos y desaforados. Muchos estadounidenses creen que el texano celebra el individualismo irreflexivamente y ve en el Gobierno una especie de kriptonita que no hace sino debilitar el músculo empresarial. Se nos acusa de bravucones y manirrotos, de vivir el día a día sin preocupaciones; se nos tiene por algo crédulos pero peligrosos si nos enfadamos, no del todo seguros de lo que hacemos pero obsesionados con el poder y el prestigio. En efecto, es irónico que la figura que mejor encarna los valores que la mayoría asocia con nuestro estado sea la del narcisista y multimillonario neoyorquino que se sienta en la actualidad en el Despacho Oval.

Evidentemente, dichas características también pueden resultar muy atractivas. Texas lleva décadas creciendo a un ritmo espectacular. El único estado más poblado que Texas es California, pero el número de texanos se habrá doblado para 2050 hasta alcanzar los 54,4 millones, casi tantos habitantes como los de California y Nueva York juntos. Tres ciudades texanas —Houston, Dallas y San Antonio— figuran entre las diez más pobladas del país. La undécima es Austin, la capital estatal, donde residimos Steve y yo. Es, además, desde hace cinco años, una de las que más rápidamente crecen del país. El área metropolitana cuenta ya con más de dos millones de habitantes, nada que ver con la pequeña ciudad universitaria a la que vinimos a vivir Steve y yo hace muchos años.

Hay un algo teatral en ser texano. Las botas, las camionetas, las pistolas, la actitud… todo ello forma parte del estereotipo, pero constituye también una farsa. Las opciones estéticas relacionadas con el estilo a la hora de vestir o con el tipo de vehículo a motor que suele verse en el estado refuerzan la identidad del texano, pero también la alienación del extraño.

Sobre el antiguo estereotipo van construyéndose otros nuevos —el

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