Los muiscas

Carl Henrik Langebaek

Fragmento

PREÁMBULO

Muchos colombianos imaginan a la sociedad muisca como un imperio que extendía sus dominios sobre un amplio territorio de los Andes orientales. Para ellos, los muiscas habrían sido el último de los grandes estados prehispánicos en caer bajo el dominio español y seguir el lamentable camino de los aztecas de México y los incas del Perú. No hay mucho de qué culpar al lector que comience este libro con esas ideas. La impresión que tiene cualquier persona al leer las crónicas de la conquista es que, en efecto, cuando llegaron los españoles, algunos pocos y autoritarios caciques estaban en proceso de consolidar a través de la conquista y la dominación una sociedad donde su poder era prácticamente ilimitado. Cuando se leen las crónicas españolas —durante mucho tiempo la única fuente de información sobre los muiscas—, cualquiera concluye que los muiscas eran gobernados por monarquías al estilo europeo. Y también parecería indiscutible que a la llegada de los conquistadores estaba decantándose el predominio de uno de los contendores: el cacique de Bogotá.

Entre los cronistas que más popularizaron la idea de poderosos monarcas muiscas, en especial la del importante linaje de los zipas de Bogotá, se encuentra Lucas Fernández de Piedrahíta. En su crónica, este autor admitió que la historia más antigua de Bogotá permanecía en el misterio, pero que los ancianos recordaban historias desde la aparición de Saguanmachica, el primer zipa en comenzar guerras de expansión que lo enfrentaron con varias comunidades de la Sabana de Bogotá y con el cacique de Tunja. Las crónicas relatan que, una vez muerto como héroe, es decir peleando contra Tunja, le sucedió Nemequene, cacique que prosiguió la guerra de conquista, sometiendo a caciques vecinos tan afamados como Guatavita. A Nemequene, también muerto en combate contra Tunja, le siguió Tisquesuza, quien por supuesto continuó el proceso de expansión iniciado por sus predecesores hasta ser sorprendido por la conquista española. Y, claro, como en cualquier gesta de grandiosos conquistadores, la ampliación de los dominios de Bogotá estuvo rodeada de intrigas, traiciones, batallas heroicas y hechos militares gloriosos.

Esta narración, repetida por muchos cronistas e historiadores con pequeños cambios aquí y allá, tuvo un enorme impacto en la historia de Colombia. De hecho, sirvió de base para construir la idea de una nación vinculada a sus raíces prehispánicas, como si “Colombia” se hubiera gestado a partir de los muiscas. Pero no fue solo eso. El poder de los antiguos caciques muiscas sirvió para justificar un legado andino, más específicamente bogotano, donde las élites se veían a sí mismas como herederas de una tradición política prehispánica. A lo largo del siglo XIX y buena parte del XX los muiscas fueron considerados, con muy pocas excepciones, como una de las sociedades más “civilizadas” del continente. Ser civilizado y tener sabios y poderosos líderes parecían sinónimos. Los criollos neogranadinos, en el proceso de independencia, e intermitentemente desde ese entonces, trataron de basar la identidad nacional en los muiscas. Los líderes de la independencia se presentaron a sí mismos como vengadores de los indios, como si sus antepasados hubieran sido indígenas y los españoles les hubieran declarado una injusta y cruel “reconquista”. La idea de que los muiscas marcaban el inicio de la vida política en el territorio no ha muerto, ni mucho menos. Recuerdo vívidamente que, hace unos años, en la Biblioteca Luis Ángel Arango en Bogotá una galería de pequeños y coloridos cuadros de los presidentes de Colombia empezaba en orden cronológico con los zipas de Bogotá y los zaques de Tunja.

Pero el hecho de que mucha gente crea en una cosa, e incluso lo haga por cientos de años, no la hace cierta. En buena medida, las ideas sobre los muiscas se han construido sobre las afirmaciones de los cronistas, y se han repetido una y otra vez como si se tratara de información confiable. Las crónicas de la conquista fueron escritas en el contexto de la gesta caballeresca, de la épica y de la vanagloria del oficial español enamorado de su propia imagen. A los conquistadores les gustaba representarse a sí mismos como vencedores de poderosos reinos gobernados por crueles y tiranos caciques. La propia Corona se vanagloriaba por eso y engrandecía, cuando era posible, a las sociedades indígenas que habían caído bajo su dominio. Es cierto que, al leer algunas crónicas, sobre todo las de Juan de Castellanos o del mencionado Lucas Fernández de Piedrahíta, es fácil encontrar un interés muy explícito en describir a los caciques muiscas como pequeños reyes europeos, con sus cortes, tributarios, ejércitos y consejeros. Y al hablar de los caciques indígenas casi siempre los cronistas más imaginativos, como el mencionado Fernández de Piedrahíta, y varios más, profesaron un inusual interés por las genealogías, con lo cual se impuso no solo la idea de poderosos caciques, sino de verdaderos linajes de familias que dominaban al resto de la población, familias de reyes y príncipes.

Hoy es imposible leer esas crónicas sin una pizca de sentido crítico. Los cronistas se copiaron unos a otros. Muchos describieron cosas que no vieron, otros vieron cosas que seguramente no entendieron ni pudieron describir. Algunos pocos pudieron ver y entender más o menos bien lo que veían, pero al mismo tiempo tuvieron intereses que los llevaron a dar una imagen distorsionada de la sociedad muisca. Un ejemplo muy bonito, descrito por el profesor de la Universidad Nacional François Correa, muestra cómo de forma intencional los cronistas hicieron lo posible para que los relatos mitológicos muiscas presentaran una imagen bastante desfavorable de las deidades femeninas, lo mismo que hicieron los europeos del Mediterráneo siglos atrás con respecto a las deidades escandinavas. Y no solo fueron los cronistas. De hecho, los muiscas, en virtud de su ubicación geográfica y de su peso demográfico a lo largo de la colonia, ocuparon un lugar privilegiado en debates, que no tuvieron que ver con sus propios intereses, sino con los de los descendientes de sus conquistadores. Como mencioné más arriba, a los criollos les interesaba inventar viejas glorias de los muiscas para diferenciarse de los españoles. Incluso, en un momento dado, se les dio por autoproclamarse como herederos de la causa indígena. Más tarde, los nacionalistas y artistas “autóctonos” quisieron recuperar —o mejor apropiar— el arte indígena como si fuera suyo. Y hoy son algunos ambientalistas, entre otros, los encargados de vender la imagen de los antiguos habitantes de los Andes orientales como “sabios ecológicos”. En efecto, la apropiación del pasado muisca al servicio de los intereses de blancos y mestizos no solo es cosa del pasado, sigue siendo un mecanismo poderoso para generar nuevas identidades.

Por supuesto, se puede mencionar el otro lado de la moneda: los interesados en mostrar a los muiscas como un ejemplo más de una sociedad bárbara, ignorante o cruel, afortunadamente rescatada de su destino fatal gracias a la conquista española. Muchos de los juicios sobre la sociedad muis

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