Qué es ser antioqueño

Pedro Adrián Zuluaga

Fragmento

Prólogo

El reto es mayúsculo y el catálogo es extenso, minucioso, pensado desde la memoria personal, las lecturas atentas, la observación de un paisaje, una ciudad, una sociedad. Lo que busca el libro de Pedro Adrián Zuluaga, con algo de ciencia y algo de ficción, es encontrar características, contradicciones, autores, obras puntuales, mitos y horrores que puedan definir a los antioqueños. Todo esto con una premisa que creo se cumple a cabalidad y hace que el texto sea siempre seductor y por momentos sorprendente: “Un libro pues para deshacer prejuicios y no para reemplazar unos por otros”.

Las montañas de José Manuel Arango inauguran este viaje, y las palabras de esa geografía, “una sierra, el boquerón, el cerro, la cuchilla”, dejan ver un camino áspero, arbitrario por momentos, donde el rechazo o la acogida son posibilidades a la mano. Los colonos son los primeros protagonistas del libro, los representantes de unos ideales que se mueven entre el afán de abrir mundo y la nostalgia de la casa, la necesidad de regresar a ese universo recogido, ordenado y completo. Y así comienzan las paradojas de una sociedad que muchos buscan encuadrar en los lugares comunes que dejan la “caricatura política”, las virtudes de los personajes literarios sin los vicios de los antagonistas en la realidad y la maledicencia regionalista.

El enfoque será siempre el de los creadores, el encuadre de quienes retratan y fustigan, de quienes están dispuestos a la poesía que alumbra en medio de retumbos. No solo la mirada de los artistas, también su actitud, sus reclamos, sus sesgos reveladores son la materia prima de este libro. Tal vez la mejor manera de ver las réplicas que entrega la mirada sobre la realidad hecha por los artistas, la mayoría de ellos herejes de “una fe compartida y una religión civil” que es Antioquia, es detenerse en el cuadro Horizontes de Francisco Antonio Cano y poner al lado las recientes interpretaciones que se han hecho de esa escena fundacional. La obra de Cano, pintada en 1913, cuando la colonización era un símbolo para la nostalgia, señala el futuro, las promesas más allá de los filos. La obra de Carlos Uribe, Horizontes 1999, muestra a la misma familia que ahora señala una avioneta de fumigación sobre un cultivo de coca; en otras palabras, señala un presente que alude al veneno y el desplazamiento. Así nos habla Qué es ser antioqueño, en el tono de las refutaciones, con la voz de un ensayo que es a la vez un diccionario personal de la historia social y cultural de la región.

La casa, sus huéspedes, sus arrimadijos, sus distintos recovecos y significados, es la idea que estructura el libro, de modo que quienes huyen son grandes protagonistas en esta memoria de proscritos. La recia voz de quienes cogen camino, de los expatriados del territorio físico y moral de Antioquia. Barba-Jacob aparece entonces como una figura que desdeña su patria chica al tiempo que la arrastra en sus travesías por México y Centro América. Es también un taimado, un vendedor de humos y nostalgias, un heredero de Simón Pérez, el protagonista del cuento “¡Que pase el aserrador!”, un pícaro que se va colando con su labia y sus engaños. Barba-Jacob se describe sin recatos en medio de sus múltiples rutas: “Soy antioqueño, soy de la raza judaica, gran productora de melancolía, según expresión de Ortega y Gasset, y vivo como un gentil que no espera ningún Mesías, o como un pagano acerbo en la Roma decadente”. Pero no solo Barba-Jacob mostró su estirpe melancólica y esquiva, también Epifanio Mejía, el “poeta triste”, se hace visible para mostrar esa vida doble de empresario y cantor; y no todo termina en sus odas de libertad, al final será un confinado tras los muros del manicomio de Aranjuez, otro expatriado: “Desgraciado poeta loco no puede darse cuenta de la popularidad de su nombre”, dice el “Indio” Uribe en su semblanza del autor del himno antioqueño. “Ellos son la contradicción viva que encarna el oxímoron ni contigo ni sin ti”, remata Pedro Adrián al presentarlos.

Las disidencias que subraya el libro también pueden ser de signos contrarios. La madre Laura huye a ejercer su piedad a la periferia, para fundar una “casa propia” con su comunidad, la casa que le niega monseñor Miguel Ángel Builes, el patriarca del momento que truena contra las hermanas: “¡Las destruiré o no dejaré una! ¡Las dispersaré! No cederé un punto en destruirlas porque no merecen existir…”. Una casa lejana y escondida como muchas de las que describe el libro y que significan una rareza recién establecida. El signo contrario son las casas que pinta Débora Arango, las “casas de citas” tan prohibidas y tan míticas. La santa y la excomulgada comparten algunas maneras y desafíos. También Débora tuvo un monseñor enconado en su contra. Y no puede uno más que pensar en Fernando Vallejo que nos habla de Casa Loca, el hogar donde regentaba su madre, y Casa Blanca, el sitio elegido para el reposo: casas contrapuestas, enfrentadas, separadas por una calle en el barrio Laureles.

Es necesario que el libro deje oír el zumbido que hizo de Medellín una ciudad, las lacras y las dichas que bautizan a las ciudades. Por eso aparece Guayaquil con sus “Moscas de todos los colores”, un reverbero alrededor de la estación del ferrocarril que causaba pánicos y titulares de prensa, que entregaba la feria de novedades. Ahí aparecen las fotos de Benjamín de la Calle, los retratos de las gentes que había que esconder o que simplemente no tenían por qué tener una cámara delante. “El fotógrafo de los distintos”, perfecto para mostrar la repulsión y la fascinación de la sociedad burguesa con el populacho. No es extraño que uno de los bares más populares del turismo y la burguesía actual se llame Perro negro, en honor al bar mítico de Guayaquil que, según dicen, no tenía puertas porque no las necesitaba.

Desde mucho antes Tomás Carrasquilla lo tenía claro, la ciudad comenzaba a crecer y las distinciones se rompían, se hacían imposibles las calificaciones para una sociedad compleja que muchas veces rompió sus gustos, sus gestas y sus prejuicios desde adentro: “Aquí no hay tipo ni agrupación que puedan encarnar esta montonera tan heterogénea. Ni el interés pecuniario, ni el amor al suelo y al trabajo, ni la misma verbosidad hiperbólica, son aquí generales”. Ese es otro de los énfasis del libro, las disidencias han estado en la periferia y en el centro: los nadaístas señalados y temidos, luego acogidos y conversos, un gobernador conservador dando el permiso para el Festival de Ancón, las grandes compañías alentando la generación de artistas que marcó las décadas del setenta y ochenta en la ciudad.

Una presencia marca el libro en distintas partes, una aparición permanente en esa casa de muchas habitaciones. Es hora de presentar al guardián de la casa: Fernando González desde Otraparte entrega la guía para quienes miran, hablan y caminan en direcciones contrarias. El editorial del segundo número de la revista Antioquia podría ser la enseña de la Antioquia ins

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