Friosaurio Rex

Tom Fletcher

Fragmento

cap-1

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Esta historia comienza como todas las buenas historias, hace mucho tiempo. No solo hace mucho tiempo, sino hace mucho mucho mucho tiempo. Tropecientos millones de años atrás, en realidad. Y es que mucho antes de que vuestra abuela y vuestro abuelo nacieran, antes de que existieran los seres humanos, antes de los coches y los aviones, antes incluso de que hubiera internet, había algo todavía mejor...

¡DINOSAURIOS!

Los dinosaurios han sido las criaturas más asombrosas que han caminado por nuestro planeta. Había muchos, y los había de todas las formas y tamaños. Algunos eran pequeños, un poco más grandes que un perro o un gato, y otros lucían púas puntiagudas en la espalda. Algunos, como los seismosaurus, eran gigantescos, más largos que cinco autobuses de dos pisos, con el cuello más grueso que tres troncos de árbol y una piel dura como los neumáticos de un tractor. Ya sé que parece difícil de creer, pero es absolutamente cierto, porque esto es un libro y los libros nunca mienten.

Ahora me gustaría hablaros de dos dinosaurios muy especiales. Los llamaremos Mamasauria y Papadocus (no se trata de sus nombres verdaderos, claro, sería una tontería).

Mamasauria y Papadocus habían pasado todo el día al aire libre, bajo el calor abrasador del sol prehistórico, y volvían a su hogar, a la cueva pequeña y ordenada donde habitaban. Cuando llegaron, la sorpresa que les esperaba fue mayúscula y horrendamente horrible: solo quedaba un montón enorme de rocas y huesos, en medio de una gran polvareda. Su casa había sido arrasada por los malvados dinosaurios carroñeros. Esas criaturas escurridizas y lamentables no habían dejado piedra sobre piedra.

Pero para Mamasauria y Papadocus aquel desastre era la última de sus preocupaciones, porque dentro de la cueva habían dejado lo que más querían: ¡doce huevos de dinosaurio que ahora no encontraban por ninguna parte!

Como ya podéis imaginar, Mamasauria y Papadocus estaban desolados. Petrificados entre las ruinas de la cueva, lloraron y rugieron durante mucho tiempo, hasta que el sol se puso y la luna y las estrellas llenaron e iluminaron el cielo de la selva.

Aquella noche, una brisa ligera soplaba entre los árboles gigantescos y una rodaja plateada de luz de luna se abría paso entre los escombros. De pronto, algo captó la atención de Papadocus. Un objeto suave y brillante reflejaba un rayo de luna desde debajo de un montón de huesos y barro. Rápido y delicado, el animal retiró las piedras y los escombros y lo encontró allí, resplandeciente, perfecto e intacto a la luz de la luna.

Era su último HUEVO.

Cómo aquel único huevo se había salvado del ataque devastador de los hambrientos carroñeros era todo un misterio. Tal vez sus panzas avariciosas ya estaban colmadas cuando lo encontraron o quizá el huevo había salido rodando y lo habían perdido de vista mientras rompían y daban cuenta de los otros. Fuera cual fuera la razón, lo único que importaba era que Mamasauria y Papadocus habían recuperado al menos uno de sus huevos. A partir de entonces, el pequeño dinosaurio que descansaba tranquilamente acurrucado dentro de ese huevo se convirtió para ellos en la cosa más importante del mundo, y no iban a permitir que nunca más le pasara ninguna desgracia.

Pero lo cierto es que estaba a punto de ocurrir algo de dimensiones incalculables. Algo que cambiaría el mundo para siempre.

Algo grande.

¡Algo astronómicamente,

intergalácticamente,

extraterrestremente

                  grande!

La perlada luz de luna que iluminaba la cueva destrozada de la familia de dinosaurios se volvió amarilla de pronto. Luego el amarillo se volvió naranja y a continuación rojo ardiente y feroz. Mamasauria y Papadocus sacaron la cabeza de la cueva y contemplaron incrédulos la escena. ¡Era como si la luna estuviera en llamas!

Ante sus ojos, el cielo entero estalló en una violenta exhibición de fuegos artificiales, con rocas incandescentes zumbando y estrellas fugaces pasando, pero no las estrellas fugaces que vosotros y yo conocemos, las que cruzan el cielo con elegancia como pequeños rasguños de luz en el espacio. Estas no cruzaban el cielo con elegancia. ¡Estas bajaban a toda velocidad como rayos candentes que explotaban en miles de bolas de fuego al impactar contra la Tierra!

El pánico y el caos se habían apoderado de la selva. Enormes dinosaurios del tamaño de cinco autobuses de dos pisos arrancaban los árboles en llamas, y los dinosaurios más pequeños eran estrujados y pisoteados. El cielo de aquella noche brillaba más que en un día claro y la luna calentaba más que el sol del mediodía, pero Mamasauria y Papadocus solo pensaban en una cosa.

¡Tenían que proteger el huevo!

¡Tenían que poner el huevo a salvo!

Y echaron a correr. Corrieron tan deprisa como se lo permitían sus zarpas de dinosaurio, aferrándose con desesperación a su último y valioso huevo. Se habían unido a la estampida de dinosaurios aterrorizados que huían del peligro, pero por muy rápido y lejos que corrieran no había escapatoria posible. Porque, a fin de cuentas, escapar del cielo es una tarea imposible.

Sin quererlo, Mamasauria y Papadocus se encontraron sumergidos entre la multitud, empujados a derecha e izquierda por un gran mar de dinosaurios, y pese a sus intentos desesperados, no consiguieron conservar el huevo.

Se les escurrió de las zarpas y cayó al suelo.

Seguro que pensáis que el huevo se rompió en el acto, ¿verdad? Pues no, sabelotodos, ¡no fue así en absoluto!

Una pila de hojas amortiguó la caída del huevo, que se introdujo rodando, intacto, en el centro de la estampida. ¡Pateado y chutado por docenas de dinosaurios, aun así siguió sin romperse! Mamasauria y Papadocus iban tras él mientras botaba y rebotaba contra los muslos gigantescos de los diplodocus y rodaba bajo las zarpas retumbantes de los estegosaurios, salvándose por poco, una y otra vez, de ser aplastado. Rodaba y rodaba como si tuviera vida propia, caía por cornisas rocosas y aterrizaba sobre las copas de los árboles, para descender luego por aludes de barro derretido, mientras Mamasauria y Papadocus lo seguían desesperados.

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Si Mamasauria y Papadocus hubieran alzado la vista al cielo en vez de correr en busca del huevo, hubieran visto la escena más terrorífica, vertiginosa y espeluznante imaginable. Sobre sus cabezas, el cielo entero estaba en llamas. No se trataba de que la luna estuviera ardiendo, como habían supuesto al principio, sino de un meteorito gigantesco, descomunal, capaz de destruir un planeta. Había viajado desde las profundidades más hondas del espacio y ahora estaba a punto de estamparse contra el planeta Tierra y de eliminar para siempre a los dinosaurios.

Pero justo antes de que el meteoro arrasara el planeta, el afortunado huevo rodó hasta alcanzar el borde de un precipicio alto y escarpado, por encima del océano agitado. Lo único que pudieron hacer Mamasauria y

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