Metrópolis

Ben Wilson

Fragmento

Introducción. El siglo de las metrópolis

Introducción

El siglo de las metrópolis

Hoy mismo, en el transcurso de un solo día, la población urbana mundial se ha incrementado casi en doscientas mil personas. Mañana ocurrirá también, y pasado mañana, y seguirá ocurriendo en el futuro. En 2050, dos tercios de la humanidad vivirán en ciudades. Estamos asistiendo a la mayor migración de la historia, la culminación de un proceso que se ha extendido a lo largo de seis mil años y que nos habrá transformado en una especie totalmente urbanizada a finales del presente siglo.[1]

Cómo vivir, y dónde, es una de las preguntas más importantes que podemos hacernos. A ella le debemos gran parte del conocimiento de la historia y de nuestra propia época. Desde los primeros asentamientos mesopotámicos, alrededor del año 4000 a. C., las ciudades han actuado como gigantescos centros de intercambio de información. De la interacción dinámica de la gente en las metrópolis densas y atiborradas han brotado las ideas y las técnicas, las revoluciones e innovaciones que han marcado el rumbo de la historia. En el año 1800, la gente que habitaba las grandes áreas urbanas no era más del 3 o el 4 por ciento de la población total del mundo, pero el efecto que esta exigua minoría ejerció en el desarrollo global fue enorme. Las ciudades han sido siempre los laboratorios de la humanidad, los viveros de la historia. Atraído por el poder magnético de la urbe —como tantos otros millones de personas cada semana— comencé a investigar y a escribir Metrópolis con la premisa de que tanto nuestro pasado como nuestro futuro están ligados, para bien y para mal, a la ciudad.

Me sumergí en este tema tan amplio, polifacético y desconcertante justo al mismo tiempo en que se estaba produciendo un renacimiento urbano espectacular que traía consigo unos desafíos sin precedentes para el tejido urbano. A principios del siglo XX la ciudad tradicional era un lugar repleto de pesimismo, no de esperanza. La voraz metrópolis industrial aprisionaba a sus habitantes, envenenaba sus cuerpos y sus mentes, provocaba la fractura social. En la segunda mitad del siglo, la respuesta a los horrores de la industrialización alcanzó su punto álgido: todo parecía encaminarse hacia una diáspora más que hacia un proceso de concentración. Las grandes metrópolis mundiales, como Nueva York o Londres, experimentaron un gran descenso en su población. Los automóviles, los teléfonos, los billetes baratos de avión, el flujo ininterrumpido de capital a lo largo y ancho del planeta y, más tarde, internet, nos permitieron expandirnos y deshacer el nudo del centro de la ciudad, tradicionalmente abigarrado y bien atado. ¿Quién necesitaba de redes sociales urbanas teniendo redes sociales virtuales ilimitadas? Los centros de negocios, campus, edificios de oficinas y centros comerciales localizados en las afueras relegaron a un segundo plano los centros de las ciudades, que quedaron así a merced de la delincuencia y el deterioro. Sin embargo, en los últimos años del pasado siglo y las primeras décadas del nuevo milenio se invirtieron por completo las predicciones.

Este proceso se aprecia especialmente en lugares como China, donde algunas ciudades antiguas y otras de nuevo cuño empezaron a crecer, espoleadas por los más de cuatrocientos cuarenta millones de inmigrantes procedentes del medio rural que no han dejado de afluir a lo largo de tres décadas y por la fiebre constructora de rascacielos. Las ciudades recuperaron en todo el mundo su lugar central en la economía. Más que contribuir a la diáspora, la economía del conocimiento y las comunicaciones ultrarrápidas fueron un acicate, y las grandes compañías, los pequeños negocios, las empresas emergentes y los trabajadores autónomos acudieron volando como las abejas de una colmena. Las innovaciones artísticas y tecnológicas suceden cuando los expertos se agrupan: los seres humanos progresan cuando comparten el conocimiento y colaboran y compiten cara a cara —en particular, en lugares que facilitan el flujo de información—. Las ciudades que antaño atrajeron a las grandes empresas de manufacturas o manejaron parte del mercado mundial compiten hoy en día por las mentes más brillantes.

La dependencia del capital humano y los beneficios económicos de la densidad de población en las sociedades posindustriales está reconfigurando las metrópolis modernas. Las ciudades exitosas están transformando economías enteras, como demuestra el tan envidiado crecimiento liderado por las grandes urbes chinas. Cada vez que un área dobla su densidad de población, su productividad aumenta entre un 2 y un 5 por ciento: las energías que albergan las ciudades nos convierten en seres más competitivos y emprendedores desde el punto de vista colectivo. No es solo la densidad de población la que hace que esa fuerza aumente, sino también el tamaño.[2]

Uno de los mayores desafíos a los que se ha enfrentado el planeta en las tres décadas anteriores ha sido el alarmante alejamiento de las ciudades con respecto a sus propios países. La economía global se ha decantado en favor unas pocas ciudades y regiones asociadas con estas: hacia 2025, cuatrocientas cuarenta ciudades con una población total de seiscientos millones (el 7 por ciento de la población mundial) representarán la mitad del producto interior bruto del planeta. Ciudades de mercados emergentes como São Paulo, Lagos, Moscú y Johannesburgo producirán, ellas solas, entre un tercio y la mitad de la riqueza total de sus respectivos países. Lagos, con un 10 por ciento de la población de Nigeria, agrupa el 60 por ciento del comercio y de la industria del país; si declarara la independencia y se convirtiera en una ciudad Estado, sería el quinto país más rico de África. En China, el 40 por ciento de la economía del país la generan tres megaciudades y sus regiones. Esto no es nuevo. De hecho, lo que estamos viendo es el retorno a una situación bastante habitual durante la mayor parte de la historia: el desmesurado papel que representan las ciudades estrellas en los asuntos humanos. En la antigua Mesopotamia o en la Mesoamérica precolombina, durante el ascenso de la polis griega o el apogeo de la ciudad Estado medieval, un selecto grupo de metrópolis monopolizó el mercado y sobrepasó a los estados nacionales.

Esta discrepancia entre las grandes ciudades y sus países que se ha dado a lo largo del tiempo no ha sido solo de índole económica. El éxito acelerado de las metrópolis se debe a su capacidad para absorber el talento y la riqueza de zonas menos favorecidas. Dominan la cultura y, al igual que las ciudades históricas, se caracterizan más que nunca por una diversidad sin parangón con la de otros lugares. La proporción de residentes nacidos en el extranjero en algunas de las más poderosas metrópolis actuales oscila entre el 35 y el 40 por ciento. Más jóvenes, mejor educadas, más ricas y más multiculturales que el resto de la población de sus países, las ciudades globales tienen más cosas en común entre ellas que con ellos. En muchas sociedades modernas la división más profunda no la determina la edad, la raza, la clase o la oposición entre lo urbano y lo rural, sino la q

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