La cuestión palestina

Edward W. Said

Fragmento

cap-2

Prefacio a la edición de 1992

Este libro se escribió entre 1977 y 1978 y se publicó en 1979. Desde entonces han ocurrido muchas cosas, incluida la invasión israelí del Líbano en 1982, el inicio de la Intifada en diciembre de 1987, la crisis y la guerra del Golfo en 1990 y 1991, y la convocatoria de una conferencia de paz para Oriente Próximo a finales de octubre y principios de noviembre de 1991. Si a esta extraordinaria mezcla de acontecimientos se añaden sucesos tales como los profundos cambios acaecidos en la Europa del Este y la disolución de la Unión Soviética, la liberación de Nelson Mandela, la independencia de Namibia, el final de la guerra de Afganistán, y, por supuesto, ya en el ámbito regional, la revolución iraní y sus secuelas, el resultado es que estamos en un mundo nuevo, aunque no por ello menos peligroso y complejo. Y, sin embargo, de manera extraña y lamentable, la cuestión palestina sigue sin resolver y sigue pareciendo tan insuperable como ingobernable.

Dos décadas después del Septiembre Negro (1970), los principales rasgos de la vida palestina continúan siendo la desposesión, el exilio, la dispersión, la privación de derechos (bajo la ocupación militar israelí), y —en ningún caso en último lugar— la resistencia extraordinariamente generalizada y tenaz frente a tales penalidades. Miles de vidas perdidas y muchas más irreparablemente dañadas no parecen haber mermado el espíritu de resistencia que caracteriza a un movimiento nacional que, pese a sus numerosos avances a la hora de obtener legitimidad, visibilidad y un enorme apoyo para su gente asombrosamente contra todo pronóstico, no ha descubierto un método para detener o frenar la implacable tentativa israelí de apoderarse de cada vez más y más territorio palestino (además de otro territorio árabe). Pero la discrepancia entre los importantes avances políticos, morales y culturales, por una parte, y, por la otra, el monocorde bajo continuo de la enajenación de tierras, constituyen hoy el núcleo del dilema palestino. Calificar esta discrepancia de irónica en términos estéticos no equivale en absoluto a reducir o trivializar su fuerza. Antes al contrario: lo que para muchos palestinos representa, o bien una crueldad incomprensible del destino, o bien un indicador de lo pésimas que son sus perspectivas de resolver sus reivindicaciones, puede entenderse precisamente si se considera la ironía como un factor constitutivo de sus vidas.

PARADOJA E IRONÍA: LA OLP Y SU ENTORNO

Después de la guerra del Golfo, el secretario de Estado norteamericano James Baker realizó una serie de ocho viajes a la región y estableció satisfactoriamente las principales directrices de una conferencia de paz encaminada a resolver el conflicto árabe-israelí en general y el componente palestino-israelí de dicho conflicto en particular. Parece ser que en los estados árabes que visitó, todos los altos funcionarios con los que habló le dijeron que no cabía esperar ninguna mejora en las relaciones —básicamente inexistentes— de los estados árabes con Israel mientras no se abordara en serio la cuestión palestina. Sin embargo, al mismo tiempo todos los estados árabes de la coalición mostraban su rechazo a la OLP, los palestinos de los Territorios Ocupados experimentaban dificultades aún mayores debido a la interrupción de los fondos procedentes del Golfo, y la situación de los palestinos residentes en los estados del Golfo se hacía precaria. De manera especialmente dramática, toda la comunidad palestina de Kuwait afrontaba graves tribulaciones, y la tortura, la deportación, las detenciones arbitrarias y las ejecuciones sumarias estaban a la orden del día. Dejando aparte las incalculables pérdidas materiales para esta comunidad y para quienes dependen de ella en los Territorios Ocupados, estaba el hecho adicional de que las restauradas autoridades kuwaitíes anunciaron que no se permitiría volver a los residentes palestinos que habían abandonado Kuwait durante la ocupación iraquí, dejando así a cientos de miles de refugiados en una Jordania ya seriamente agobiada. Los que se quedaron se enfrentan ahora a duras medidas, entre ellas nuevas deportaciones y encarcelamientos.

Así, la pretendida centralidad moral y política de la cuestión palestina en el discurso oficial árabe se ve cuestionada por la relación real entre los palestinos como personas de carne y hueso, comunidad política y nación, por una parte, y los estados árabes, por la otra. Esta particular contradicción nos retrotrae a 1967, puesto que el surgimiento del movimiento palestino tras la guerra de junio se vio alimentado por el deseo de compensar la pésima actuación de los ejércitos árabes contra Israel. En un importante sentido, pues, la crítica y casi abrasiva relación entre la actividad palestina y el sistema estatal árabe es estructural, no secundaria. El auge de la OLP a finales de la década de 1960 trajo consigo actitudes tales como una atrevida franqueza, un insólito y nuevo cosmopolitismo en el que figuras como Fanon, Mao y Guevara se introdujeron en el lenguaje político árabe, y la audacia (quizá incluso presunción) propia de un movimiento político que se presentaba como capaz de hacer las cosas mejor que muchos de sus benefactores y patrocinadores.

Pero no deberíamos malinterpretar esta relación estructuralmente crítica y hablar de ella solo como una relación antitética. Es cierto que, cuando pensamos en el conflicto entre el ejército jordano y los grupos guerrilleros palestinos en 1970 y 1971, o en los diversos combates entre la OLP y el ejército libanés a principios de la década de 1970, o en las terribles matanzas de Sabra y Chatila en 1982, o en el actual antagonismo entre la OLP, Egipto, Arabia Saudí, Kuwait y, por supuesto, Siria, las tensiones implícitas realmente parecen haber adoptado formas dramáticamente desagradables. Pero existe toda una dimensión distinta que también debe ser recordada. Cualquier palestino sabe que su principal base de apoyo es árabe y que su lucha se da en un contexto abrumadoramente árabe e islámico. Así pues, no es menos importante en esta relación crítica la simbiosis y la solidaridad entre las causas árabe y palestina, el modo en que, por ejemplo, Palestina ha llegado a simbolizar lo mejor y más vital de la tradición de cooperación, la energía dramática y el espíritu panárabes.

Pero también aquí la paradoja y la ironía son evidentes. No cabe duda de que la OLP posterior a Shukeiri que durante dos décadas ha pasado a estar dominada por Yasir Arafat al principio se veía a sí misma como un movimiento arabista en el sentido nasserista. Pero ya desde un primer momento la organización se implicó en al menos otros tres, y quizá hasta cuatro o cinco círculos o ámbitos de influencia regional e internacional, no todos ellos congruentes entre sí, ni todos ellos básicamente similares. El primero fue el golfo Pérsico, que desde 1948 ha tenido un papel central en la economía y la demografía del avance palestino. Esto no solo comportó la perspectiva política en gran parte conservadora de muchos de los gobernantes de los países del Golfo, en un acercamiento a la OLP que duró años, sino también dos otros factores, cada uno de los cuales supuso una inflexión ideológica de carácter significativo: el dinero y el islam sunní. El segundo fue la Revolución iraní de 1979, y el inmediato vínculo forjado entre el régimen de Jomeini y la OLP. Esto supuso el importante apoyo estatal para Palestina de una rama no árabe del islam shií, vinculado a un cuasimilenarismo en extremo inestable que se vería alarmantemente reflejado en la formación de sectores entre los miembros de la OLP. Y si la convergencia iraní no bastaba, quedaba un tercer elemento, el eslabón orgánico entre la lucha palestina y la mayoría de los movimientos progresistas de oposición en el seno del mundo árabe, desde los marxistas, nasseristas y grupos musulmanes egipcios hasta toda una serie de partidos, grandes y pequeños, personalidades y corrientes de opinión en la región del Golfo, el Creciente Fértil y el norte de África.

El cuarto, y particularmente llamativo, es el mundo de los movimientos de independencia y liberación. Un día, la historia de intercambio y apoyo entre la OLP y grupos tales como el Congreso Nacional Africano (CNA), la Organización Popular de África del Sudoeste (SWAPO), los sandinistas y los grupos revolucionarios iraníes contra el sha, formará un extraordinario capítulo en la lucha del siglo XX contra las diversas formas de tiranía e injusticia. Nada tiene de sorprendente que Nelson Mandela, por ejemplo, afirmara públicamente que la oposición al apartheid y la adhesión a la causa palestina representaban esencialmente un esfuerzo común, ni lo tiene tampoco que hacia finales de la década de 1970 no hubiera una sola causa política progresista que no se identificara con el movimiento palestino. Asimismo, cuando se produjo la invasión libanesa y la Intifada, Israel había perdido ya prácticamente toda la primacía política de la que antaño había gozado: ahora era Palestina y su gente las que se alzaban con la superioridad moral.

Lo importante de todas estas confluencias, a menudo desconcertantes, no es que funcionaran mal o bien, sino el mero hecho de que funcionaran, considerando el enorme número de fuerzas extremadamente desestabilizadoras latentes en las relaciones entre los palestinos y una serie de estados árabes. Aun así, y como sostengo en este libro, cabe interpretar grandes tramos de la historia desde 1970 como derivados de coyunturas que primero se mantienen, después se dejan de lado con animosidad y recriminación, para luego a veces reactivarse. La relación palestino-jordana a principios de la década de 1970 fue profundamente antagónica, con una gran pérdida de vidas y propiedades; más o menos una década después se había vuelto cordial, por más que cautelosa, con una entente jordano-palestina lo suficientemente beneficiosa para las dos como para permitir una reunión en Ammán del Consejo Nacional Palestino (CNP) en 1984, la idea de una delegación conjunta palestino-jordana en la ONU, y hasta la confederación y una delegación conjunta en las negociaciones de paz de 1991-1992. La presencia de Siria en el movimiento ha sido igualmente oscilante, aunque no siempre tan comprensiva: varias reuniones del CNP se celebraron en Damasco, y en los primeros días de la guerra civil libanesa hubo una alianza militar; pero desde que las relaciones se agriaron, a principios de la década de 1980, no se han restablecido. Con Egipto e Irak nunca ha habido conflicto armado, pero sí serios altibajos, el más reciente de los cuales ha enemistado a la OLP y El Cairo, en parte debido a la alianza de la OLP con Irak, que se inició mucho antes del 2 de agosto de 1991, y que vino motivada por el distanciamiento con respecto a la postura de apoyo a Palestina por parte de los principales estados árabes a mediados de la década de 1980. En cuanto al Líbano, aquí la historia es realmente enmarañada, con los representantes de los estados árabes, Irán o Israel, además de las milicias y partidos locales, engatusando o combatiendo activamente a los palestinos, que fueron expulsados oficialmente en 1982 y que (en el momento de redactar estas líneas) han regresado de nuevo, aunque adaptándose con dificultad al Líbano posterior a Taif administrado en la práctica por el ejército sirio.

Dos temas emergen de esta historia de cambios en un entorno extremadamente incierto pero inevitablemente apasionante. El primero es la ausencia de un aliado estratégico del nacionalismo palestino. El segundo complementa en cierta medida al primero, a saber, la presencia indudable durante décadas de una voluntad política palestina relativamente independiente. Y, de hecho, el camino, enormemente intrincado, recorrido por el movimiento nacional palestino sugiere que esa voluntad fue arrebatada del entorno. Así, en la cumbre de Rabat de 1974, celebrada inmediatamente después de la guerra de octubre, se calificaba a la OLP como «el único representante legítimo del pueblo palestino». En la reunión del CNP mantenida en 1984 en Jordania, la idea que se celebraba era que, tras la funesta implicación palestina con el ejército sirio en el norte del Líbano, los palestinos podían mantener una reunión del Consejo Nacional pese a la proximidad de Siria y las pretensiones de su líder de ostentar la hegemonía de la estrategia regional. Pero el ejemplo más notable del ejercicio de independencia palestino fue la reunión del CNP celebrada en 1988 en Argel, durante la cual se forjó un compromiso histórico para los palestinos, que ahora veían su lucha por la autodeterminación localizada en una Palestina dividida; al mismo tiempo, en Argel se declaraba también un Estado palestino guiado por una serie de principios constitucionales ilustrados y absolutamente laicos.

CAMBIOS Y TRANSFORMACIONES

Creo que no debemos menospreciar la impresionante generosidad de la visión, la audacia de determinados pasos y la valentía de ciertas formulaciones que han ido surgiendo en la medida en que se ha ido forjando poco a poco la voluntad palestina. En otras palabras, no ha sido una cuestión solo de que los palestinos se adaptaran a la realidad, sino, a menudo, de anticiparse de hecho o de transformar dicha realidad. Por la misma regla de tres, sería un error negar los efectos educativos del contexto internacional en el carácter de la política palestina.

El resultado más apreciable de esos efectos internacionales fue, obviamente, la transformación de un movimiento de liberación en un movimiento de independencia nacional, ya implícita en 1974 en la idea del CNP de un Estado y una autoridad nacional. Pero hubo otros cambios importantes, como la aceptación de las resoluciones 242 y 338 de las Naciones Unidas (innecesariamente estigmatizadas por parte de los oradores palestinos como la maldad encarnada durante casi una generación), un período de realineamiento con Egipto después de Camp David, y la aceptación del Plan Baker en 1989-1990. Cuando se comparan estos acuerdos con la historia de obstinados rechazos que los precedió, uno se sorprende al ver que, dado el contexto intensamente vivido de pérdida y sufrimiento palestinos, esas declaraciones e indulgencias palestinas destacan por su distinción cualitativa y por la genuina esperanza que comportan para la reconciliación con el Estado judío. Contienen un proyecto a largo plazo para un acuerdo político, antes que militar, con un enemigo difícil, dada la conciencia adquirida a lo largo del camino de que en realidad ni israelíes ni palestinos tienen una opción militar frente al otro. Pero lo que también destaca es el carácter implacable de la negativa israelí a reconocer, tratar o llegar a cualquier clase de entendimiento con el nacionalismo palestino.

Es necesario subrayar este punto. Aunque uno habría deseado que la aceptación palestina de la Resolución 242 hubiera tenido lugar una década antes, en la época en que se publicó por primera vez este libro —en 1979-1980—, o que hubiera habido un tono menos estridente en la retórica palestina sobre «la lucha armada» durante los años setenta y ochenta, o que los palestinos hubieran considerado que su papel era, de hecho, el de unificar el mundo árabe en lugar de dividirlo aún más (sobre todo durante la crisis del Golfo), no cabe duda de que el objetivo total de la política palestina se ha ido moderando, antes que intensificando, en sus demandas y sus sueños. El hecho es que, bajo Arafat, la política palestina se ha desplazado de la periferia al centro de un consenso internacional sobre la coexistencia con Israel, así como sobre la existencia del Estado y la autodeterminación; al mismo tiempo, la postura israelí ha ido en la dirección opuesta, pasando de la astuta moderación aparente de los gobiernos laboristas al extremismo maximalista cada vez más duro de los posteriores gobiernos dominados por el Likud a partir de 1977. Hoy, por ejemplo, los grandes fanáticos e ideólogos de la extrema derecha israelí como Shamir, Sharon y Arens parecen casi centristas en un gabinete que incluye a Yuval Neeman y a un representante del partido Moledet, que suscribe abiertamente la «transferencia» masiva de palestinos fuera del territorio de Palestina. Así, la presencia de Arafat ha estabilizado el curso de la política palestina —la ha domesticado, dirían algunos—, mientras que en Israel ha ocurrido exactamente lo contrario desde que el gobierno de Menahem Begin asumiera el poder en 1977. Y resulta pertinente señalar el hecho de que, cuando aquí hablamos de la política palestina bajo Arafat, nos estamos refiriendo no solo a un puñado de pacifistas o progresistas de la oposición, sino a la corriente principal palestina, formalizada y convergente en las declaraciones del CNP, que representa a la nación palestina en su más alto nivel legislativo y político.

Con este cambio se ha producido también una inversión de papeles en el nivel discursivo y simbólico, sobre la que más adelante tendré más cosas que decir. Ya desde su fundación en 1948, Israel ha disfrutado de un asombroso predominio en materia de erudición, discurso político, presencia internacional y valorización. Se consideraba que Israel representaba lo mejor de las tradiciones occidental y bíblica. Sus ciudadanos eran soldados, sí, pero también granjeros, científicos y artistas; su milagrosa transformación a partir «de una tierra árida y vacía» fue objeto de la admiración universal, etcétera, etcétera. Mientras tanto, los palestinos eran o bien «árabes», o bien criaturas anónimas de una clase que solo podía perturbar y desfigurar una narrativa maravillosamente idílica. Y lo que es aún más importante: Israel representaba (por más que no siempre hiciera ese papel) una nación en busca de la paz, mientras que los árabes eran belicosos, sanguinarios, propensos al exterminio y presas de una violencia irracional, más o menos por siempre jamás. Hacia finales de la década de 1980, esas imágenes pasaron a ajustarse más a la realidad por medio de una combinación de contraataque agresivo, erudición e investigación excelentes, resistencia política de una clase que la Intifada elevó a un nivel muy alto, y, desde luego, la creciente brutalidad y la vacuidad y el negativismo políticos ofrecidos por el Israel oficial. Aunque la mayor parte de ello se debiera a la actividad palestina, es muy importante señalar aquí la notable contribución de muchos judíos, e incluso de grupos e individuos sionistas, tanto dentro como fuera de Israel, los cuales, mediante la erudición revisionista, la valentía de hablar claro en materia de derechos humanos y la realización de una activa campaña contra el militarismo israelí, ayudaron a hacer posible el cambio.

Hay otro factor que debe agregarse a este análisis del cambio: el crucial papel desempeñado por los Estados Unidos de América. Una forma de ver cómo la selectiva presencia estadounidense de comienzos de la década de 1970 se ha metamorfoseado en lo que sin duda representa la presencia institucional más masiva de cualquier potencia extranjera en la moderna historia de Oriente Próximo es comparar el papel de Henry Kissinger en la era de Nixon, por una parte, con la cimentación de una alianza estratégica entre Israel y Estados Unidos durante los años de Reagan, por la otra. Kissinger llevó a cabo su diplomacia itinerante y ejerció su papel de hombre de Estado con ruidosa fanfarria. Es cierto que ayudó a negociar el final de la guerra de 1973, y desde luego fue el artífice de Sinaí II, como lo llamaron en 1975; y ciertamente sentó las bases del acuerdo de Camp David. Pero por más que Estados Unidos ofreciera a Israel un masivo reabastecimiento bélico en 1973, y por más que hubiera asociaciones y toda clase de esfuerzos conjuntos entre los dos países, la presencia de la Unión Soviética, así como el hecho de que Estados Unidos velara activamente por sus intereses en algunos de los estados árabes, evitaron que se produjera de hecho algo parecido a una conexión institucional entre ambos países. Así, durante los años setenta, mientras Richard Nixon se involucraba en el Watergate y Kissinger parecía incansable en sus autopromociones y peregrinaciones, Israel no constituía el foco principal de la atención estadounidense; las partidas de ayuda eran altas, pero aún no astronómicas; la competencia entre Egipto e Israel todavía mantenía interés; y la guerra fría, Latinoamérica y Vietnam representaban aún importantes prioridades.

Hacia el final del período que había llevado a Ronald Reagan a la presidencia en 1980, las cosas eran muy distintas. Egipto e Israel iban de la mano en todo lo concerniente a la legislación de ayuda exterior y, en cierta medida, a la percepción pública. Alexander Haig había dado luz verde a Israel en el Líbano (comparemos esto con la severa advertencia de Jimmy Carter al gobierno Begin, durante su incursión libanesa de 1978, de que el ejército israelí tenía que marcharse, algo que hizo de inmediato). Cuando George Shultz asumió el cargo de secretario de Estado, en el verano de 1982, se habían sentado las bases de la mayor ayuda exterior, asistencia militar y apoyo político casi incondicional acordado entre Estados Unidos y un gobierno extranjero. Y todo esto mientras la expropiación de tierra palestina por parte de Israel proseguía a buen ritmo, mientras miles de palestinos perdían la vida a causa de la violencia israelí, y mientras la ilícita ignorancia de Israel de las resoluciones de las Naciones Unidas, las convenciones de Ginebra y La Haya, y las normas internacionales sobre derechos humanos, se mantenía inmutable. Aunque esta práctica se había iniciado ya cuando Daniel Moynihan era el embajador estadounidense en la ONU, ahora Estados Unidos se había quedado solo apoyando a Israel en esta organización mundial, a menudo desafiando al sentido común y a la humanidad con posturas vergonzosas. En el verano de 1982, mientras proseguía el asedio israelí de Beirut, con literalmente cientos de incursiones aéreas descontroladas y la ciudad privada de suministro de electricidad, agua, alimentos y medicinas, la resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que conminaba a Israel a permitir el paso de provisiones humanitarias fue vetada por Estados Unidos alegando que resultaba «desequilibrada».

Los mejores indicadores norteamericanos de lo cerca que habían llegado a estar los dos países fueron, en primer lugar, las declaraciones del jefe del Comité de Asuntos Públicos de Estados Unidos-Israel (AIPAC) en el sentido de que durante el período Reagan el Congreso estadounidense había sido el más proisraelí de toda la historia (y aquel cuyos miembros habían sido más sancionados si no cumplían con la actitud predominante, como fue el caso del congresista Paul Findley y el senador Charles Percy, ambos de Illinois); y, en segundo lugar, el hecho de que la ayuda estadounidense hubiera aumentado en progresión geométrica, pasando de 70 millones de dólares anuales a finales de la década de 1960 a más de 5.100 millones de dólares anuales quince años más tarde. El total estimado en la ayuda proporcionada a Israel entre 1967 y 1991 es la asombrosa cifra de 77.000 millones de dólares. Y estos números no dicen nada sobre asuntos tales como el intercambio de información de inteligencia (que la detención de Jonathan Pollard en 1986 parece haber hecho muy poco por limitar o someter a un mayor control), la planificación militar estratégica, y toda clase de actividades conjuntas con los regímenes menos edificantes del Tercer Mundo (tal como documentarían los investigadores Jane Hunter y Benjamin Beit-Hallahmi).

Los extraordinarios poderes intervencionistas de Estados Unidos en Oriente Próximo adquirieron una visibilidad aún más espectacular y destacada en episodios como, por ejemplo, la fructífera negociación del presidente Carter de los Acuerdos de Camp David, con la consiguiente devolución del Sinaí a Egipto y un tratado de cuasinormalidad entre Egipto e Israel, y, obviamente, la intervención militar estadounidense en la región del Golfo en agosto de 1991, tras la invasión y la anexión ilegal de Kuwait por parte de Irak. Nunca antes se habían llevado tantas tropas estadounidenses a la zona (las incursiones en el Líbano de 1958 y 1982-1983 palidecen en comparación), y jamás desde las invasiones mongolas del siglo XIII se había causado tanta devastación a un Estado soberano árabe por parte de una potencia extranjera. Así, para bien o para mal, y como si fuera un hecho natural, Estados Unidos no cuenta con oposición alguna por parte de ninguna potencia estatal significativa en Oriente Próximo. Su enorme interés en el petróleo del Golfo, el estatus político (básicamente inmóvil) de la zona y su influencia geoestratégica favorable sobre toda ella: nada de todo esto está ahora seriamente en peligro. Solo el descontento que bulle en el seno de diversos grupos desfavorecidos o marginados —sobre todo, obviamente, las asociaciones islámicas— tiene todavía el potencial de complicar algo las cosas y (lo que es menos probable) darles un giro radical, como en Argelia y Sudán. Solo en su escandalosa complicidad con Israel, en la violación de las resoluciones de las Naciones Unidas, los malabarismos de doble rasero de Estados Unidos lo colocan (incluso ante sus más fieles aliados, Arabia Saudí y Egipto) en una situación embarazosa y de perpetuo descontento.

LOS PALESTINOS Y EL DISCURSO OCCIDENTAL

Por lo que respecta a la conciencia occidental de los derechos palestinos, es notable que las cosas empezaran a mejorar desde el momento en que la OLP apareció como el auténtico líder del pueblo palestino. Algunos comentaristas expertos, como Thomas L. Friedman del New York Times, han argumentado que los palestinos deben su nuevo y relativamente prominente lugar en la conciencia occidental al hecho de que sus adversarios fueran judíos israelíes; pero lo cierto es que el cambio ha ocurrido debido a todo lo que los palestinos han hecho constructivamente para cambiar su estatus, y debido a todo lo que se ha hecho como respuesta por parte de los judíos israelíes. Por primera vez, los palestinos pasaron a ser tratados por los medios de comunicación como independientes del colectivo de los «árabes»; ese fue uno de los primeros resultados del período 1968-1970, cuando Ammán estaba en el ojo del huracán. A partir de entonces fue Beirut el que atrajo la atención de los palestinos. El punto culminante de ese período fue el asedio israelí de Beirut, que duró desde junio hasta septiembre de 1982, con su espantoso resultado: las matanzas de los campamentos de refugiados de Sabra y Chatila a mediados de septiembre, justo después de que el cuerpo principal de combatientes de la OLP se hubiera visto obligado a abandonar el país. Pero no era solo que los palestinos se defendieran, tal como hicieron; era también el hecho de que proyectaban una visión, si no siempre un programa claro, y encarnaban en sus propias vidas a una nación en el exilio antes que un impreciso conjunto de individuos y grupos en pequeña escala dispersos aquí y allá.

Está también la considerable importancia del extraordinario éxito de los palestinos a la hora de hacer que otros adoptaran su causa, explotando con inteligencia los múltiples niveles de significación relacionados con una Palestina que no era un punto geográfico concreto. Aquí resulta oportuno simplemente enumerar los lugares, tanto culturales como políticos, sobre los que se proyectó Palestina gracias a la labor movilizada y coordinada de los palestinos y la OLP. A principios de la década de 1970, Palestina y la OLP ocupaban un papel central en la Liga Árabe, y, obviamente, en las Naciones Unidas. En 1980, la Comunidad Económica Europea (CEE) había declarado que la autodeterminación palestina era uno de los principales puntos en su agenda política en Oriente Próximo, aunque seguía habiendo diferencias entre países como Francia, los estados escandinavos, España, Italia, Grecia, Irlanda y Austria, por una parte, y Alemania, Holanda y, sobre todo, el Reino Unido dominado por Reagan, por la otra. Mientras tanto, diversas organizaciones transnacionales como la Organización para la Unidad Africana (OUA), la Conferencia Islámica, la Internacional Socialista y la Unesco, además del Vaticano, varias entidades religiosas internacionales y una innumerable lista de organizaciones no gubernamentales, suscribían todas ellas la causa de la autodeterminación palestina con notable énfasis, muchas por primera vez. Aunque algunos de esos grupos fueron capaces de extender dicho apoyo a sus equivalentes o filiales estadounidenses, en mi opinión existió siempre una brecha profunda entre lo que ocurría fuera de Estados Unidos y lo que ocurría dentro de dicho país, entre el abierto apoyo a la autodeterminación palestina producido en Europa y la cautelosa aceptación de los derechos palestinos en la postura estadounidense equivalente, reformulada de forma harto tortuosa para eludir la censoria policía del pensamiento del lobby israelí.

Todavía ocurre en Estados Unidos que ciertos productores de televisión consultan con el cónsul israelí sobre la posible participación de invitados propalestinos en sus programas; no obstante, observemos cuán relativamente novedoso es el mero hecho de invitar a palestinos. Todavía ocurre que los grupos de presión proisraelíes organizan protestas cuando hablan los palestinos, además de publicar listas de enemigos e intentar impedir la emisión de programas de televisión. Y también ocurre que, bajo presión, artistas prominentes como Vanessa Redgrave son castigados por su posicionamiento, y que numerosas publicaciones rechazan difundir nada que sea siquiera levemente crítico con Israel, o cualquier voz árabe o musulmana que no se haya identificado abiertamente como antiárabe y antimusulmana. Lo que pretendo indicar, pues, es la naturaleza todavía deprimida del discurso público en Estados Unidos, que se sitúa fatalmente por detrás de su equivalente en la mayor parte de Europa occidental y, desde luego, en el Tercer Mundo. El simbolismo de Palestina es todavía lo bastante potente como para suscitar entre sus enemigos una negación y oclusión totales, como, por ejemplo, cuando se cancelan representaciones teatrales o bien porque muestran simpatía por los palestinos, o bien porque retratan críticamente el sionismo (como es el caso de Hakawati, del Public Theater de Nueva York, o de la obra de Jim Allen, Perdition, representada en el Royal Court Theatre de Londres), cuando se publican libros argumentando que en realidad los palestinos no existen (como el de Joan Peters, From Time Immemorial, con sus citas mutiladas y sus dudosas estadísticas), o cuando se organizan crudos ataques para retratar a los palestinos como los herederos del antisemitismo nazi.

Como parte de la campaña contra los palestinos, ha habido una despiadada guerra semiótica dirigida contra la OLP como su representante. Baste decir que la postura israelí, de la que con demasiada frecuencia se hace eco Estados Unidos, es la de que la OLP no constituye un interlocutor válido porque es «solo una organización terrorista». De hecho, Israel no negociará ni reconocerá a la OLP precisamente porque esta representa a los palestinos. Así (como hasta el propio Abba Eban ha reconocido), por primera vez en la historia del conflicto, una de las partes en liza se arroga el derecho a escoger a los dos equipos negociadores. Resulta increíble que los amigos de Israel hayan tolerado semejante disparate, que ha tenido el efecto unilateral de permitir a los israelíes retrasar las negociaciones durante años, y que asimismo ha permitido a unos cuantos gobiernos (¡algunos de ellos árabes!) darse tono en el ámbito internacional buscando representantes palestinos convenientes, o alternativos, o aceptables, o moderados, o apropiados.

No hace falta detenerse aquí en los entresijos de lo que resulta o no tolerable en las representaciones de los palestinos en la sociedad civil estadounidense y europea. Lo principal es que, gracias a que la lucha palestina por la autodeterminación se hizo tan notable y se realizó a una escala tan inequívocamente nacional, pasó a formar parte del discurso estadounidense, del que había estado ausente durante tan largo tiempo.

Hay otro importante aspecto que ha de ser aclarado. El terrorismo ha sido aquí la consigna, esa odiosa relación entre las acciones individuales y organizadas del terror político palestino, por una parte, y el conjunto del movimiento nacional palestino, por la otra. Yo lo explicaría del siguiente modo. Hasta la fecha, el principal —y bastante justificado— temor palestino es el de una negación que pueda convertirse fácilmente en nuestro sino. Sin duda, la destrucción de Palestina en 1948, los años de subsiguiente anonimato, la dolorosa reconstrucción de una identidad palestina en el exilio, los esfuerzos de muchos trabajadores políticos, luchadores, poetas, artistas e historiadores palestinos para sustentar dicha identidad palestina: todo ello ha convivido con el confuso temor a la desaparición, dada la sombría determinación del Israel oficial de acelerar el proceso de reducir, minimizar y asegurar la ausencia de los palestinos como presencia política y humana en la ecuación de Oriente Próximo. Frente a ello, las respuestas palestinas iniciadas a finales de la década de 1960 y principios de la década de 1970 han incluido secuestros de aviones, asesinatos (como en las Olimpiadas de Munich, o en Ma’alot, y, más tarde, las matanzas de los aeropuertos de Roma y Viena por parte del grupo del renegado y anti-OLP Abu Nidal en 1985) y otras desventuras similares, entre las que destacan como dos de las más estúpidas el asesinato de Leon Klinghoffer en el secuestro del Achille Lauro a manos de Abu Abbas, en 1985, y el asalto a la playa de Tel Aviv en 1990. Que todos estos actos puedan ser hoy abiertamente condenados por árabes y palestinos constituye un indicativo de hasta qué punto se ha distanciado de ellos en madurez política y moralidad una comunidad por lo demás justificablemente inquieta. Sin embargo, el mero hecho de que ocurrieran no resulta en absoluto sorprendente: forman parte, por así decirlo, del guión de todo movimiento nacional (especialmente el sionista) que pretenda galvanizar a su gente, llamar la atención y dejar su impronta en una encallecida conciencia mundial.

Por mucho que uno lamente y hasta desee de algún modo expiar la pérdida de vidas y el sufrimiento infligido a inocentes debido a la violencia palestina, pienso que sigue existiendo también la necesidad de decir que ningún movimiento nacional ha sido tan injustamente castigado, difamado y sometido a una venganza desproporcionada por sus pecados como el palestino. La política israelí de contraataques punitivos (o terrorismo de Estado) parece haberse propuesto matar de 50 a 100 árabes por cada víctima judía. La devastación de los campos de refugiados, hospitales, escuelas, mezquitas, iglesias y orfanatos libaneses; las detenciones sumarias, deportaciones, destrucciones de casas, mutilaciones y torturas de palestinos en Gaza y Cisjordania; el empleo de una retórica venenosa y deshumanizadora por parte de los principales políticos, soldados, diplomáticos e intelectuales israelíes para caracterizar todos los actos de resistencia palestinos como terroristas y a los palestinos como inhumanos («cucarachas», «saltamontes», «alimañas de dos patas», etc.); todo esto, junto al número de víctimas palestinas, la magnitud de las pérdidas materiales, las privaciones físicas, políticas y psicológicas, ha excedido en mucho el daño causado por los palestinos a los israelíes. Y hay que añadir también que la notable disparidad, o asimetría, entre, por una parte, la situación de los palestinos como un pueblo agraviado, desposeído y víctima de ofensas, y, por la otra, Israel como «el Estado del pueblo judío» y el instrumento directo del sufrimiento palestino, resulta tan grande como lo es la falta de voluntad para admitirla.

Aquí se da, pues, otra compleja ironía: cómo las clásicas víctimas de años y años de persecución antisemita y del Holocausto se han convertido en su nueva nación en los verdugos de otras personas, que a su vez se han convertido, por eso mismo, en víctimas de las víctimas. Que haya tantos intelectuales israelíes y occidentales, judíos o no judíos, que no hayan afrontado este dilema de una forma valerosa y directa representa, creo, una trahison des clercs de enormes proporciones, sobre todo en el hecho de que su silencio, su indiferencia o su pretendida ignorancia y neutralidad perpetúan los sufrimientos de un pueblo que no merece tan larga agonía. Ciertamente, si no hay nadie que pueda dar un paso adelante y decir, con franqueza: «, los palestinos realmente merecen expiar los crímenes históricos cometidos contra los judíos en Europa», cabe afirmar por la misma razón que no decir: «No, no debe permitirse que los palestinos sufran más esas ordalías» es un acto de complicidad y cobardía moral de dimensiones singulares.

Pero esa es la realidad. ¿Cuántos antiguos políticos o intelectuales activamente comprometidos siguen diciendo todavía en privado que se sienten horrorizados por las políticas militares y la arrogancia política israelíes, o que creen que la ocupación, la subrepticia anexión y la colonización de los territorios es inexcusable pero luego dicen poco o nada en público, donde sus palabras podrían tener algún efecto? ¿Y cuán cínica, y hasta sádica, no resulta la actuación de los presidentes estadounidenses que celebran el valor de los disidentes chinos, rusos, de la Europa del Este o afganos que luchan por la libertad, y sin embargo no pronuncian una sola palabra de reconocimiento a los palestinos, que han estado librando esa misma batalla cuando menos igual de valiente e ingeniosamente? Pues esa es la esencia de tantas décadas de esfuerzo palestino: la lucha por lograr que el drama palestino se reconozca como lo que es, una narrativa política de una dificultad insólita y hasta sin precedentes, objeto del valeroso compromiso de todo un pueblo. Ningún otro movimiento en la historia ha tenido un adversario tan difícil: un pueblo reconocido como la clásica víctima de la historia. Y ningún otro movimiento de liberación o de independencia en el período de la posguerra ha contado con una serie de aliados naturales tan poco fiables y a veces mortíferos, un entorno tan inestable, una superpotencia interlocutora tan reticente (como Estados Unidos), y una superpotencia aliada tan ausente (desde que la Unión Soviética, ya antes de su desaparición, abandonara en la práctica la causa palestina por deferencia a Estados Unidos e Israel). Y todo esto es experimentado por los palestinos sin que haya la menor soberanía territorial en ningún sitio; mientras la dispersión y la desposesión siguen siendo el sino de toda la nación; y mientras sigue siendo objeto de leyes punitivas en Israel y en los países árabes, de una legislación discriminatoria, y de unos edictos unilaterales (e inapelables) que van desde la deportación hasta las órdenes de disparar en el acto, pasando por el acoso en los aeropuertos y el maltrato verbal en la prensa.

LAS RELACIONES ENTRE ESTADOS UNIDOS Y PALESTINA

Dado que el principal patrocinador y aliado estratégico de Israel es Estados Unidos, y puesto que Estados Unidos, a diferencia de Europa, es la única fuerza exterior dispuesta a desempeñar un papel directo en Oriente Próximo, conviene observar su actual estatus con respecto a Palestina. Las relaciones entre Estados Unidos y Palestina han sido excepcionalmente complicadas y excepcionalmente insatisfactorias, lo que en gran medida representa el resultado final, algo deslucido, de la política interior estadounidense. En 1975, Henry Kissinger logró la hazaña de impedir el trato de Estados Unidos con la OLP, justo en el momento, obviamente, en que esta última había empezado a modular su postura internacional otorgando especial prioridad a las Naciones Unidas (en la única visita de Arafat a Estados Unidos, ya que en 1988 el secretario de Estado Shultz le impidió volver, presionado por las organizaciones judías estadounienses y violando el acuerdo de la ONU con su gobierno anfitrión). Dicha prohibición, basada de forma muy diversa en el rechazo de la OLP a aceptar la Resolución 242, en su presunta participación repetida en actos de terrorismo, y en otros distintos requisitos previos morales de un tipo que jamás se hizo extensivo a Israel, también hacía imposible la entrada en el país de los miembros de la OLP; en 1988, la Enmienda Grassley solicitaba la aprobación del Congreso para prohibir cualquier trato de la OLP con Estados Unidos y requería el cierre de la Oficina de Información Palestina en Washington, así como de la misión de observación de la OLP en las Naciones Unidas (esta última tentativa fue rechazada por el Tribunal de Distrito, de modo que la oficina de la ONU sigue abierta). En el verano de 1979, el embajador estadounidense ante las Naciones Unidas, Andrew Young, se vio obligado a dimitir por haber mantenido lo que en la práctica no fue más que una breve reunión social con Zuhdi Terzi, el delegado de la OLP ante las Naciones Unidas.

Esta asfixiante inhibición de cualquier contacto entre los representantes de Estados Unidos y los del pueblo palestino permaneció en vigor hasta finales de 1988, en gran parte a instancias del lobby sionista y de común acuerdo con los gobiernos israelíes de derechas. No cabe malinterpretar el verdadero carácter de esta inhibición, que de hecho era una extensión de la duradera y cada vez más violenta política oficial israelí de total hostilidad hacia el pueblo palestino, como pueblo, y sus representantes. (En Gaza y Cisjordania, por ejemplo, se prohibió mencionar la palabra «Palestina», exhibir la bandera palestina, e incluso usar los colores de la bandera, que algunos comentaristas estadounidenses denominaron groseramente «la bandera de la OLP», pese al hecho de que tanto la bandera como sus colores eran anteriores a la existencia de dicha organización.)

Sin embargo —y aquí dejamos el reino de las intenciones y entramos de nuevo en el de los hechos—, ahí estaban los contactos entre Estados Unidos y Palestina, la mayoría de ellos con algún beneficio inmediato, bastante irónicamente, para Estados Unidos. Así, desde comienzos hasta mediados de la década de 1970, la OLP protegió la embajada estadounidense en Beirut, y cuando hubo que evacuar a un gran número de ciudadanos norteamericanos de Beirut por mar, en 1976, la operación se realizó bajo la custodia de guardias palestinos. En 1979, trece rehenes norteamericanos fueron liberados de la embajada estadounidense en Teherán gracias únicamente a la intercesión de Yasir Arafat. Se mantuvieron numerosos contactos entre la OLP y Estados Unidos, todos a través de terceras partes, y la mayoría de ellos en secreto.

Sin embargo, raras veces tales contactos redundaron en beneficio palestino. Durante al menos veinte años se percibió una falta de sincronía casi maquinada entre Estados Unidos y los palestinos: dos mundos que se movían en paralelo pero siguiendo agendas diferentes, con distintos ritmos y respondiendo a diferentes presiones. En Estados Unidos, la cuestión palestina ocupaba siempre un papel secundario con respecto a los numerosos intereses estadounidenses en los estados árabes y, por supuesto, en Israel; de hecho, hasta podría afirmarse que Palestina era una cuestión interna estadounidense, dominada desde 1948, casi sin objeción alguna en ningún sector de la sociedad, por el lobby israelí. Es cierto, como ya he señalado, que, con el surgimiento del movimiento nacional palestino, los palestinos empezaron a asomarse a la conciencia estadounidense, aunque en un grado considerablemente menor que en el Tercer Mundo o en la Europa oriental y occidental. La frustrante ironía es que la OLP empleó muy poco esfuerzo en mejorar su posición en Estados Unidos. Antes bien, Palestina se convirtió allí en una cuestión independiente gracias, en primer lugar, a los esfuerzos de los palestinos y árabe-americanos locales. En segundo lugar, habría que mencionar el trabajo de la opinión, organizaciones e individuos independientes y progresistas (o de izquierdas) que forman la oposición pacifista y antiimperialista de Estados Unidos. En tercer lugar, habría que señalar la influencia de algunos judíos estadounidenses y europeos, un pequeño número de organizaciones judías estadounidenses y europeas, como la efímera Breira, o los diversos grupos de apoyo al movimiento Paz Ahora, y la resistencia pacifista y similar en Israel. En otras palabras, la batalla en Estados Unidos era casi exclusivamente estadounidense, algo de lo que, por desgracia, la OLP —a diferencia de su actuación, infinitamente mejor, en Europa occidental— no parecía preocuparse lo suficiente, ya fuera por falta de atención, o bien, más tarde, cuando ya no podía aducirse la indiferencia, por falta de conocimiento; pero ni lo uno ni lo otro es excusable.

Pese a los limitados cambios de actitud estadounidense con respecto a la cuesti

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