El regreso de Quetzalcóatl

Juan Miguel Zunzunegui

Fragmento

El regreso de Quetzalcóatl

TE PRESENTO A MI QUETZALCÓATL

Este libro es atrevido y también intrépido. Es extraño, quizás lo más extraño que he escrito junto con El Evangelio según Luzbel, de hecho, se parecen mucho. En aquel conté toda la historia de la existencia desde el Big Bang hasta el fin de los tiempos, pasando por toda la aventura humana de manera muy compasiva. Ese libro que pretendía ser de historia terminó hablando también de ciencia, filosofía, religión, misticismo y ese misterio al que llamamos Dios. Termina con el fin del mundo y una segunda oportunidad para la humanidad.

Pero México no tiene una segunda oportunidad. Más bien, ya ha tenido demasiadas que ha desperdiciado. Nuestro país ha elegido siempre el sendero de la destrucción. Eso es terrible, no por nuestro casi inminente suicidio colectivo, sino por el desperdicio existencial. Detrás de toda nuestra oscuridad, hay una luz inconcebible para nosotros; una grandeza que se deriva de nuestras dos grandes raíces: Mesoamérica y España.

De Mesoamérica tenemos la magnificencia maya, el esplendor zapoteca, la majestuosidad teotihuacana, la nobleza de los toltecas y la iluminación de grandes místicos. De España tenemos la mezcla de docenas de pueblos euroasiáticos: iberos, celtas, vascos, griegos, romanos, germanos y árabes, la fusión de tres religiones, la sabiduría de grandes filósofos, la nobleza de los caballeros y la valentía de los aventureros de los océanos. Heredamos las glorias de Roma, la tradición clásica grecolatina y la tradición judeocristiana. Nuestras raíces no tienen por qué pelear quinientos años después de su violento encuentro.

México ha sido la historia de un pueblo valiente, guerrero, heroico, creativo, artístico, sabio. También ha sido la historia de un pueblo que lucha contra sí mismo a la menor provocación y destruye siempre sus caminos hacia la grandeza. Nuestro país surgió del encuentro de culturas más intenso, poderoso y contrastante de la historia de la civilización, precisamente por haberse desarrollado en mundos completamente distintos y separados. No es sencillo integrar ese choque tan potente. Llevamos medio milenio desperdiciado.

Todos sabemos que el eterno problema de México ha sido su división. Incluso quien guste de aferrarse a la infantil versión oficial de un México grandioso que llevaba tres mil años de existencia hasta que fue conquistado por España, tendría que aceptar que esa supuesta conquista se habría dado justamente por la falta de unidad.

No nos unimos como sociedad a lo largo de los trescientos años de virreinato, porque la igualdad y la integración nunca fueron el objetivo de las sociedades monárquicas de aquellos tiempos. No lo era en España como no lo era en Mesoamérica. No nos unimos porque esa sociedad estaba de hecho basada en la distinción de clase y casta. En doscientos años de vida independiente, con el nuevo país bajo nuestra responsabilidad, tampoco logramos esa unidad e integración. Tristemente ha sido así porque tampoco nos lo hemos propuesto hasta hoy.

Divididos obtuvimos la independencia, que se gestó más por los azares de las tormentas políticas y bélicas en Europa, que por un verdadero movimiento emancipador bien planeado y ejecutado. Detrás del mito de una sola guerra de independencia de once años, está la realidad de dieciséis años (1808-1824) de guerras intestinas con intrigas, venganzas y traiciones.

Comenzamos nuestra vida independiente fragmentados no sólo por la casta y clase, sino por ideas y grupos de poder: insurgentes e iturbidistas, monárquicos y republicanos, centralistas y federalistas, conservadores y liberales. Nunca mexicanos, siempre una etiqueta de odio y división.

Divididos como estábamos en grupos de poder que, con nobles banderas como discurso, siempre buscaron privilegios en exclusiva, nunca fuimos capaces de dialogar por un bien nacional. Tiene sentido: durante los tres siglos de virreinato hubo una elite privilegiada y un pueblo desposeído, con muy poco en medio. Ya independientes, los antiguos favorecidos se aseguraron sus fueros y permanecer arriba, mientras que los de abajo lucharon siempre con la bandera de la igualdad cuando sólo pretendían cambiar el orden en la ecuación de la desigualdad.

Así, divididos, enfrentamos el nacimiento en una era de conquista e imperialismo, y al no poder nunca organizarnos a causa de la fragmentación, fuimos siempre botín de los poderosos del mundo. Divididos nos encontraron los franceses en su invasión de 1838, y de igual manera estábamos para recibir la invasión norteamericana de 1847. Divididos nos enfrentamos en una guerra civil con un gran componente de odio, y divididos vimos cómo Napoleón III nos imponía a Maximiliano.

Divididos y fragmentados seguimos durante el porfiriato, pero sometidos todos por el puño de hierro del hombre. Con odio y división nos enfrentamos a otra guerra civil, una de veinte años a la que los ideólogos posteriores convirtieron en revolución. La unión, siempre con autoritarismo, otro rasgo tan mexicano, fue el proyecto de Plutarco Elías Calles y Álvaro Obregón; pero la división, para poder ser más autoritario aún, fue el proyecto de Lázaro Cárdenas. La división institucional fue el sistema político que surgió de la llamada revolución.

El autoritarismo y los discursos nacionalistas nos mantuvieron en relativa paz entre 1934 y 1970, pero, con el inicio de la decadencia y descomposición del PRI, volvió la eterna guerra entre mexicanos. Cuando comenzamos a jugar a la democracia en 1989, o el año 2000, según se quiera ver, descubrimos lo intolerantes y radicales que somos con los que no piensan como nosotros.

Divididos, intolerantes, radicales y con rencor comenzamos a hacer nuestros primeros devaneos con la democracia, y por eso muy pocos años después hemos comenzado a destruirla. Hablo en plural, porque el país, aunque nos pese y no seamos capaces de entenderlo, es una unidad. De entre todos los mexicanos sólo un grupo ha salido realmente beneficiado de nuestra eterna división: los políticos, los profesionales del conflicto en este país.

México ha dejado pasar muchas segundas oportunidades, y estoy seguro de que nos enfrentamos a la última. Mi regreso de Quetzalcóatl es un recorrido histórico, filosófico, místico y espiritual por parte de nuestro pasado mesoamericano, para ofrecer una historia de nosotros mismos basada en la unidad.

Es un libro atrevido, intrépido y extraño, pues trata de verlo todo desde una mirada amplísima que abarca a toda la humanidad, que pasa de la historia a la filosofía y de ahí a la religión y el misticismo para volver a la historia. Va de Teotihuacán a Roma, del mundo maya al valle del Nilo, de Mesoamérica a la India, de la toltequidad a la filosofía griega y, ante todo, del pasado que debemos superar al presente en que tenemos una última oportunidad para tratar de vislumbrar el futuro.

A través del relato del mito y la historia de la Serpiente Emplumada, este libro pretende recorrer y es

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